UN MODELO POSIBLE
El mundo humano se está acabando. Cuando menos el actual. El hombre confía en lo que la tradición afirma a través de Guénon: el fin de un mundo sólo es el fin de una ilusión. A partir de entonces comienza a interesarle más lo pequeño y su atención se desplaza a recolectar otro tipo de conocimientos: que la tierra mejora si se va mezclando con cenizas del fogón, por decir algo, o que un restaurador del único museo en todo Afganistán cubrió los lienzos secretamente con capas de pintura a lo largo de meses para protegerlos de la devastación talibán.
Actos gratuitos o conocimientos pequeños que suelen interesarle a quien lee a Albert Camus, como lo hace el hombre sobre una banca de hierro bajo un laurel: “Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrupta en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en las que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo, no saben convencer, en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y la opresión”.
La tarea mayor de reconstrucción que agobia a Camus, predecesor desconsolado, sólo puede hacerse ahora en los órdenes de lo pequeño y de lo personal. Se inicia por el propio individuo, quien debe modificar la red de prejuicios que toma por juicios, su no-pensar. La sicodelia occidental contemporánea, a fin de cuentas residuo de las ascendencia gnóstica, acertó al predicar la revolución interior. Pero el término induce a engaño porque la trasmutación se inicia con un cambio de perspectiva tan sutil que en ocasiones pasa inadvertido: consiste en cierta quietud desusada en medio del vértigo externo, en un silencio cortés al no querer ganar una discusión, en una aceptación cómoda del momento incómodo.
¿Cuánto practica el hombre lo que aconseja? ¿Cuánto no se obstina y coincide con la necesidad? ¿Cuánto acepta lo que le ocurre sin compadecerse a sí mismo, sin compararse con el destino de los otros, sin interferir en lo bueno o lo malo de ellos, resolviendo los problemas reales del momento y no los imaginarios? El control, la frugalidad, la disciplina, el refrenamiento, la previsión y la acción: la impecabilidad de hacer lo que deba hacerse en cualquier circunstancia, ese “boleto de salida del sitio de la preocupación”, según escribe Castaneda, quien toma el concepto y su verdad objetiva del Bhagavad Gita: “Nuestra preocupación es sólo el cumplimiento del deseo, no los frutos de la acción. Desecha todo deseo y temor por los frutos y cumple con tu deber”, dice Shiva a Arjuna en el texto canónico.
El hombre sabe que pensadores irrefutables argumentan que el capitalismo por fin ha fabricado el tipo de individuo que le corresponde: permanentemente distraído, saltando de un placer efímero a otro, sin memoria reminiscente ni proyecto de vida, programado para responder a todas las solicitaciones de una maquinaria económica que devasta al planeta y a sus poblaciones para producir espejismos llamados mercancías. Que la avidez, la frustración y el conformismo son condiciones generalizadas porque las sociedades se hunden en las privatizaciones y han cedido el dominio de lo público a las oligarquías económicas, burocráticas, finacieras. Que la riqueza capitalista se levanta sobre la destrucción de los recursos de la biósfera acumulados durante tres mil millones de años. Que el colapso es más que una negativa posibilidad.
Siguiendo la línea crítica de su cultura, el hombre conviene que el remedio a este proceso patológico podría ser aplicado por la colectividad humana democrática si se aboliera el monstruoso papel de la economía como fin en sí misma y se le considerara solamente como lo que es: un mero medio para la vida común. Pero el hombre no cree que esta transformación estructural sobrevenga más que a través de la catástrofe, por eso piensa que la frugalidad es una condición para encontrarse con el futuro, no con lo prevaleciente ahora sino con lo que podría y debería ser. Atención y concentración le parecen sinónimos activos de tal frugalidad.
Todo tiempo inhóspito es protector, aun cuando las masas deambulan sin rumbo fijo, ahítas de vacío. Esos tiempos permiten simplificar y ponerse a salvo desde el propio interior de cada cual. Y percibir extasiado los gajos de sol que alfombran el rumbo delante de sus ojos como una dicotomía simbólica, como un guiño superior. Mientras camina, el hombre recapitula su vida. No lo que hubo en ella, sino lo que habrá. Va pensando en el procedimiento taoísta que leyó en Zhuangzi, un modelo de lo posible: “Quietud, pasividad, pobreza, la sustancia del método, el secreto de nuestros poderes. El sabio reposa, porque reposa está en paz, su paz es serenidad. Al pacífico y sereno no lo asaltan ni dañan alegría o tristeza. Intacto, entero, unido a sí mismo y a su ser interior, es invencible”.
El hombre atento y concentrado se sabe ileso en el tiempo e invulnerable en el espacio mientras el sol va poniéndose en el cielo y la luna surge victoriosa. Decide entonces habilitar para sí cuatro cambios de conducta que llama sus ejercicios espirituales. Sufrir la injusticia pero erradicarla todo lo posible. Adaptarse a las condiciones pero intentar su mejoría. No esperar nada pero confiar en todo. Seguir el camino pero sin creencia sectaria alguna. Luego su mente queda en silencio y él sólo escucha los mansos, discretos latidos de su corazón.
Fernando Solana Olivares
Actos gratuitos o conocimientos pequeños que suelen interesarle a quien lee a Albert Camus, como lo hace el hombre sobre una banca de hierro bajo un laurel: “Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrupta en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en las que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo, no saben convencer, en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y la opresión”.
La tarea mayor de reconstrucción que agobia a Camus, predecesor desconsolado, sólo puede hacerse ahora en los órdenes de lo pequeño y de lo personal. Se inicia por el propio individuo, quien debe modificar la red de prejuicios que toma por juicios, su no-pensar. La sicodelia occidental contemporánea, a fin de cuentas residuo de las ascendencia gnóstica, acertó al predicar la revolución interior. Pero el término induce a engaño porque la trasmutación se inicia con un cambio de perspectiva tan sutil que en ocasiones pasa inadvertido: consiste en cierta quietud desusada en medio del vértigo externo, en un silencio cortés al no querer ganar una discusión, en una aceptación cómoda del momento incómodo.
¿Cuánto practica el hombre lo que aconseja? ¿Cuánto no se obstina y coincide con la necesidad? ¿Cuánto acepta lo que le ocurre sin compadecerse a sí mismo, sin compararse con el destino de los otros, sin interferir en lo bueno o lo malo de ellos, resolviendo los problemas reales del momento y no los imaginarios? El control, la frugalidad, la disciplina, el refrenamiento, la previsión y la acción: la impecabilidad de hacer lo que deba hacerse en cualquier circunstancia, ese “boleto de salida del sitio de la preocupación”, según escribe Castaneda, quien toma el concepto y su verdad objetiva del Bhagavad Gita: “Nuestra preocupación es sólo el cumplimiento del deseo, no los frutos de la acción. Desecha todo deseo y temor por los frutos y cumple con tu deber”, dice Shiva a Arjuna en el texto canónico.
El hombre sabe que pensadores irrefutables argumentan que el capitalismo por fin ha fabricado el tipo de individuo que le corresponde: permanentemente distraído, saltando de un placer efímero a otro, sin memoria reminiscente ni proyecto de vida, programado para responder a todas las solicitaciones de una maquinaria económica que devasta al planeta y a sus poblaciones para producir espejismos llamados mercancías. Que la avidez, la frustración y el conformismo son condiciones generalizadas porque las sociedades se hunden en las privatizaciones y han cedido el dominio de lo público a las oligarquías económicas, burocráticas, finacieras. Que la riqueza capitalista se levanta sobre la destrucción de los recursos de la biósfera acumulados durante tres mil millones de años. Que el colapso es más que una negativa posibilidad.
Siguiendo la línea crítica de su cultura, el hombre conviene que el remedio a este proceso patológico podría ser aplicado por la colectividad humana democrática si se aboliera el monstruoso papel de la economía como fin en sí misma y se le considerara solamente como lo que es: un mero medio para la vida común. Pero el hombre no cree que esta transformación estructural sobrevenga más que a través de la catástrofe, por eso piensa que la frugalidad es una condición para encontrarse con el futuro, no con lo prevaleciente ahora sino con lo que podría y debería ser. Atención y concentración le parecen sinónimos activos de tal frugalidad.
Todo tiempo inhóspito es protector, aun cuando las masas deambulan sin rumbo fijo, ahítas de vacío. Esos tiempos permiten simplificar y ponerse a salvo desde el propio interior de cada cual. Y percibir extasiado los gajos de sol que alfombran el rumbo delante de sus ojos como una dicotomía simbólica, como un guiño superior. Mientras camina, el hombre recapitula su vida. No lo que hubo en ella, sino lo que habrá. Va pensando en el procedimiento taoísta que leyó en Zhuangzi, un modelo de lo posible: “Quietud, pasividad, pobreza, la sustancia del método, el secreto de nuestros poderes. El sabio reposa, porque reposa está en paz, su paz es serenidad. Al pacífico y sereno no lo asaltan ni dañan alegría o tristeza. Intacto, entero, unido a sí mismo y a su ser interior, es invencible”.
El hombre atento y concentrado se sabe ileso en el tiempo e invulnerable en el espacio mientras el sol va poniéndose en el cielo y la luna surge victoriosa. Decide entonces habilitar para sí cuatro cambios de conducta que llama sus ejercicios espirituales. Sufrir la injusticia pero erradicarla todo lo posible. Adaptarse a las condiciones pero intentar su mejoría. No esperar nada pero confiar en todo. Seguir el camino pero sin creencia sectaria alguna. Luego su mente queda en silencio y él sólo escucha los mansos, discretos latidos de su corazón.
Fernando Solana Olivares
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