PLEGARIAS ENTENDIDAS
Plegaria viene de la misma raíz que precaria. La vida es precaria, luego entonces uno suele murmurar plegarias para salvar dicha fragilidad. Desde hace años yo practico una oración laica que me enseñó el poeta Francisco Cervantes cuando maravillosamente la escribió: “Dame, Señor, piedad para mí mismo, y que mi obra te responda”. No sé dónde está el tal Señor al cual apelo, no sé ni siquiera si existe y actúa, si me ve y me procura, si repara en mí. Tampoco tengo muy clara la dimensión de esa obra respondiente, si acaso está a la altura de la piadosa petición. Pero entono la frase con insistencia, casi a diario, y así funciona por mero aferramiento. O eso mismo creo, cuestión suficiente para que me resulte igual.
Acostumbro escudriñar textos inútiles, imprácticos, contrarios hacia donde la hipnosis de masas mueve al mundo, fuera de época, démodé. Textos esotéricos, dicen mis amigos. Textos new age, afirman mis enemigos. Textos ociosos, como alguna vez me advirtió mi mamá. Uno, por ejemplo, que hoy me ocupa, escrito por un sufí de Bujara alrededor del siglo XII: “Soledad en la muchedumbre. Permanece libre interiormente en todas tus actividades exteriores. Aprende a no identificarte con nada”.
Qué barbaridad. Parece un elogio del valemadrismo o una reiteración de aquella endecha castellana prohibida por los clérigos: ¡despéñate, torrente de la inutilidad! Pero no habla más que de una elemental distancia de la conciencia personal ante el juego de simulaciones que acostumbramos tomar por la realidad. Por eso de pronto, en tardes que parecen moderadamente alucinantes, recupero un juego de mi infancia practicado también por ciertos poetas, videntes de la alteridad: yo soy otro, digo para mis adentros; yo es otro, digo cuando estoy aún más radical. Nada me importa como me importaba antes, excepto tal vez lo que es corriente y común.
Estoy hablando de las epifanías: pequeños acordes cotidianos que se revelan en el orden de lo existente. Sutiles milagros que surgen en cualquier parte si se les quiere, y puede, mirar. Por enésima vez, terco y porfiado, hace unas semanas participé en un cierto premio literario. Con toda la santa indiferencia que vengo predicando, todavía soy presa de la necesidad. Y como cualquier escritor que vive a contracorriente en estos tiempos ingratos donde ya no hay editoriales que publiquen literatura compleja, entendida por dichas empresas comerciales como complicada, donde las librerías regresan los libros que tardan en venderse más de un mes (me cuentan, y si no es cierto lo será, que el plutócrata Slim recientemente compró Gandhi), acaso ya no busco el reconocimiento sino simplemente la retribución.
El caso es que aquella mañana donde se fallaría el premio mencionado vi claramente en el cielo una X hecha de delgadas nubes, un tachón aéreo e inequívoco delante de mí. Comprendí de inmediato el mensaje que había sido enviado por no importaba qué o quién. Y me llenó de júbilo, pues me pareció un signo mucho más ejemplar y milagroso que el logro del elusivo galardón. El cínico que hay en mi fuero interno no dejó de reírse por varios días: celebremos la pureza y la belleza del fracaso, me dijo una y otra vez. El escéptico que me habita igual lo festinó: mientra más viejo, más pendejo, dijo, echando mano de su sardónica filosofía particular.
Al fin acallé a esas voces subjetivas que poco a poco van escaseando en mi diálogo interior. Pasará el tiempo y olvidaré sin duda el premio no conseguido, pero nunca se borrará de mi recuerdo la espléndida señal celeste que me fue mostrada ni tampoco la poderosa sensación de alegría que me significó. Si envejecer significa ir haciendo limpieza, prefiero limpiar aquellas ilusiones y deseos que durante años hipotecaron mi circunstancias y empeñaron mi voluntad. Sigo hablando de las epifanías, y no esperar nada es una de ellas. Nada, excepto lo que de verdad suceda a mi alrededor.
Pero me contradigo, pues al fin contengo multitudes, y ninguna cosa de lo antes dicho supone que haya renunciado al cultivo de mi intención. Corregí las denominaciones, reemplacé el término deseo porque entendí que provenía del pensamiento que me piensa, es decir, de los lugares comunes de esta época capitalista terminal donde el ser se trasladó al tener y ahora está instalado en el parecer. Si uno siempre es otro para los otros, ¿cuál es la importancia de parecer qué? Entonces trato de distinguir precisamente entre mi deseo y mi intención, la cual supone un movimiento sostenido y persistente para aquello que antes se propuso: la no identificación.
De tal manera provine de una familia, de una casa, de un barrio, de una colonia, de una ciudad y de un país. Por ahora, cuando me preguntan de dónde soy ---existe una bendición que no he mencionado: resultar extraño en todas partes, lo que permite dedicarse meramente a la observación---, respondo que del planeta Tierra. Pero miento a sabiendas, tal vez para evitar indiscreciones, pues más bien debí haber afirmado: soy del universo, ahí nací.
Si esto se escucha abstracto y se mira relativo es porque tiene que ver con el arte personal de la intención. Plegarias precarias, plegarias entendidas. Todo es tan evidente como aquel consuelo pedagógico de Michel de Crayencour para con su pequeña hija: no pasa nada, no somos de aquí, nos vamos mañana. Por eso soy un cazador de signos epifánicos, pues ellos reiteran a menudo que el mundo es tan tenue como una burbuja de jabón.
Fernando Solana Olivares
Acostumbro escudriñar textos inútiles, imprácticos, contrarios hacia donde la hipnosis de masas mueve al mundo, fuera de época, démodé. Textos esotéricos, dicen mis amigos. Textos new age, afirman mis enemigos. Textos ociosos, como alguna vez me advirtió mi mamá. Uno, por ejemplo, que hoy me ocupa, escrito por un sufí de Bujara alrededor del siglo XII: “Soledad en la muchedumbre. Permanece libre interiormente en todas tus actividades exteriores. Aprende a no identificarte con nada”.
Qué barbaridad. Parece un elogio del valemadrismo o una reiteración de aquella endecha castellana prohibida por los clérigos: ¡despéñate, torrente de la inutilidad! Pero no habla más que de una elemental distancia de la conciencia personal ante el juego de simulaciones que acostumbramos tomar por la realidad. Por eso de pronto, en tardes que parecen moderadamente alucinantes, recupero un juego de mi infancia practicado también por ciertos poetas, videntes de la alteridad: yo soy otro, digo para mis adentros; yo es otro, digo cuando estoy aún más radical. Nada me importa como me importaba antes, excepto tal vez lo que es corriente y común.
Estoy hablando de las epifanías: pequeños acordes cotidianos que se revelan en el orden de lo existente. Sutiles milagros que surgen en cualquier parte si se les quiere, y puede, mirar. Por enésima vez, terco y porfiado, hace unas semanas participé en un cierto premio literario. Con toda la santa indiferencia que vengo predicando, todavía soy presa de la necesidad. Y como cualquier escritor que vive a contracorriente en estos tiempos ingratos donde ya no hay editoriales que publiquen literatura compleja, entendida por dichas empresas comerciales como complicada, donde las librerías regresan los libros que tardan en venderse más de un mes (me cuentan, y si no es cierto lo será, que el plutócrata Slim recientemente compró Gandhi), acaso ya no busco el reconocimiento sino simplemente la retribución.
El caso es que aquella mañana donde se fallaría el premio mencionado vi claramente en el cielo una X hecha de delgadas nubes, un tachón aéreo e inequívoco delante de mí. Comprendí de inmediato el mensaje que había sido enviado por no importaba qué o quién. Y me llenó de júbilo, pues me pareció un signo mucho más ejemplar y milagroso que el logro del elusivo galardón. El cínico que hay en mi fuero interno no dejó de reírse por varios días: celebremos la pureza y la belleza del fracaso, me dijo una y otra vez. El escéptico que me habita igual lo festinó: mientra más viejo, más pendejo, dijo, echando mano de su sardónica filosofía particular.
Al fin acallé a esas voces subjetivas que poco a poco van escaseando en mi diálogo interior. Pasará el tiempo y olvidaré sin duda el premio no conseguido, pero nunca se borrará de mi recuerdo la espléndida señal celeste que me fue mostrada ni tampoco la poderosa sensación de alegría que me significó. Si envejecer significa ir haciendo limpieza, prefiero limpiar aquellas ilusiones y deseos que durante años hipotecaron mi circunstancias y empeñaron mi voluntad. Sigo hablando de las epifanías, y no esperar nada es una de ellas. Nada, excepto lo que de verdad suceda a mi alrededor.
Pero me contradigo, pues al fin contengo multitudes, y ninguna cosa de lo antes dicho supone que haya renunciado al cultivo de mi intención. Corregí las denominaciones, reemplacé el término deseo porque entendí que provenía del pensamiento que me piensa, es decir, de los lugares comunes de esta época capitalista terminal donde el ser se trasladó al tener y ahora está instalado en el parecer. Si uno siempre es otro para los otros, ¿cuál es la importancia de parecer qué? Entonces trato de distinguir precisamente entre mi deseo y mi intención, la cual supone un movimiento sostenido y persistente para aquello que antes se propuso: la no identificación.
De tal manera provine de una familia, de una casa, de un barrio, de una colonia, de una ciudad y de un país. Por ahora, cuando me preguntan de dónde soy ---existe una bendición que no he mencionado: resultar extraño en todas partes, lo que permite dedicarse meramente a la observación---, respondo que del planeta Tierra. Pero miento a sabiendas, tal vez para evitar indiscreciones, pues más bien debí haber afirmado: soy del universo, ahí nací.
Si esto se escucha abstracto y se mira relativo es porque tiene que ver con el arte personal de la intención. Plegarias precarias, plegarias entendidas. Todo es tan evidente como aquel consuelo pedagógico de Michel de Crayencour para con su pequeña hija: no pasa nada, no somos de aquí, nos vamos mañana. Por eso soy un cazador de signos epifánicos, pues ellos reiteran a menudo que el mundo es tan tenue como una burbuja de jabón.
Fernando Solana Olivares
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