Friday, March 14, 2008

NOTACIÓN DEL ESPANTAPÁJAROS

Las cosas que son dadas. Este hombre se aburre. Sabe que esa bruma pegajosa es una consecuencia de su ser consciente, de su hallarse en el mundo, de su condición existencial. Ve la sombra de una hormiga que un rayo de luz magnifica, los objetos en desorden que están sobre su mesa, los pedazos de papel donde anota obligaciones, citas, frases que en su momento creyó esenciales y que pierden su brillo casi de inmediato cuando las vuelve a leer, como ésta, por ejemplo: “...Sólo he tenido una ambición: superar el lirismo, evolucionar hacia la prosa...”. Se pregunta si es gramaticalmente correcto —o lícito, pero la palabra le parece desmedida— transcribir ese fragmento de una frase de Cioran con puntos suspensivos al comienzo y al final. Abandona la inocua duda de inmediato. Otra anotación lo envuelve. Es del mismo autor, escrita en sus cuadernos póstumos, y la aprecia porque la cree también su amargo retrato: “No creo que se pueda llegar más lejos que yo en la falta de inspiración. Un soplo de esterilidad ha devastado mi mente y se lo ha llevado todo, dejándome solo, en compañía de un tropel de pesares”. La acidia medieval, culpa básica porque sabe que es pecado no querer profundamente, después llamada melancolía moderna y hoy aburrimiento posmoderno, lo conduce a la intertextualidad. Pero el hombre coloca debidamente las comillas en la línea, un gesto honorable ante la esterilidad propia: “I felt a funeral in my brain” (Emily Dickinson). Los paréntesis en el nombre de la poeta lucen tranquilizadores. El hombre se aburre, siente que se celebra un funeral en su cerebro.

Un primer triángulo. La curiosidad, el deseo y la envidia iniciaron la historia, y se conoce el nombre de los primeros actores: Adán, Eva, Caín. La beatitud aburre, la perfección y la mansedumbre también. El hombre piensa en las razones de Pascal: “Sin la diversión caeríamos en el aburrimiento y éste nos llevaría a buscar un medio más sólido para huir de él; pero la diversión nos deleita y así nos hace llegar inadvertidamente a la muerte”. ¿Qué puede hacerse cuando el aburrimiento acompaña la substancia mental de la conciencia al pensar que piensa y así existir porque sabe que está, cuando ninguna diversión deleita y todo entretener sólo conduce a la angustia de estar esperando el final de esa espera? Adán bosteza en el Paraíso e inventa una palabra, ataraxia, para definir la sistemática ausencia de curiosidad con que el Creador lo ha regalado: pronto la resolverá. Eva desea que algún acontecimiento turbe la inmóvil elevación del Edén: llegará la serpiente y la hará conocer, nombrar, pensar: luego seguirá el aburrimiento que sobreviene detrás de esa acción. Caín se aburre de envidiar la apacibilidad de Abel: estallará su ira y el tedio del remordimiento será la consecuencia de su filicidio. Este hombre que se aburre cogita que la única operación salvadora es la que enseña a observar esa sustancia en su origen, al mero aparecer. Contacto, sensación, reacción. De tal manera explica el budismo la tríada operacional del pensamiento, su surgir, su desarrollo y su encarnación consecuente: la conducta. Si quiere lograr su dominio, la mente debe verse a sí misma tantas veces como requiera para calcinar los pensamientos que conducen al aburrimiento de la conciencia, al hastío del dolor y la incomprensión, a la desdichada dualidad. Sobre las páginas de un grueso grimorio que descansa en la mesa, el hombre observa el rumbo errático de un pequeño insecto. Cree atisbar en él un signo danzante y prometedor: la promesa de ver sin aburrirse, sólo ver.

Ese inhóspito maullido. El espantapájaros no se quita el sombrero ante nadie, podría decirse que su mente es sin elección. Pero no la de este hombre, determinada por lo que el budismo llama los cinco agregados de la adherencia, aquellas cosas que se experimentan en todo instante, componentes del ser: la materia o forma, las sensaciones, la percepción, las formaciones mentales y la conciencia. No tiene que ir a ninguna parte para encontrarlos porque están en él. Cuando se aburre, los agregados están en su fastidio. Cuando ve, escucha, huele, prueba, toca, piensa, se mueve, los agregados están en todo ello. Él no sabe, quizá el espantapájaros sí y de ahí su inmóvil dignidad. La conciencia del hombre se adhiere a los agregados con falsas concepciones que le ocultan las verdaderas causas de todos los fenómenos, él entre ellos: la impermanencia, el sufrimiento, la no identidad. Si detrás del pensamiento no hay ningún pensador, este hombre acepta otra vez lo que hasta ahora sólo ha sido un acuerdo intelectual: a) que aquello que llama su yo es solamente una combinación de fuerzas o energías psico-físicas en perpetuo cambio y sin ninguna identidad sustancial; b) que en él no hay tal cosa como un espíritu permanente e inmutable, y que su conciencia depende, para existir, de la materia, la sensación, la percepción y las formaciones mentales; c) que su yo, designado como su “ser”, es el rótulo para la combinación de estos agregados, detrás de los que no existe ninguna otra entidad. Ni siquiera un espantapájaros que no se quita el sombrero ante los cuervos, sus enemigos, o ante su dueño, el labrador. Un inhóspito maullido estremece la aceptación que el hombre está elaborando. Es el viejo gato de la casa, un demandante y destemplado animal que vive a su lado. Entonces murmura una plegaria: “Miro todo a mi alrededor como Nirvana, percibo a todos los seres como Budhas, escucho todos los sonidos como mantras”. Es un primer paso: este hombre que se aburre ya sabe que quien busca debe actuar como sí.

Fernando Solana Olivares

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