CINCO CUENTAS
La pasión de la envidia, su nauseabunda adicción. Todos los textos que llevan a algo coinciden en ello: el sujeto que quiera vivir de una mejor manera no debe envidiar a nadie, no debe envidiar nada. Claro que hay cosas envidiables, pero no hay por qué envidiarlas. Lo anterior queda dicho para introducir a un sujeto cercano que anda buscando la felicidad.
Hace días consiguió un papelito que decía: “Para lograr la felicidad. 1. Libera tu corazón del odio. 2. Libera tu mente de las preocupaciones. 3. Vive de forma simple. 4. Da más. 5. Espera menos”. Se aprendió de memoria estas cinco cuentas y decidió practicarlas desde ya.
Primero se planteó un problema: ¿las cinco cuestiones eran suscesivas o simultáneas? Una por una, se dijo. No, todas juntas, se contestó. De ser una por una tendría que organizarse del lunes hasta el viernes, y le quedaría el fin de semana, cuando podría poner las cinco en práctica a la vez. Le pareció bien dicho arreglo, y al siguiente lunes comenzó. No le costó tanto trabajo liberar su corazón del odio durante ese día, pues no era muy afecto a tales sentimientos, por temperamento o karma, váyase a saber.
Pero el martes naufragó y cuando regresó a casa, imposibilitado de liberar su mente de agobios imaginarios, de cálculos indebidos sobre el futuro, de puras antesalas de la razón, recordó a su madre, quien mucho se lo decía: cómo eres preocupón. El miércoles, en cambio, recuperó el ritmo del lunes y simplificó un poco más su forma de vivir. Este hombre estaba ejerciendo la reducción drástica de la necesidad. Requería poco, aunque no se privaba ni de lo esencial ni de lo placentero. Fulano, de vida simple, habrían de decir de él los demás. Los demás fueron el tema del jueves: darles más. ¿Más qué? Compasión, por ejemplo, y decidió aplicársela a una compañera de trabajo en el laboratorio, una envidiosa profesional.
No era por misoginia ni por ganas de creer en su fantástica existencia, pero este hombre pensaba que de que hay brujas las hay, y esa colega era. Intrigaba contra él donde podía y con quien encontraba. Habían sido amigos pero muy pronto lo dejaron. Su vínculo se evidenció como un error. La amistad entra por los sentidos y él forzó los suyos para intimar un poco con ella: ¿cómo estás, cómo te va? Rápidamente supo que todo eso era un equívoco.
Por la noche regresó otra vez derrotado: era muy difícil dar más a los otros, quienes representan el infierno, afirmó Sartre. El viernes, en cambio, mejoró su circunstancia un poquito, como se suele decir. No esperar nada, o esperar menos, según su receta, no era una actitud tan inalcanzable para él.
Eso pensaba, pero después de un rato de autocontrol se sorprendió a sí mismo esperando el surgimiento de pequeñas circunstancias durante todo el día: que lo saludaran de cierta manera, que llegara un paquete, que los laboratoristas a su cargo prestaran interés a la lección, que el tráfico de regreso a casa no estuviera a reventar, que el cielo no cayera sobre su cabeza. Siempre esperando minucias, concluyó.
El sábado y el domingo resolvió no preocuparse y no odiar, lo mismo que adoptar la simplificación, el desprendimiento y la indiferencia como actitudes invariables. No lo perturbarían ni el calentamiento global, ni la escasez inminente de recursos, ni la crisis económica cuyos efectos apenas comenzaban, ni las desviaciones de la época, ni los atentados accidentales contra políticos encumbrados, ni la violencia narca y su control del territorio mexicano, ni los ochenta años de Carlos Fuentes. No preocupación.
Eran buenos deseos porque su mente se atareó en otro tipo de consideraciones sobre la preocupación. Su investigación publicada, ¿llegaría a sus manos o no? No es que esa preocupación fuera acerca de morir ahora y entonces no verla nunca, correspondía más bien al arrepentimiento por haber elegido un editor equivocado: era una preocupación por el acto ya cometido y anterior.
Y luego cogitaba: si no me preocupo, ¿entonces con qué lleno mi cabeza? Y si no pienso vengativo en la bruja del trabajo, ¿cómo desfogo mis bajos instintos mentales? El asombro lo paralizó porque se dio cuenta de que estaba a punto de tirar por la borda su intención de alcanzar la felicidad a través de un método razonable, como el que creía tener.
¿De dónde había salido el papelito? No lo sabía, estaba en la bolsa de su saco puesto ahí por una mano desconocida. Ese misterio le daba al método un pequeño aire metafísico, puesto ahí con un por qué. Si lo dejaba pasar, quizá perdiera una oportunidad única, así no sepa aún para qué diablos sirve la felicidad.
Si el lector lo nota, el final del texto fue la línea anterior. Pero hoy es lunes y este hombre sale a la calle con el precepto número uno pues hoy toca. Sin odiar nada ni nadie: a ver. La prueba se vuelve dura cuando la bruja hace de las suyas: a sus oídos llega otra maledicente difamación. El hombre se consuela pensando en la tarea del próximo viernes, la número cinco, sin duda más fácil y más compensatoria que ésta de no odiar a los imbéciles: no esperes nada salvo lo que habrá.
Un viernes para lograr la felicidad. Viernes, día de Venus. Puede ser. Aunque quizá sería más práctico obtener otra cosa: la ataraxia, la ausencia de complicación, una variante más estable del estado mental que este hombre se empeña en elaborar. Así vuelve al comienzo: la bruja, la envidia, la felicidad.
Fernando Solana Olivares
Hace días consiguió un papelito que decía: “Para lograr la felicidad. 1. Libera tu corazón del odio. 2. Libera tu mente de las preocupaciones. 3. Vive de forma simple. 4. Da más. 5. Espera menos”. Se aprendió de memoria estas cinco cuentas y decidió practicarlas desde ya.
Primero se planteó un problema: ¿las cinco cuestiones eran suscesivas o simultáneas? Una por una, se dijo. No, todas juntas, se contestó. De ser una por una tendría que organizarse del lunes hasta el viernes, y le quedaría el fin de semana, cuando podría poner las cinco en práctica a la vez. Le pareció bien dicho arreglo, y al siguiente lunes comenzó. No le costó tanto trabajo liberar su corazón del odio durante ese día, pues no era muy afecto a tales sentimientos, por temperamento o karma, váyase a saber.
Pero el martes naufragó y cuando regresó a casa, imposibilitado de liberar su mente de agobios imaginarios, de cálculos indebidos sobre el futuro, de puras antesalas de la razón, recordó a su madre, quien mucho se lo decía: cómo eres preocupón. El miércoles, en cambio, recuperó el ritmo del lunes y simplificó un poco más su forma de vivir. Este hombre estaba ejerciendo la reducción drástica de la necesidad. Requería poco, aunque no se privaba ni de lo esencial ni de lo placentero. Fulano, de vida simple, habrían de decir de él los demás. Los demás fueron el tema del jueves: darles más. ¿Más qué? Compasión, por ejemplo, y decidió aplicársela a una compañera de trabajo en el laboratorio, una envidiosa profesional.
No era por misoginia ni por ganas de creer en su fantástica existencia, pero este hombre pensaba que de que hay brujas las hay, y esa colega era. Intrigaba contra él donde podía y con quien encontraba. Habían sido amigos pero muy pronto lo dejaron. Su vínculo se evidenció como un error. La amistad entra por los sentidos y él forzó los suyos para intimar un poco con ella: ¿cómo estás, cómo te va? Rápidamente supo que todo eso era un equívoco.
Por la noche regresó otra vez derrotado: era muy difícil dar más a los otros, quienes representan el infierno, afirmó Sartre. El viernes, en cambio, mejoró su circunstancia un poquito, como se suele decir. No esperar nada, o esperar menos, según su receta, no era una actitud tan inalcanzable para él.
Eso pensaba, pero después de un rato de autocontrol se sorprendió a sí mismo esperando el surgimiento de pequeñas circunstancias durante todo el día: que lo saludaran de cierta manera, que llegara un paquete, que los laboratoristas a su cargo prestaran interés a la lección, que el tráfico de regreso a casa no estuviera a reventar, que el cielo no cayera sobre su cabeza. Siempre esperando minucias, concluyó.
El sábado y el domingo resolvió no preocuparse y no odiar, lo mismo que adoptar la simplificación, el desprendimiento y la indiferencia como actitudes invariables. No lo perturbarían ni el calentamiento global, ni la escasez inminente de recursos, ni la crisis económica cuyos efectos apenas comenzaban, ni las desviaciones de la época, ni los atentados accidentales contra políticos encumbrados, ni la violencia narca y su control del territorio mexicano, ni los ochenta años de Carlos Fuentes. No preocupación.
Eran buenos deseos porque su mente se atareó en otro tipo de consideraciones sobre la preocupación. Su investigación publicada, ¿llegaría a sus manos o no? No es que esa preocupación fuera acerca de morir ahora y entonces no verla nunca, correspondía más bien al arrepentimiento por haber elegido un editor equivocado: era una preocupación por el acto ya cometido y anterior.
Y luego cogitaba: si no me preocupo, ¿entonces con qué lleno mi cabeza? Y si no pienso vengativo en la bruja del trabajo, ¿cómo desfogo mis bajos instintos mentales? El asombro lo paralizó porque se dio cuenta de que estaba a punto de tirar por la borda su intención de alcanzar la felicidad a través de un método razonable, como el que creía tener.
¿De dónde había salido el papelito? No lo sabía, estaba en la bolsa de su saco puesto ahí por una mano desconocida. Ese misterio le daba al método un pequeño aire metafísico, puesto ahí con un por qué. Si lo dejaba pasar, quizá perdiera una oportunidad única, así no sepa aún para qué diablos sirve la felicidad.
Si el lector lo nota, el final del texto fue la línea anterior. Pero hoy es lunes y este hombre sale a la calle con el precepto número uno pues hoy toca. Sin odiar nada ni nadie: a ver. La prueba se vuelve dura cuando la bruja hace de las suyas: a sus oídos llega otra maledicente difamación. El hombre se consuela pensando en la tarea del próximo viernes, la número cinco, sin duda más fácil y más compensatoria que ésta de no odiar a los imbéciles: no esperes nada salvo lo que habrá.
Un viernes para lograr la felicidad. Viernes, día de Venus. Puede ser. Aunque quizá sería más práctico obtener otra cosa: la ataraxia, la ausencia de complicación, una variante más estable del estado mental que este hombre se empeña en elaborar. Así vuelve al comienzo: la bruja, la envidia, la felicidad.
Fernando Solana Olivares
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