EL MAGO EN LAGOS
Cierta regla literaria advierte que todo escritor es elegido por su predecesor. Los scholars de la literatura, esos astrónomos que nunca han visto las estrellas, repiten aquel concepto acuñado por el crítico Harold Bloom (el sí, en cambio, un astrónomo hecho de polvo de estrellas), la angustia de las influencias, para perder de vista, pues su contacto con la escritura creativa es sólo una pose académica, lo más sustancial y verdadero que contiene: un encuentro inesperado, una resonancia inexplicable, una pertenencia ineludible, una elección venida de más allá del tiempo presente y aun del espacio dado. Un misterio, pues.
Los gremios se estructuran mediante conocimientos tácitos. Y a veces basta un pequeño consejo del maestro al aprendiz para que éste comprenda repentinamente los arcanos más complejos del oficio. En mi caso fue una frase de Sergio Pitol la que me instaló, si no en la realización literaria, tan elusiva siempre, cuando menos en su perseverancia. “Escribe dos horas diarias”, me dijo hace años, y eso tan escueto me fue suficiente para encarar el desperdigamiento de entonces con el cual posponía hasta un mañana que nunca llegaba la novela que debía comenzar en aquel preciso hoy.
Jamás le dije lo importante que había sido su consejo, ni siquiera cuando hace unos días vino a comer a mi casa, para colocarme según mis propios medios en aquella obligación primordial del escritor promulgada por Robert Graves y citada por él mismo en su luminoso libro El mago de Viena, que ahora, deslumbrado y absorto, he vuelto a leer: trabajar, sin concederse tregua, en, desde, con y sobre la palabra. Tampoco le conté que poco a poco me va pasando lo que a Italo Svevo, uno de sus autores más apreciados, quien se resignó “a juicio tan unánime (no existe unanimidad más perfecta que la del silencio” ante sus obras, y durante años dejó de escribir.
Hubiera sido de mal gusto, en medio del suculento y alegre banquete que mi mujer preparó para agasajar al querido amigo (sopa de almeja chocolata, salmón horneado a las finas hierbas con berenjena, pimiento y raíz de hinojo italiano, ensalada de arugula y lechuga cultivadas en el pequeño huerto familiar, postre de fresas con cardamomo, helado de piñón y pistache, más varios caldos etílicos que rociaron la ingesta), hablarle de mi creciente hartazgo ante editores y editoras de toda laya que no leen los libros que se les propone, tampoco contestan las cartas que se les envía y mucho menos responden a las llamadas telefónicas que se les hace, pues la burocracia prepotente y zafia reina ya en todas partes, privadas y públicas, da igual.
---Hace tiempo que superé el ego ---dijo Pitol con suavidad en algún momento de la cálida plática.
---Después de recibir el Cervantes, cualquiera puede ---repuse yo, irónico como suelo serlo.
---No, en verdad, me ocurrió antes ---insistió él, con su dulce y ecuménica sonrisa de dientes de conejo.
Y desde luego le creí, no sólo porque estaba hablando de su interés desde quince años atrás en el budismo, sino porque su etérea presencia, flotante y afectuosa, así lo dejaba ver. No había nada sentencioso en sus comentarios, ninguna reafirmación, ninguna primera persona avasallante, ningún gesto autocelebratorio, como si de algún modo hubiera descubierto aquel bisturí sagrado que felizmente extirpa la hipótesis inútil que llamamos yo. Hablamos después del texto que al día siguiente daría lectura para inaugurar la licenciatura en Humanidades del Centro Universitario de Los Lagos, motivo de su visita a estas tierras rulfianas, y de las preguntas que los alumnos le harían al concluir su intervención.
Las palabras, atributos propios de la magia literaria de Sergio Pitol, últimamente se le dificultan. Una dolencia pasajera ---todas lo son--- le impide formular el lenguaje con la refinada y veloz exactitud que le ha sido característica. “Tú respondes por mí”, me dijo ante el dilema. Me sentí profundamente honrado por su propuesta pero incapaz de cumplirla. Así convenimos que para contestar lo que le fuera preguntado yo leería un fragmento suyo, algunas páginas tan notables, por ejemplo, de El arte de la fuga, donde el memorable primer texto, “Todo está en todas las cosas”, comienza diciendo: “Sí, también yo he tenido mi visión...”.
Igual la tuvieron todos aquellos que al día siguiente a las doce del día atiborraron el aula magna del campus universitario para escuchar a Sergio Pitol leer, con algunos mínimos tropiezos dramáticamente entrañables, una hermosa defensa y una imaginativa exaltación del libro y de la lectura, de las humanidades en tiempos de penuria y de la palabra como único talismán del ser. La visión de un hombre tocado por la gracia, de un sabio de la tribu desprendido de sí y actuante, al cual podía creérsele todo lo que dijera porque el espíritu revoloteaba en él. La visión de un maestro cuyos encantamientos son mediante el lenguaje, la visión de una autoridad racional y estética, en estos días cuando quedan tan pocas.
El laureado escritor regresó después a su jardín de Xalapa. Yo me quedé aquí con su segunda e idéntica lección: escribir, así nunca se encuentre o se merezca una publicación. Egoísta que es uno, porque tengo para mí que a eso vino a visitarme este mago generoso: todo ejemplo superior de perseverancia es una orden silenciosa que se transforma en curación. Escribir dos horas, me dijo entonces. Escribir siempre, aun contra el lenguaje que se escapa o contra el editor que se esconde, como me enseña ahora Sergio Pitol.
Fernando Solana Olivares
Los gremios se estructuran mediante conocimientos tácitos. Y a veces basta un pequeño consejo del maestro al aprendiz para que éste comprenda repentinamente los arcanos más complejos del oficio. En mi caso fue una frase de Sergio Pitol la que me instaló, si no en la realización literaria, tan elusiva siempre, cuando menos en su perseverancia. “Escribe dos horas diarias”, me dijo hace años, y eso tan escueto me fue suficiente para encarar el desperdigamiento de entonces con el cual posponía hasta un mañana que nunca llegaba la novela que debía comenzar en aquel preciso hoy.
Jamás le dije lo importante que había sido su consejo, ni siquiera cuando hace unos días vino a comer a mi casa, para colocarme según mis propios medios en aquella obligación primordial del escritor promulgada por Robert Graves y citada por él mismo en su luminoso libro El mago de Viena, que ahora, deslumbrado y absorto, he vuelto a leer: trabajar, sin concederse tregua, en, desde, con y sobre la palabra. Tampoco le conté que poco a poco me va pasando lo que a Italo Svevo, uno de sus autores más apreciados, quien se resignó “a juicio tan unánime (no existe unanimidad más perfecta que la del silencio” ante sus obras, y durante años dejó de escribir.
Hubiera sido de mal gusto, en medio del suculento y alegre banquete que mi mujer preparó para agasajar al querido amigo (sopa de almeja chocolata, salmón horneado a las finas hierbas con berenjena, pimiento y raíz de hinojo italiano, ensalada de arugula y lechuga cultivadas en el pequeño huerto familiar, postre de fresas con cardamomo, helado de piñón y pistache, más varios caldos etílicos que rociaron la ingesta), hablarle de mi creciente hartazgo ante editores y editoras de toda laya que no leen los libros que se les propone, tampoco contestan las cartas que se les envía y mucho menos responden a las llamadas telefónicas que se les hace, pues la burocracia prepotente y zafia reina ya en todas partes, privadas y públicas, da igual.
---Hace tiempo que superé el ego ---dijo Pitol con suavidad en algún momento de la cálida plática.
---Después de recibir el Cervantes, cualquiera puede ---repuse yo, irónico como suelo serlo.
---No, en verdad, me ocurrió antes ---insistió él, con su dulce y ecuménica sonrisa de dientes de conejo.
Y desde luego le creí, no sólo porque estaba hablando de su interés desde quince años atrás en el budismo, sino porque su etérea presencia, flotante y afectuosa, así lo dejaba ver. No había nada sentencioso en sus comentarios, ninguna reafirmación, ninguna primera persona avasallante, ningún gesto autocelebratorio, como si de algún modo hubiera descubierto aquel bisturí sagrado que felizmente extirpa la hipótesis inútil que llamamos yo. Hablamos después del texto que al día siguiente daría lectura para inaugurar la licenciatura en Humanidades del Centro Universitario de Los Lagos, motivo de su visita a estas tierras rulfianas, y de las preguntas que los alumnos le harían al concluir su intervención.
Las palabras, atributos propios de la magia literaria de Sergio Pitol, últimamente se le dificultan. Una dolencia pasajera ---todas lo son--- le impide formular el lenguaje con la refinada y veloz exactitud que le ha sido característica. “Tú respondes por mí”, me dijo ante el dilema. Me sentí profundamente honrado por su propuesta pero incapaz de cumplirla. Así convenimos que para contestar lo que le fuera preguntado yo leería un fragmento suyo, algunas páginas tan notables, por ejemplo, de El arte de la fuga, donde el memorable primer texto, “Todo está en todas las cosas”, comienza diciendo: “Sí, también yo he tenido mi visión...”.
Igual la tuvieron todos aquellos que al día siguiente a las doce del día atiborraron el aula magna del campus universitario para escuchar a Sergio Pitol leer, con algunos mínimos tropiezos dramáticamente entrañables, una hermosa defensa y una imaginativa exaltación del libro y de la lectura, de las humanidades en tiempos de penuria y de la palabra como único talismán del ser. La visión de un hombre tocado por la gracia, de un sabio de la tribu desprendido de sí y actuante, al cual podía creérsele todo lo que dijera porque el espíritu revoloteaba en él. La visión de un maestro cuyos encantamientos son mediante el lenguaje, la visión de una autoridad racional y estética, en estos días cuando quedan tan pocas.
El laureado escritor regresó después a su jardín de Xalapa. Yo me quedé aquí con su segunda e idéntica lección: escribir, así nunca se encuentre o se merezca una publicación. Egoísta que es uno, porque tengo para mí que a eso vino a visitarme este mago generoso: todo ejemplo superior de perseverancia es una orden silenciosa que se transforma en curación. Escribir dos horas, me dijo entonces. Escribir siempre, aun contra el lenguaje que se escapa o contra el editor que se esconde, como me enseña ahora Sergio Pitol.
Fernando Solana Olivares
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