Saturday, July 19, 2008

LOS CUERPOS DEL CUERPO / I

Digamos que el hombre está recostado sobre un camastro cubierto por un parasol a la orilla de una alberca. Lee un libro y de pronto percibe una revelación. Todo es lógico esa mañana: la tardomodernidad occidental, cuyos vínculos con las fuentes primordiales fueron cegándose hasta desaparecer, obliga a sus habitantes a percibir las iluminaciones mediante los libros. Las líneas que lee lo estremecen como si fueran un mensaje sólo para él, como si para él hubieran sido escritas.
Está leyendo las razones argumentales que Morris Berman aduce para explicar un accidente histórico insólito y determinante, que cambió la faz del mundo y tuvo vocación de universalidad: la aparición y el desarrollo del cristianismo. La primera de ellas es la severa opresión impuesta por los romanos a los judíos, una historia de sangre y dolor. El volumen que ahora está en sus manos es una combinación de extraña brillantez, Cuerpo y Espíritu (Editorial Cuatro Vientos, Santiago de Chile, 1992), que le cuenta cómo la ocupación militar romana agudizó entre el pueblo sometido la brecha síquica Sí Mismo/Otro, eso que el hombre vive como una imposibilidad básica que lo limita y determina, una delgada línea que en la vida diaria negocia todo el tiempo.
Los brillos del sol son lajas detenidas. La superficie del agua respira con serenidad, y al hombre le parece vivir de pronto un momento similar al pánico de los antiguos, cuando el Rey del Mundo rezaba y todo se interrumpía.
El hombre lee que esa situación agudizó además el síndrome apocalíptico de un libertador y dividió a los judíos en la observancia de la ley. La trama sacerdotal no pudo impedir la tumultuaria herejía: vivir a Dios directamente, sin intermediarios, apostatando de la costumbre por la experiencia gnóstica del aquí y el ahora. Ese fue el segundo factor esencial: la revuelta individual y colectiva de los herejes, que querían ir hacia lo divino sin obtener dicho encuentro por el camino horizontal de la institución ritual sino por el camino vertical de la experiencia empírica y somática.
El hombre lee que esas condiciones propiciaron una fase de despegue hacia una actividad espiritual “autosustentada”: la energía colectiva tuvo eventos como la glosolalia ---una visita del espíritu que da a quien no lo pide un don repentino: las lenguas---, o los ritos de iniciación energéticos y misteriosos que acompañaron al cristianismo en sus primeros años.
De cualquier modo, el hombre cavila que la implantación de la nueva fe no se explica solamente con lo que el mismo autor llama “una arqueología erudita y dinámica”. Tampoco la naturaleza superior del mago esenio que fue Jesucristo, muy otro de la deidad victimada y disuelta posteriormente por la Iglesia a su alrededor. Lo mismo que para tal implantación no bastaba la genial capacidad política de Pablo, el estratega que negoció, aceptando lo que ofrecían algunas de las múltiples sectas de ese momento, las alianzas centrales de un imperio destinado a perdurar.
Como si se tratara de la suya propia, el hombre lee que la puerta del cielo pudo ser forzada porque Cristo elaboró una nueva síntesis entre el camino horizontal que se ocupa del tiempo lineal, del dogma y sus rituales, y el camino vertical, discontinuo, visionario, extático, en el cual ocurre un proceso de ascensión psíquica para el alma individual, que mediante ciertas disciplinas “puede ascender al cielo, descubrir a Dios, encontrarse con la muerte, conocer el curso de la historia y regresar a relatarlo al mundo”. Cuando Berman menciona un término propio del conocimiento esotérico, la práctica de los cinco cuerpos, el corazón le da un vuelco. Lee ávidamente que era común la creencia de que el espíritu podía ascender al cielo y un flujo de poder sagrado descender a la tierra. “El culto a Yaveh en el periodo helenístico se centraba en el curso del muerto y el tránsito del alma entre el cielo y la tierra. La tradición esotérico-rabínica se puede trasladar fácilmente a la teoría de los cinco cuerpos: el alma (cuerpo número tres) abandona el cuerpo (cuerpo número uno) mediante prácticas que ‘congelan’ la mente (cuerpo número dos) y asciende al cielo (cuerpo número cinco), tras lo cual desciende y reingresa al cuerpo”. Al leerlo un vuelco le da el corazón.
Como si él mismo lo hubiera hecho y por eso lo supiera, el hombre repasa varias veces el párrafo. Todo conocimiento es un recuerdo. Su alma abandona el cuerpo, congela su mente y asciende al cielo. Los caminos espirituales parecen coincidir en la práctica de los cinco cuerpos para saltar los límites de un plano existencial y llegar a otros, se dice, mientras una certeza lo inunda, un satori de lo leído, y su cuerpo supiera que todo era verdad. Los brillos de navaja que el sol traza en las aguas, más los lentes oscuros que el hombre toma de la mesita que tiene al lado. Dos acciones que se le antojan parte del gran acuerdo general del momento. Su cuerpo número tres abandona su cuerpo número uno, congela su cuerpo número dos y asciende al cuerpo número cinco.
¿Y el cuerpo número cuatro?, se pregunta al ir leyendo a Berman, quien continúa su búsqueda sobre las causas de la universalización cristiana y la expansión de su mensaje, “una revelación, a escala global, de Dios en la historia”. Y el hombre piensa que ese término abstracto tan incómodo para él y sus incrédulos contemporáneos: Dios, un inagotable campo semántico, debe entenderse más allá de todo tópico religioso, más allá de cualquier devocionalidad.

Fernando Solana Olivares

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