LOS ALCANCES DEL FUTURO
“El futuro es lo peor que hay en el presente”, escribió alguna vez Gustave Flaubert. Casi lo mismo me comentó un hombre muy humilde con quien hablé ayer. Describirlo como muy humilde significa que tal sujeto no estaba vestido ni siquiera de un poquito de autoridad. Llevaba un sombrero de paja roto por todas partes, una camisa sucia y vieja, un pantalón multiparchado y unas botas terrosas de color indescifrable. Que no quiere llover y que al rato no vamos a comer, me dijo, repitiendo el tópico ancestral de estas tierras sedientas y áridas que malviven en el centro mismo de la geografía nacional.
Que si sabía por qué, me preguntó. Repuse que no, pues además de mi ignorancia al respecto quería escuchar sus razones. Porque antes se sembraba para la gente y ahora se siembra para los animales, me explicó. Habló del antiguo diezmo agrícola para los pobres, un atemperante económico hoy desaparecido, recibió la moneda que le extendía, me dio las gracias, tomó el carrito del supermercado que ya estaba vacío y se marchó empujándolo. Dios dirá, exclamó al irse. Y yo noté que no había dicho: Dios dará.
Más de tres décadas después de la aplicación global de políticas agrícolas neoliberales dedicadas a destruir la soberanía alimentaria de las economías nacionales y de los países pobres, sobre todo, los precios de los granos básicos se escalan hasta niveles nunca antes vistos, y el hambre en muchos lugares junto con la escasez y la carestía de los alimentos en todas partes se convierten en circunstancias atrozmente súbitas de la vida cotidiana, al modo de un ominoso presente del futuro que determina el horror actual. La extraña dictadura económica del capitalismo terminal nihilista parece haber logrado sus fines apocalípticos ---conscientes o no, es lo mismo--- para encaminarnos a todos los habitantes de estas épocas amargas hacia una gran tribulación.
Las causas de ello están a la vista, así los agentes y partidarios de la globalización neoliberal, estos teólogos del libre mercado, estos sacerdotes de la religión del dinero, estos acólitos del pensamiento único, afirmen que la crisis alimentaria sólo será resuelta mediante la misma receta que la provocó: la liberación, la privatización y la desregulación de las agriculturas nacionales, con tal de seguir sirviendo a los insaciables y depredadores intereses del gran capital. Según tales agentes y partidarios del horror económico, la agricultura no tiene nada que ver ya con la producción de alimentos para los seres humanos, pues menos de la mitad de los granos mundiales son consumidos por ellos, sino con los agrocombustibles, con la especulación financiera de los mercados de futuros o con la crianza de ganado para abastecer la ahíta demanda del primer mundo. La agricultura es una mercancía más sujeta al mejor postor, como lo son el planeta y la gente que lo habita, como resulta serlo la misma realidad. Las aguas heladas del egoísmo capitalista hoy se congelan: vivimos en el reino pleno de la cantidad.
La Vía Campesina ---un movimiento internacional de agricultores, granjeros y comunidades indígenas presente en 56 países--- ha demostrado (Annette Aurélie y Jim Handy, La Jornada, 8/V/08; y el libro La Vía Campesina de Annette Aurélie) que las instituciones de la globalización forzaron “un dramático desplazamiento” planetario en la agricultura que llevó a economías nacionales como la mexicana a dejar de producir alimentos para su propia población, sustituyéndolos con productos “rentables” (brócoli, chícharos, camarones, flores, etc.) destinados a los mercados del norte. Así, muchos países en desarrollo que eran autosuficientes en granos básicos pasaron a ser importadores de alimentos. Los pequeños agricultores locales fueron sistemáticamente expulsados de sus tierras y los consorcios trasnacionales tomaron el control de las cadenas alimentarias.
De la misma manera en que el precio del barril de petróleo ha alcanzado niveles destructivamente demenciales, cuya causa básica proviene de la economía capitalista de casino, esa derivación final del sacrosanto “libre mercado”, la deidad omnipotente a la cual sirven los teólogos laicos de nuestros días, el alza brutal en el costo de los alimentos obedece, según La Vía Campesina, tanto a la concentración de los recursos productivos en manos de las agroindustrias, como a la colocación de los alimentos en mercados de futuros (sic), donde “especuladores hambrientos de ganancias, inversionistas y fondos de riesgos se embolsan millones de dólares mediante frenéticas ofertas y apuestas sobre cambios de precios y predicciones de escasez”.
Ayer platiqué con un hombre humilde. Pero hace años, una de las entonces mejores mentes de mi generación ---que ya no lo es porque el poder, el éxito y el dinero la han intoxicado sin remedio--- me explicó que la función de una economía nacional era evitar que la gente se echara a las calles desesperada por su miseria. Hoy, debido a la profecía autocumplida de los intereses especulativos y al nihilismo neoliberal globalizado, parece que estamos en las vísperas de algo similar. Dios dirá entonces, pues por ahora, y quién sabe por cuánto tiempo más, nada nos garantiza que Dios dará.
Al fin todo vuelve a lo básico: se trata del derecho humano a comer. Y acaso, de corregir las denominaciones sicóticas de nuestra cultura: no puede seguir llamándose mercado de futuros aquello que estrangula este presente común y colectivo, donde ahora ya sucede lo que mañana vendrá.
Fernando Solana Olivares
Que si sabía por qué, me preguntó. Repuse que no, pues además de mi ignorancia al respecto quería escuchar sus razones. Porque antes se sembraba para la gente y ahora se siembra para los animales, me explicó. Habló del antiguo diezmo agrícola para los pobres, un atemperante económico hoy desaparecido, recibió la moneda que le extendía, me dio las gracias, tomó el carrito del supermercado que ya estaba vacío y se marchó empujándolo. Dios dirá, exclamó al irse. Y yo noté que no había dicho: Dios dará.
Más de tres décadas después de la aplicación global de políticas agrícolas neoliberales dedicadas a destruir la soberanía alimentaria de las economías nacionales y de los países pobres, sobre todo, los precios de los granos básicos se escalan hasta niveles nunca antes vistos, y el hambre en muchos lugares junto con la escasez y la carestía de los alimentos en todas partes se convierten en circunstancias atrozmente súbitas de la vida cotidiana, al modo de un ominoso presente del futuro que determina el horror actual. La extraña dictadura económica del capitalismo terminal nihilista parece haber logrado sus fines apocalípticos ---conscientes o no, es lo mismo--- para encaminarnos a todos los habitantes de estas épocas amargas hacia una gran tribulación.
Las causas de ello están a la vista, así los agentes y partidarios de la globalización neoliberal, estos teólogos del libre mercado, estos sacerdotes de la religión del dinero, estos acólitos del pensamiento único, afirmen que la crisis alimentaria sólo será resuelta mediante la misma receta que la provocó: la liberación, la privatización y la desregulación de las agriculturas nacionales, con tal de seguir sirviendo a los insaciables y depredadores intereses del gran capital. Según tales agentes y partidarios del horror económico, la agricultura no tiene nada que ver ya con la producción de alimentos para los seres humanos, pues menos de la mitad de los granos mundiales son consumidos por ellos, sino con los agrocombustibles, con la especulación financiera de los mercados de futuros o con la crianza de ganado para abastecer la ahíta demanda del primer mundo. La agricultura es una mercancía más sujeta al mejor postor, como lo son el planeta y la gente que lo habita, como resulta serlo la misma realidad. Las aguas heladas del egoísmo capitalista hoy se congelan: vivimos en el reino pleno de la cantidad.
La Vía Campesina ---un movimiento internacional de agricultores, granjeros y comunidades indígenas presente en 56 países--- ha demostrado (Annette Aurélie y Jim Handy, La Jornada, 8/V/08; y el libro La Vía Campesina de Annette Aurélie) que las instituciones de la globalización forzaron “un dramático desplazamiento” planetario en la agricultura que llevó a economías nacionales como la mexicana a dejar de producir alimentos para su propia población, sustituyéndolos con productos “rentables” (brócoli, chícharos, camarones, flores, etc.) destinados a los mercados del norte. Así, muchos países en desarrollo que eran autosuficientes en granos básicos pasaron a ser importadores de alimentos. Los pequeños agricultores locales fueron sistemáticamente expulsados de sus tierras y los consorcios trasnacionales tomaron el control de las cadenas alimentarias.
De la misma manera en que el precio del barril de petróleo ha alcanzado niveles destructivamente demenciales, cuya causa básica proviene de la economía capitalista de casino, esa derivación final del sacrosanto “libre mercado”, la deidad omnipotente a la cual sirven los teólogos laicos de nuestros días, el alza brutal en el costo de los alimentos obedece, según La Vía Campesina, tanto a la concentración de los recursos productivos en manos de las agroindustrias, como a la colocación de los alimentos en mercados de futuros (sic), donde “especuladores hambrientos de ganancias, inversionistas y fondos de riesgos se embolsan millones de dólares mediante frenéticas ofertas y apuestas sobre cambios de precios y predicciones de escasez”.
Ayer platiqué con un hombre humilde. Pero hace años, una de las entonces mejores mentes de mi generación ---que ya no lo es porque el poder, el éxito y el dinero la han intoxicado sin remedio--- me explicó que la función de una economía nacional era evitar que la gente se echara a las calles desesperada por su miseria. Hoy, debido a la profecía autocumplida de los intereses especulativos y al nihilismo neoliberal globalizado, parece que estamos en las vísperas de algo similar. Dios dirá entonces, pues por ahora, y quién sabe por cuánto tiempo más, nada nos garantiza que Dios dará.
Al fin todo vuelve a lo básico: se trata del derecho humano a comer. Y acaso, de corregir las denominaciones sicóticas de nuestra cultura: no puede seguir llamándose mercado de futuros aquello que estrangula este presente común y colectivo, donde ahora ya sucede lo que mañana vendrá.
Fernando Solana Olivares
1 Comments:
¡Bravísimo!
Una horticultora amiga suya le aplaude desde acá.
Aunque "sólo sean palabras", las palabras son bálsamo, son fiebre, son tocafibras, aprietan botones y hacen saltar.
Gracias por la sacudida.
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