EL GENOCIDIO TIBETANO
El inmenso daño ocasionado por los invasores chinos desde 1949 cuando ocuparon por la fuerza el Tíbet es comparable al entierro de un hombre que está vivo. Según el periodista belga Gilles van Grasdorff, estudioso del tema, la conquista militar china se ha tratado, en el conjunto del planeta y su abundante historia de infamias, del más amplio programa de destrucción de un pueblo que jamás haya puesto en marcha un gobierno. Ni siquiera el genocidio nazi contra el pueblo judío resulta comparable, pues el genocidio chino contra los tibetanos lleva casi seis décadas de estarse perpetrando con total impunidad.
Ya el decimotercer Dalai Lama, antecesor del actual, Tensin Gyatso, había profetizado antes de su muerte en 1933 que su país entraba a “una época de opresión y terror donde los días y las noches se eternizarán entre el sufrimiento”. Pero los saldos concretos de estas prevenciones han superado con creces cualquier política del espanto imaginada. Durante una entrevista hecha hace trece años al Dalai Lama en su refugio hindú de Dharamsala, éste condensaba así las consecuencias sufridas hasta entonces por la ocupación china: “En efecto, la cifra de un millón doscientas mil víctimas es espantosa. Por desgracia sólo es provisional; no pueden contarse todas las atrocidades que cometieron contra mi pueblo. Además, y esto no hay que olvidarlo nunca, estos tibetanos fueron asesinados. Fusilados, ahorcados, estrangulados, ahogados, escaldados, enterrados vivos, degollados, eso cuando no murieron de hambre, mutilados, quemados vivos. Los habitantes de sus pueblos tuvieron que asistir a estas muertes. Familias enteras fueron desgarradas para siempre. Obligaron a niños a matar a sus padres. Muchos monjes, lamas, fueron humillados por los chinos sólo porque a sus ojos aparecían como seres improductivos. Después de uncirlos a carretas, los chinos los montaban como a animales, les pegaban y los mataban. ¿Hay razones para estos crímenes? Yo sólo veo los efectos de la política expansionista de China; la voluntad programada de destruir el Tíbet, de eliminar un pueblo, de apropiarse un suelo rico; y el odio, finalmente, que engendra todos los crímenes...”.
El holocausto tibetano, el exterminio sistemático y planificado de su población y su cultura, la destrucción obsesiva del patrimonio espiritual budista, todo ello integra una política china de solución final que pretende desaparecer a la gente tibetana a través de la transferencia constante de población china a su territorio, una práctica de colonización ocurrida en Manchuria, donde hoy sólo quedan tres millones de manchús rodeados por setenta y cinco millones de chinos; o en Mongolia, donde viven ocho millones y medio de chinos y solamente dos millones y medio de mongoles; o en el este del Turkestán, donde los chinos son más de siete millones de habitantes entre una población total de trece millones.
A pesar de esta criminal política china de expansión genocida, cuyo puño ha sido de hierro sin que la comunidad internacional quiera o pueda hacer nada al respecto, el gobierno tibetano en el exilio que encabeza el Dalai Lama ha propuesto un plan de solución con cinco puntos, ignorado hasta hoy por el gobierno chino, el cual exige una rendición sin condiciones o bien dilata las pláticas entre las partes esperando acaso la muerte del dirigente tibetano, un poderoso símbolo para su pueblo de compasión y sabiduría, que a la fecha cuenta con 72 años: “1. La transformación del conjunto del Tíbet en una zona de paz. 2. El abandono por parte de China de la política de transferencia de población que amenaza la existencia de los tibetanos como sociedad. 3. El respeto de los derechos humanos fundamentales para los tibetanos y de sus libertades democráticas. 4. La restauración y protección del medio ambiente natural del Tíbet y el abandono por parte de China del uso de este territorio como base de producción nuclear y depósito de residuos tóxicos. 5. La apertura de negociaciones serias acerca de la posición del futuro Tíbet y las relaciones entre los pueblos chino y tibetano”.
Es perversamente cínico entonces que el gobierno de Beijing acuse ahora al Dalai Lama de impulsar un movimiento “separatista” para explicar las últimas manifestaciones de repudio a la ocupación en Lhasa y otras provincias tibetanas. Años de resentimiento hirviendo a fuego lento son, según The New York Times, las causas profundas de estas recientes protestas encabezadas por las nuevas generaciones de tibetanos a pesar de tantas décadas insoportables de “reeducación” maoísta, un estúpido e inútil intento para borrar de la memoria colectiva de ese pueblo martirizado la justa exigencia por recuperar su territorio invadido y hacerse cargo de su propio destino.
“Horrores, sólo horrores”. Tal es el escueto balance y el oscuro resumen de la despiadada brutalidad china en el Tíbet. ¿Qué contestar ---se preguntaba en 1995 el periodista belga citado--- cuando el gobierno chino planea enviar hasta doscientos millones de chinos a los territorios ocupados del oeste tibetano? Que la geopolítica china, encaminada a conquistar el mundo, entraña una de las más delirantes pesadillas colectivas tardomodernas, y que hoy son el Dalai Lama y la gallarda lucha de su pueblo quienes representan la esperanza de un futuro tolerable para el planeta. Su libertad y su emancipación de muchos modos también son las nuestras. Si sus opresores al fin triunfan, de muchos modos también a nosotros nos oprimirán. Interdependencia se llama esta realidad.
Fernando Solana Olivares
Ya el decimotercer Dalai Lama, antecesor del actual, Tensin Gyatso, había profetizado antes de su muerte en 1933 que su país entraba a “una época de opresión y terror donde los días y las noches se eternizarán entre el sufrimiento”. Pero los saldos concretos de estas prevenciones han superado con creces cualquier política del espanto imaginada. Durante una entrevista hecha hace trece años al Dalai Lama en su refugio hindú de Dharamsala, éste condensaba así las consecuencias sufridas hasta entonces por la ocupación china: “En efecto, la cifra de un millón doscientas mil víctimas es espantosa. Por desgracia sólo es provisional; no pueden contarse todas las atrocidades que cometieron contra mi pueblo. Además, y esto no hay que olvidarlo nunca, estos tibetanos fueron asesinados. Fusilados, ahorcados, estrangulados, ahogados, escaldados, enterrados vivos, degollados, eso cuando no murieron de hambre, mutilados, quemados vivos. Los habitantes de sus pueblos tuvieron que asistir a estas muertes. Familias enteras fueron desgarradas para siempre. Obligaron a niños a matar a sus padres. Muchos monjes, lamas, fueron humillados por los chinos sólo porque a sus ojos aparecían como seres improductivos. Después de uncirlos a carretas, los chinos los montaban como a animales, les pegaban y los mataban. ¿Hay razones para estos crímenes? Yo sólo veo los efectos de la política expansionista de China; la voluntad programada de destruir el Tíbet, de eliminar un pueblo, de apropiarse un suelo rico; y el odio, finalmente, que engendra todos los crímenes...”.
El holocausto tibetano, el exterminio sistemático y planificado de su población y su cultura, la destrucción obsesiva del patrimonio espiritual budista, todo ello integra una política china de solución final que pretende desaparecer a la gente tibetana a través de la transferencia constante de población china a su territorio, una práctica de colonización ocurrida en Manchuria, donde hoy sólo quedan tres millones de manchús rodeados por setenta y cinco millones de chinos; o en Mongolia, donde viven ocho millones y medio de chinos y solamente dos millones y medio de mongoles; o en el este del Turkestán, donde los chinos son más de siete millones de habitantes entre una población total de trece millones.
A pesar de esta criminal política china de expansión genocida, cuyo puño ha sido de hierro sin que la comunidad internacional quiera o pueda hacer nada al respecto, el gobierno tibetano en el exilio que encabeza el Dalai Lama ha propuesto un plan de solución con cinco puntos, ignorado hasta hoy por el gobierno chino, el cual exige una rendición sin condiciones o bien dilata las pláticas entre las partes esperando acaso la muerte del dirigente tibetano, un poderoso símbolo para su pueblo de compasión y sabiduría, que a la fecha cuenta con 72 años: “1. La transformación del conjunto del Tíbet en una zona de paz. 2. El abandono por parte de China de la política de transferencia de población que amenaza la existencia de los tibetanos como sociedad. 3. El respeto de los derechos humanos fundamentales para los tibetanos y de sus libertades democráticas. 4. La restauración y protección del medio ambiente natural del Tíbet y el abandono por parte de China del uso de este territorio como base de producción nuclear y depósito de residuos tóxicos. 5. La apertura de negociaciones serias acerca de la posición del futuro Tíbet y las relaciones entre los pueblos chino y tibetano”.
Es perversamente cínico entonces que el gobierno de Beijing acuse ahora al Dalai Lama de impulsar un movimiento “separatista” para explicar las últimas manifestaciones de repudio a la ocupación en Lhasa y otras provincias tibetanas. Años de resentimiento hirviendo a fuego lento son, según The New York Times, las causas profundas de estas recientes protestas encabezadas por las nuevas generaciones de tibetanos a pesar de tantas décadas insoportables de “reeducación” maoísta, un estúpido e inútil intento para borrar de la memoria colectiva de ese pueblo martirizado la justa exigencia por recuperar su territorio invadido y hacerse cargo de su propio destino.
“Horrores, sólo horrores”. Tal es el escueto balance y el oscuro resumen de la despiadada brutalidad china en el Tíbet. ¿Qué contestar ---se preguntaba en 1995 el periodista belga citado--- cuando el gobierno chino planea enviar hasta doscientos millones de chinos a los territorios ocupados del oeste tibetano? Que la geopolítica china, encaminada a conquistar el mundo, entraña una de las más delirantes pesadillas colectivas tardomodernas, y que hoy son el Dalai Lama y la gallarda lucha de su pueblo quienes representan la esperanza de un futuro tolerable para el planeta. Su libertad y su emancipación de muchos modos también son las nuestras. Si sus opresores al fin triunfan, de muchos modos también a nosotros nos oprimirán. Interdependencia se llama esta realidad.
Fernando Solana Olivares
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