18 / XII / 08
La vida, bosque de signos. Y uno debe salir con rapidez de la ratonera vial en que la ciudad se ha convertido para llegar a tiempo al aeropuerto y volar hasta Oaxaca. Igual que Balthus o tantos otros, odio esta época. Ahí veo una joven y hermosa mujer caminando por un pasillo aerodinámico, nuestras miradas se cruzan. Me iré a su lado durante el vuelo porque los asientos están juntos. Es de Sinaloa y por algunos instantes la contemplaré dormir. Como Kawabata o García Márquez, como Nabokov o Cabrera Infante, el adulto que mira yacer a una joven.
Le desearé una feliz estancia a esta linda sinaloense que nunca antes había venido a Oaxaca y me sumergiré en la ciudad vital y caótica, umbría y brillante, a bordo del jeep negro de Rubén Leyva, mi amigo el pintor, quien me recibe para conducirme a su casa. Sus árboles siguen tonificando el alma, pero la ciudad ha crecido sin control y sin pausa. Conserva su atmósfera visual de largo alcance, su luz favorecida, a pesar de que el número de coches y de gentes que hay en ella va devorándola cada vez más.
Luego de comer con los colegas que también participarían por la tarde en la presentación del libro Memorial de agravios, razón por la que he venido, realizo el ritual oaxaqueño de visitar a la Virgen de la Soledad. Me veo arrollado por las masas que pululan dentro y fuera del santuario, convertido en una corte de los milagros por decenas de seres variopintos y rogantes que van a pedirle a la deidad hoy, en la fecha de aniversario, su intercesión por ellos.
La vida, instrucciones de uso. Regreso por Independencia sorteando ríos humanos y doblo en Alcalá para pasar por una feria de la lectura que alcanza toda la cuadra. Entro al amplio patio universitario donde se hará la presentación del libro espléndidamente editado por Rubén Leyva, un ancho volumen de imágenes fotográficas, registros visuales y textos sobre la epopeya insurrecta recién vivida por el pueblo de Oaxaca.
El auditorio está lleno cuando el acto de presentación se inicia, doscientas personas al menos ocupan las sillas y otras varias están de pie. Todo se antoja como si fuera un caldero en discreta ebullición. Las potentes luces que deslumbran sobre el estrado me dificultan un poco hacer mi parte. Prefiero los actos donde se distinguen las caras de los asistentes: tal visibilidad representa una manera de guiar al orador. Estos, en cambio, son como lanzarse a un vacío lleno de inquietante luz. Leo pedazos de mi texto cuando me llega el turno de cerrar, hilvano algunos comentarios acerca de la memoria como vientre del alma, celebro la lucha popular oaxaqueña y sus expresiones plásticas y termino con la mención de su gobernador sátrapa: el peor de todos.
En lugar del alud de participaciones del público asistente que algunos temíamos, pues están presentes conspicuos líderes de la APPO, estalla un grito combativo que se repite algunas veces hasta terminar en sonoros aplausos: “!Oaxaca vive, la lucha sigue!”. La gente compra una centena de libros, esta ocasión más baratos, y nos pide dedicatorias a todos los colaboradores. Luego, invitado por Leyva, asisto al teatro de mi infancia, el Macedonio Alcalá, para escuchar el concierto de Ana Díaz, una estupenda cantante y compositora local. El escenario realiza su función estética alteradora: suspendo la incredulidad racional y existo por un rato en el interior de aquella caja auditiva y mágica. Compruebo otra vez que el verdadero milagro humano es la melodía. O dicho en Nietzsche: que sin música, la vida sería un error.
Por la noche, oscura y verdinegra como un árbol, la noche oaxaqueña que caminó Octavio Paz, se lleva a cabo una fiesta en San Felipe del Agua. Todos los acontecimientos epifánicos ocurridos en la Galaxia Gutenberg merecen celebrarse a conciencia (“que el fin del mundo te pille bailando”, canta Sabina), aunque el título del volumen festejado, Memorial de agravios, imanta en sordina la velada, no tanto como si tratara de una reunión de dolientes sino como algo más cercano a una oscura reflexión.
El levantamiento oaxaqueño de 2006 fue el último episodio de un conflicto ancestral todavía no resuelto. Quizá ese es el tono que tiene esta noche: el de una inminencia que flota en el ambiente, las vísperas presentidas de no se sabe qué. Pero donde la visión cíclica de la historia mexicana parece artículo de fe, como aquí, entonces sí se sabe qué viene. La revolución, dice uno de los asistentes al ágape, un indígena mixe que cuenta con modestia guerrera un acto original: apenas en julio pasado lanzó sus dos huaraches a la cabeza del torvo gobernador y fue a la cárcel un fin de semana por ello. “Meses antes que el periodista egipcio a Bush”, me explica ufano en un español imperfecto, cerciorándose de que yo comprenda lo que de verdad me quiere hacer entender: la revolución.
La noche tiene estratos y deja de reconocernos, como a Paz aquella noche oaxaqueña lo negaron los espejos. La noche se diluye y la fiesta se va a dormir.
Cerca o lejos, el cosmos resulta increíblemente variado. En el vuelo de regreso al demencial DF la ninfa muéstrase inconstante: no se sienta a mi lado. Pero vengo leyéndola, pues la encontré en este viaje entre los puestos de libros: La ninfa inconstante, novela póstuma de quien como seudónimo usaba G. Caín. La vida, bosque de signos. Y uno estando aquí.
Fernando Solana Olivares
Le desearé una feliz estancia a esta linda sinaloense que nunca antes había venido a Oaxaca y me sumergiré en la ciudad vital y caótica, umbría y brillante, a bordo del jeep negro de Rubén Leyva, mi amigo el pintor, quien me recibe para conducirme a su casa. Sus árboles siguen tonificando el alma, pero la ciudad ha crecido sin control y sin pausa. Conserva su atmósfera visual de largo alcance, su luz favorecida, a pesar de que el número de coches y de gentes que hay en ella va devorándola cada vez más.
Luego de comer con los colegas que también participarían por la tarde en la presentación del libro Memorial de agravios, razón por la que he venido, realizo el ritual oaxaqueño de visitar a la Virgen de la Soledad. Me veo arrollado por las masas que pululan dentro y fuera del santuario, convertido en una corte de los milagros por decenas de seres variopintos y rogantes que van a pedirle a la deidad hoy, en la fecha de aniversario, su intercesión por ellos.
La vida, instrucciones de uso. Regreso por Independencia sorteando ríos humanos y doblo en Alcalá para pasar por una feria de la lectura que alcanza toda la cuadra. Entro al amplio patio universitario donde se hará la presentación del libro espléndidamente editado por Rubén Leyva, un ancho volumen de imágenes fotográficas, registros visuales y textos sobre la epopeya insurrecta recién vivida por el pueblo de Oaxaca.
El auditorio está lleno cuando el acto de presentación se inicia, doscientas personas al menos ocupan las sillas y otras varias están de pie. Todo se antoja como si fuera un caldero en discreta ebullición. Las potentes luces que deslumbran sobre el estrado me dificultan un poco hacer mi parte. Prefiero los actos donde se distinguen las caras de los asistentes: tal visibilidad representa una manera de guiar al orador. Estos, en cambio, son como lanzarse a un vacío lleno de inquietante luz. Leo pedazos de mi texto cuando me llega el turno de cerrar, hilvano algunos comentarios acerca de la memoria como vientre del alma, celebro la lucha popular oaxaqueña y sus expresiones plásticas y termino con la mención de su gobernador sátrapa: el peor de todos.
En lugar del alud de participaciones del público asistente que algunos temíamos, pues están presentes conspicuos líderes de la APPO, estalla un grito combativo que se repite algunas veces hasta terminar en sonoros aplausos: “!Oaxaca vive, la lucha sigue!”. La gente compra una centena de libros, esta ocasión más baratos, y nos pide dedicatorias a todos los colaboradores. Luego, invitado por Leyva, asisto al teatro de mi infancia, el Macedonio Alcalá, para escuchar el concierto de Ana Díaz, una estupenda cantante y compositora local. El escenario realiza su función estética alteradora: suspendo la incredulidad racional y existo por un rato en el interior de aquella caja auditiva y mágica. Compruebo otra vez que el verdadero milagro humano es la melodía. O dicho en Nietzsche: que sin música, la vida sería un error.
Por la noche, oscura y verdinegra como un árbol, la noche oaxaqueña que caminó Octavio Paz, se lleva a cabo una fiesta en San Felipe del Agua. Todos los acontecimientos epifánicos ocurridos en la Galaxia Gutenberg merecen celebrarse a conciencia (“que el fin del mundo te pille bailando”, canta Sabina), aunque el título del volumen festejado, Memorial de agravios, imanta en sordina la velada, no tanto como si tratara de una reunión de dolientes sino como algo más cercano a una oscura reflexión.
El levantamiento oaxaqueño de 2006 fue el último episodio de un conflicto ancestral todavía no resuelto. Quizá ese es el tono que tiene esta noche: el de una inminencia que flota en el ambiente, las vísperas presentidas de no se sabe qué. Pero donde la visión cíclica de la historia mexicana parece artículo de fe, como aquí, entonces sí se sabe qué viene. La revolución, dice uno de los asistentes al ágape, un indígena mixe que cuenta con modestia guerrera un acto original: apenas en julio pasado lanzó sus dos huaraches a la cabeza del torvo gobernador y fue a la cárcel un fin de semana por ello. “Meses antes que el periodista egipcio a Bush”, me explica ufano en un español imperfecto, cerciorándose de que yo comprenda lo que de verdad me quiere hacer entender: la revolución.
La noche tiene estratos y deja de reconocernos, como a Paz aquella noche oaxaqueña lo negaron los espejos. La noche se diluye y la fiesta se va a dormir.
Cerca o lejos, el cosmos resulta increíblemente variado. En el vuelo de regreso al demencial DF la ninfa muéstrase inconstante: no se sienta a mi lado. Pero vengo leyéndola, pues la encontré en este viaje entre los puestos de libros: La ninfa inconstante, novela póstuma de quien como seudónimo usaba G. Caín. La vida, bosque de signos. Y uno estando aquí.
Fernando Solana Olivares
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