Friday, July 11, 2008

EN EL MISMO SACO

Las generalizaciones son tan riesgosas como el empleo de los adjetivos de magnitud: tanto unas como otros conducen a esa variante de la infelicidad producida por lo inexacto. Los más recientes dichos de esta columna acerca de la extendida ineficacia y la ostensible corrupción de la clase política mexicana han merecido objeciones de algunos lectores que reclaman su ausencia de proporción y su falta de perspectiva: no todos los políticos son iguales, señalan, y entre los mismos algo debe distinguirse.
Avelino Sordo, uno de ellos, escribió lo siguiente: “Me parece importante hacer énfasis en los matices. Creo que es muy fácil desentendernos de la cosa pública bajo el argumento de ‘todos son iguales, por lo tanto no hay remedio’. A pesar de eso, la cosa pública va a seguir siendo pública y todas las pendejadas que hagan esta bola de necios van a acabar por afectarnos. En la cosa pública todos tenemos algo de responsabilidad. Muchas veces me pregunto, aterrorizado, si nuestra clase política es la única que podemos producir; esto es, hasta qué punto nuestra indolencia ha permitido que los ulisesruiz, emiliosgonzález, mariosmarines y demás sujetos de tal calaña existan y hagan lo que les gusta tanto hacer. Creo que, volviendo a la importancia de hacer notar los matices, si reconocemos la existencia de una muy pequeña diferencia, para bien ---o para mal--- contribuiremos a mejorar esa clase política. Los pelajes de estos seres, querámoslo o no, e independientemente de que la corrección política nos impulse a descalificarlos a todos por igual, tienen texturas y colores diferentes. En suma, hay que comprometernos y jugárnosla. Es la única salida que tenemos”.
Aceptando, sin conceder del todo ---pues la reflexión de estos textos sobre nuestra lastimosa clase política generalizó en cuanto a las consecuencias y los resultados de sus tareas de gobierno al día de hoy, cuando el país parece estar en caída libre---, que las diferencias específicas entre los políticos profesionales requieren señalarse para contribuir a la mejoría de su desempeño y acaso para responder de otra manera a esa pregunta efectivamente aterrorizante: ¿nuestra clase política es la única que podemos producir?, debe entonces reconocerse la acción de Marcelo Ebrard al aceptar la renuncia tanto del jefe policiaco Joel Ortega como del procurador Rodolfo Félix Cárdenas por el trágico operativo del New´s Divine. Pero no porque suponga un comportamiento ético inusual entre los responsables de los asuntos públicos, sino porque representa un control político de daños más tajante y atrevido del que suelen acostumbrar.
Sin embargo, los problemas colectivos del presente mexicano son estructurales, y los políticos, matices más, matices menos, forman parte constitutiva de ellos. Parafraseando a un ácido crítico vienés del sicoanálisis: nuestros políticos son parte de la misma enfermedad nacional que pretenden curar. Es cierto que la condición humana moderna es una desazón que va en aumento, que el desarraigo existencial contemporáneo ---oculto y visible--- se acrecienta más allá de toda medida. La desmesura es el signo de las cosas y el sujeto concreto ha dejado de contar. Algunos le llamaron a ese traslado de valores el “olvido del ser” y advirtieron su condición de viaje sin retorno. Vista en tal contexto, la crisis nacional no es más que un episodio planetario de una historia pesadillesca que desde hace varias décadas es global.
Sólo que aquí también, como entre los políticos, hay especificidades. Como si una caracterología karmática mexicana estuviera actuando para agudizar aún más las aberraciones del momento, pues si bien en otras partes del mundo la clase política puede resultar tan siniestra como la autóctona, ahí cuando menos existen instituciones cuya función garantiza un poco más y un tanto mejor los derechos del ciudadano frente a los atropellos del poder. Basta leer cualquier periódico para constatar la idiosincrática inermidad de los mexicanos frente a sus instituciones, basta realizar un trámite público para confirmar la dolorosa inexistencia personal, basta ser cliente de cualquier empresa privada para constatar su completa impunidad.
¿Cambiará todo esto, una cultura común, cuando cambiemos a nuestras clases políticas? ¿Y cómo hacerlo, si todas la de ahora caben en el mismo saco general y cuando están en funciones aceptan ser descritas no por lo que las distingue sino por lo que las unifica, a saber, la defensa de sus intereses grupusculares? ¿Podremos los mexicanos construir instituciones más dignas que las actuales ---un IFE que no provoque risa con sus tontas persecuciones a quien se autodenomina “presidente legítimo”; una Suprema Corte de Justicia que no exonere pederastas y desestime sin rubor ni sensibilidad algunos la razón popular fundada en millares de amparos; un PEMEX cuyo director general no defienda la atroz corrupción sindical que lo corroe, etcétera---, con ciudadanos solamente decentes y eficaces a su cargo, así no sean especialistas, tecnócratas o doctos togados?
Como diría Avelino Sordo, muchas veces me pregunto, aterrado, si mi generación lo verá. Pero no hay mal que dure cien años, ni país tan indolente como el nuestro que lo aguante. De ahí que cada siglo, más o menos, reviente nuestra realidad nacional. Mientras eso llega, propongo una revolución todavía no política, quizá existencial. Luego entonces habrá una pequeña masa crítica activa que esté actuando entre nosotros: uno nunca sabe lo que a fin de cuentas se vaya a ofrecer.

Fernando Solana Olivares

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