ALEGATO SOBRE LAS DROGAS/ II
El Islam prohíbe el alcohol, no el cáñamo. El budismo reprueba el uso de cualquier sustancia que modifique la conciencia. El cristianismo, en cambio, ha convivido con el alcohol, el primer intoxicante aislado químicamente, como la morfina y la cocaína, sustancias sustraídas de su significación y efecto originales. La violencia y la ansiedad han estado asociadas al alcohol desde su origen en la sociedad mercantil. Su abuso es una obsesión del ego incapaz para resistir el deseo de gratificación inmediata porque estimula libidinalmente, expande el sentido del yo y hace hablar.
Pero la tenue frontera entre esos beneficios pasajeros y los efectos contrarios: estrechamiento de la conciencia, regresión infantil a la pérdida de capacidad sexual y motriz, violencia contra lo femenino, sufrimiento y agresión emocionales, hacen del alcohol uno de los más sólidos argumentos para la legalización de las drogas. Si la sociedad contemporánea ha sobrevivido al alcohol es porque puede absorber en su estructura cualquier droga y resistir colectivamente ante los efectos de ella. Nunca habrá sociedad sin drogas, pues dichos términos son sinónimos.
La publicidad del pensamiento correcto, las advertencias del sistema freak control afirman que la mariguana es nociva porque causa adicción, debilita la voluntad, obscurece el juicio y conduce directamente a las drogas duras. Todo esto es falso, o relativo y discutible, cuando menos. Su adicción resulta un poco más fuerte que la del café, y cuando se abandona el consumo sólo un malhumor neurótico persiste durante días hasta que desaparece. Cualquier abuso de cualquier cosa debilita la voluntad y ofusca la razón. Y entre el refinamiento, reflexivo, auditivo y visual que otorga el cáñamo y la paranoia metálica de la cocaína o el sórdido viaje plano de la heroína o la descomposición total alcohólica, existen diferencias de forma y fondo tan grandes como las que hay entre la cárcel y la libertad.
Hasta aquí la lectura de aquellas líneas que mencioné al principio. Dije que me parecían pertinentes, y lo reitero, aunque ahora, tres, cuatro años después, debo decir que contemplo dramáticamente otra perspectiva. El país se está deshaciendo entre las brutales garras del narcotráfico, y la avasalladora capacidad corruptiva, degradante y disolvente que éste impone a sangre y fuego en todas partes del territorio nacional parece conducirnos al despeñadero.
Aunque una subcultura mediática y social adoradora del dinero trata a estas fuerzas criminales posmodernas como si fueran bárbaros pero admirables, lo cierto es que el narco representa la más grave amenaza de envilecimiento y destrucción que este país ha vivido en siglos. La frágil y fraudulenta democracia política –que no democracia social, pues ésa todavía no aplica entre nosotros –, y el no muy ducho Estado mexicano de estos días aciagos, parecen estar por debajo del reto al poder legalmente constituido que enfrentan aquí y allá, como si ocurriera una insurrección narca general dispuesta a todo para imponer su faccioso y autoritario y antidemocrático interés.
Las policías están corrompidas desde arriba hasta abajo por el dinero narco, los ministerios, los aduaneros, los jueces, los presidentes municipales, los altos políticos también. Y si no, están amedrentados. Sea accidente o sabotaje, la última catástrofe calderonista del 4 de noviembre anterior reitera un guión circulante en el imaginario colectivo: los narcos pueden llegar a cualquiera en cualquier lugar, desde el presidente de la república hasta este humilde servidor.
Veo entonces a mi país tan triste como asustado: el miedo se expande en él como si fuera una política pública impuesta por el mal mayúsculo de unos y la complicidad inmoral y la ineficiencia de los otros. A grandes males, grandes remedios, habrá dicho Benito Juárez al promulgar la Reforma. Hoy es indispensable plantear, aun como más urgente que aquella decisión histórica, la legalización de todas las drogas y su regulación pública y transparente mediante leyes y disposiciones emanadas del Estado mexicano.
Me hago cargo de que esta propuesta suena, a pesar de la situación imperante, como una utopía. Terence McKenna, un experto de pensamiento abierto, advierte que como fruto de la desesperación esa medida alguna vez llegará a darse: un Estado inteligente que reglamenta y administra democráticamente su biopoder (su poder sobre la biología del ciudadano), que modifica positivamente su taxonomía moral y jurídica sobre las drogas, y los ciudadanos mismos, quienes, mientras no afecten a un tercero al hacerlo, pueden ejercer su derecho individual para ejercer sus adicciones sin ser ni criminalizados ni obligados al clandestinaje ilegal cuando busquen satisfacerlas.
Tarea del Estado será la aplicación generalizada entonces de una verdadera política preventiva e informativa contra las adicciones entre toda la población, porque las drogas son una cuestión de Estado para este país, crucificado entre cárteles, decapitaciones, secuestros, infiltraciones y balaceras. La única forma de extirpar el narco es quitándole el control de las drogas mediante la legalización. Grandes males, grandes remedios: prohibir es entregar.
Fernando Solana Olivares
Pero la tenue frontera entre esos beneficios pasajeros y los efectos contrarios: estrechamiento de la conciencia, regresión infantil a la pérdida de capacidad sexual y motriz, violencia contra lo femenino, sufrimiento y agresión emocionales, hacen del alcohol uno de los más sólidos argumentos para la legalización de las drogas. Si la sociedad contemporánea ha sobrevivido al alcohol es porque puede absorber en su estructura cualquier droga y resistir colectivamente ante los efectos de ella. Nunca habrá sociedad sin drogas, pues dichos términos son sinónimos.
La publicidad del pensamiento correcto, las advertencias del sistema freak control afirman que la mariguana es nociva porque causa adicción, debilita la voluntad, obscurece el juicio y conduce directamente a las drogas duras. Todo esto es falso, o relativo y discutible, cuando menos. Su adicción resulta un poco más fuerte que la del café, y cuando se abandona el consumo sólo un malhumor neurótico persiste durante días hasta que desaparece. Cualquier abuso de cualquier cosa debilita la voluntad y ofusca la razón. Y entre el refinamiento, reflexivo, auditivo y visual que otorga el cáñamo y la paranoia metálica de la cocaína o el sórdido viaje plano de la heroína o la descomposición total alcohólica, existen diferencias de forma y fondo tan grandes como las que hay entre la cárcel y la libertad.
Hasta aquí la lectura de aquellas líneas que mencioné al principio. Dije que me parecían pertinentes, y lo reitero, aunque ahora, tres, cuatro años después, debo decir que contemplo dramáticamente otra perspectiva. El país se está deshaciendo entre las brutales garras del narcotráfico, y la avasalladora capacidad corruptiva, degradante y disolvente que éste impone a sangre y fuego en todas partes del territorio nacional parece conducirnos al despeñadero.
Aunque una subcultura mediática y social adoradora del dinero trata a estas fuerzas criminales posmodernas como si fueran bárbaros pero admirables, lo cierto es que el narco representa la más grave amenaza de envilecimiento y destrucción que este país ha vivido en siglos. La frágil y fraudulenta democracia política –que no democracia social, pues ésa todavía no aplica entre nosotros –, y el no muy ducho Estado mexicano de estos días aciagos, parecen estar por debajo del reto al poder legalmente constituido que enfrentan aquí y allá, como si ocurriera una insurrección narca general dispuesta a todo para imponer su faccioso y autoritario y antidemocrático interés.
Las policías están corrompidas desde arriba hasta abajo por el dinero narco, los ministerios, los aduaneros, los jueces, los presidentes municipales, los altos políticos también. Y si no, están amedrentados. Sea accidente o sabotaje, la última catástrofe calderonista del 4 de noviembre anterior reitera un guión circulante en el imaginario colectivo: los narcos pueden llegar a cualquiera en cualquier lugar, desde el presidente de la república hasta este humilde servidor.
Veo entonces a mi país tan triste como asustado: el miedo se expande en él como si fuera una política pública impuesta por el mal mayúsculo de unos y la complicidad inmoral y la ineficiencia de los otros. A grandes males, grandes remedios, habrá dicho Benito Juárez al promulgar la Reforma. Hoy es indispensable plantear, aun como más urgente que aquella decisión histórica, la legalización de todas las drogas y su regulación pública y transparente mediante leyes y disposiciones emanadas del Estado mexicano.
Me hago cargo de que esta propuesta suena, a pesar de la situación imperante, como una utopía. Terence McKenna, un experto de pensamiento abierto, advierte que como fruto de la desesperación esa medida alguna vez llegará a darse: un Estado inteligente que reglamenta y administra democráticamente su biopoder (su poder sobre la biología del ciudadano), que modifica positivamente su taxonomía moral y jurídica sobre las drogas, y los ciudadanos mismos, quienes, mientras no afecten a un tercero al hacerlo, pueden ejercer su derecho individual para ejercer sus adicciones sin ser ni criminalizados ni obligados al clandestinaje ilegal cuando busquen satisfacerlas.
Tarea del Estado será la aplicación generalizada entonces de una verdadera política preventiva e informativa contra las adicciones entre toda la población, porque las drogas son una cuestión de Estado para este país, crucificado entre cárteles, decapitaciones, secuestros, infiltraciones y balaceras. La única forma de extirpar el narco es quitándole el control de las drogas mediante la legalización. Grandes males, grandes remedios: prohibir es entregar.
Fernando Solana Olivares
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