LA GUERRA PERDIDA
Hasta hace apenas unos cuantos años, algún autor especializado en el tema podía señalar, como lo hace Terence McKenna en su imprescindible libro El manjar de los dioses (Paidós Ibérica, 1993), que el mundo se veía rodeado por “el triste espectáculo de la guerra de las drogas”, una contienda librada por instituciones gubernamentales que o bien resultaban inoperantes o bien parecían estar francamente coludidas con aquellos cárteles del narcotráfico a los que deberían destruir. Hoy ese espectáculo en el país es mucho más que meramente triste, pues resultan ominosos y alarmantes tanto los resultados de la batalla misma, cuyos mensajes implícitos y explícitos hacen evidente la incompetencia del Estado mexicano al respecto, así como la creciente certidumbre de que con las estrategias empleadas hasta ahora dicha lucha se está perdiendo. O incluso, como lo afirma el especialista Jean-Francois Boyer en un documentado volumen (La guerra perdida contra las drogas, Grijalbo, 2001), que tal combate, en los términos en que ha sido planteado, nunca se podrá ganar.
Tales términos sólo pueden conducir al establecimiento de un orden policiaco-militar autoritario, de suyo ineficaz para el asunto pues solamente será punitivo y temporal ahí donde actúe, o a una degradación generalizada cuyos corruptos efectos conduzcan a la inestabilidad política y social. La violencia del narcotráfico en México ha llegado a niveles de una brutal crudeza nunca antes vista ---ejecuciones constantes, balaceras urbanas, cabezas cercenadas, cuerpos torturados, mantas públicas que anuncian los próximos asesinatos, etcétera---, pero los efectos de su impacto simbólico en el imaginario colectivo, en aquella narración tácita común a todos que llamamos cultura, todavía están por conocerse: si la violencia es el monopolio que históricamente le otorga razón de ser al Estado, ¿qué significa el surgimiento de poderosas bandas criminales capaces de usurpar ese monopolio y ejercerlo por su cuenta impunemente?
La única solución integral a la vista, aparentemente tan obvia que ni siquiera debiera discutirse, salvo en las modalidades específicas para llevarla a cabo, es una legalización de las drogas que erradique la criminalización a la que se han visto sujetas y establezca una política sensata sobre su uso. De las drogas que faltan por legalizarse, pues el mundo está lleno de las mismas y no existe sociedad humana conocida que no las haya empleado, antes para fines sagrados y ahora simplemente para tolerar la realidad. Aunque el tema no será materia de ningún foro mundial, y mucho menos doméstico, porque la guerra de las drogas no se diseñó para ser ganada, al contrario: debe prolongarse indefinidamente pues en ella están los intereses ocultos de las democracias y de sus instituciones políticas, médicas, financieras y policiacas. Como diría McKenna, “la guerra de las drogas es mantenida de un modo esquizofrénico por gobiernos que deploran el tráfico de drogas y a su vez son los principales garantes y patrones de los cárteles internacionales de la droga”.
Autores como Arnold Trebach ---comentaristas objetivamente desinteresados, los llama McKenna---, han planteado que el problema de las drogas debe colocarse en una perspectiva del todo distinta a la ahora predominante, y similar al modo en que la tradición liberal estadounidense ha afrontado el tema de los credos religiosos conflictivos: todos se aceptan como opciones morales que pueden ser adecuadas para quien cree en ellos. Es el derecho individual a autoadministrar las adicciones. “El tema de las drogas debe enfocarse con un espíritu semejante: más como una religión que como una ciencia. Mi esperanza es que la ley y la medicina reconozcan la personal y acientífica naturaleza del ámbito del uso de drogas ampliando la Primera Enmienda que garantiza la libertad para seleccionar una doctrina sobre el abuso personal de las drogas, pero limitada de algún modo por los principios esclarecedores de la medicina”.
De ahí que una política de la droga consecuente con los valores democráticos debiera tener como objetivo principal educar a la gente para permitirle hacer, informada y concientemente, sus propias elecciones del consumo de sustancias. Diversas propuestas se han hecho para elaborar un “plan maestro” que afronte seriamente la cuestión, pero todas coinciden en la legalización de las drogas y su control racional y público, a través de impuestos y medidas preventivas, por parte de los Estados nacionales. Pues como diría el especialista Larry Dossey, todos somos adictos y estamos enganchados a algo, desde la nicotina, el azúcar, la cafeína y el alcohol, hasta la televisión, los barbitúricos, la comida, el ruido, la autoimagen, la tecnología o el consumo.
Mientras la sociedad humana posmoderna languidezca bajo el peso de la anestesia moral que la domina, mientras el doble discurso de las democracias occidentales continúe, mientras nuestro país, sus ciudadanos y sus gobernantes no se atrevan a encarar la verdadera dimensión y el verdadero origen de los problemas que lo aquejan, es muy poco lo que puede hacerse, excepto, quizá, rogarle a la fortuna que ningún zeta sanguinario, afi mal preparado, militar en retén, procurador buscando acción, capo en día de asueto o adicto desesperado por la siguiente dosis, que ningún ajusticiamiento sistémico, ninguna cabeza decapitada o balacera aleatoria se topen con nosotros aquí a la vuelta de cualquiera apenas ayer tan apacible narcoesquina mexicana.
Fernando Solana Olivares
Tales términos sólo pueden conducir al establecimiento de un orden policiaco-militar autoritario, de suyo ineficaz para el asunto pues solamente será punitivo y temporal ahí donde actúe, o a una degradación generalizada cuyos corruptos efectos conduzcan a la inestabilidad política y social. La violencia del narcotráfico en México ha llegado a niveles de una brutal crudeza nunca antes vista ---ejecuciones constantes, balaceras urbanas, cabezas cercenadas, cuerpos torturados, mantas públicas que anuncian los próximos asesinatos, etcétera---, pero los efectos de su impacto simbólico en el imaginario colectivo, en aquella narración tácita común a todos que llamamos cultura, todavía están por conocerse: si la violencia es el monopolio que históricamente le otorga razón de ser al Estado, ¿qué significa el surgimiento de poderosas bandas criminales capaces de usurpar ese monopolio y ejercerlo por su cuenta impunemente?
La única solución integral a la vista, aparentemente tan obvia que ni siquiera debiera discutirse, salvo en las modalidades específicas para llevarla a cabo, es una legalización de las drogas que erradique la criminalización a la que se han visto sujetas y establezca una política sensata sobre su uso. De las drogas que faltan por legalizarse, pues el mundo está lleno de las mismas y no existe sociedad humana conocida que no las haya empleado, antes para fines sagrados y ahora simplemente para tolerar la realidad. Aunque el tema no será materia de ningún foro mundial, y mucho menos doméstico, porque la guerra de las drogas no se diseñó para ser ganada, al contrario: debe prolongarse indefinidamente pues en ella están los intereses ocultos de las democracias y de sus instituciones políticas, médicas, financieras y policiacas. Como diría McKenna, “la guerra de las drogas es mantenida de un modo esquizofrénico por gobiernos que deploran el tráfico de drogas y a su vez son los principales garantes y patrones de los cárteles internacionales de la droga”.
Autores como Arnold Trebach ---comentaristas objetivamente desinteresados, los llama McKenna---, han planteado que el problema de las drogas debe colocarse en una perspectiva del todo distinta a la ahora predominante, y similar al modo en que la tradición liberal estadounidense ha afrontado el tema de los credos religiosos conflictivos: todos se aceptan como opciones morales que pueden ser adecuadas para quien cree en ellos. Es el derecho individual a autoadministrar las adicciones. “El tema de las drogas debe enfocarse con un espíritu semejante: más como una religión que como una ciencia. Mi esperanza es que la ley y la medicina reconozcan la personal y acientífica naturaleza del ámbito del uso de drogas ampliando la Primera Enmienda que garantiza la libertad para seleccionar una doctrina sobre el abuso personal de las drogas, pero limitada de algún modo por los principios esclarecedores de la medicina”.
De ahí que una política de la droga consecuente con los valores democráticos debiera tener como objetivo principal educar a la gente para permitirle hacer, informada y concientemente, sus propias elecciones del consumo de sustancias. Diversas propuestas se han hecho para elaborar un “plan maestro” que afronte seriamente la cuestión, pero todas coinciden en la legalización de las drogas y su control racional y público, a través de impuestos y medidas preventivas, por parte de los Estados nacionales. Pues como diría el especialista Larry Dossey, todos somos adictos y estamos enganchados a algo, desde la nicotina, el azúcar, la cafeína y el alcohol, hasta la televisión, los barbitúricos, la comida, el ruido, la autoimagen, la tecnología o el consumo.
Mientras la sociedad humana posmoderna languidezca bajo el peso de la anestesia moral que la domina, mientras el doble discurso de las democracias occidentales continúe, mientras nuestro país, sus ciudadanos y sus gobernantes no se atrevan a encarar la verdadera dimensión y el verdadero origen de los problemas que lo aquejan, es muy poco lo que puede hacerse, excepto, quizá, rogarle a la fortuna que ningún zeta sanguinario, afi mal preparado, militar en retén, procurador buscando acción, capo en día de asueto o adicto desesperado por la siguiente dosis, que ningún ajusticiamiento sistémico, ninguna cabeza decapitada o balacera aleatoria se topen con nosotros aquí a la vuelta de cualquiera apenas ayer tan apacible narcoesquina mexicana.
Fernando Solana Olivares
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