ALEGATO SOBRE LAS DROHAS/ Y III
El creciente pesimismo de la inteligencia le advierte al poco estable optimismo de la voluntad que un atrevimiento cultural y político capaz de legalizar (y entonces regular, normar) las drogas, acaso no ocurrirá nunca.
O tal vez sí, pues los tiempos que corren —época sin síntesis, los llamó Musil— resultan espantosos y cualquier cosa puede suceder. Por eso la importancia de este foro, al cual deben sucederle otros con todo tipo de perspectivas y opiniones para discutir y al fin acordar una política pública respecto a la legalización de las drogas. Legalizar la mariguana en su posesión, consumo y cultivo personales es un paso correcto en dirección correcta. Pero sería apenas el principio de una estrategia que requiere lucidez y velocidad, exactitud y atingencia, porque los procesos se aceleran y los problemas que antes podían resolverse en años hoy deben atenderse en meses.
No son las drogas sino el narco y su violencia, su esclavización y su dinero los que están destruyendo a México. De esa enfermedad colectiva debemos curarnos si queremos permanecer como nación moderna, segura, democrática. La derrota civilizacional ante ese enemigo sería irreparable, y enfrentarlo exige una medida equivalente al profundo peligro que representa. Que la mano de un mercado abierto, reglamentado por el Estado en ciertas sustancias y monopolizado por él en otras drogas, arrebate a esas mafias narcas la materia prima de su acción criminal.
De no ser así, los tiempos que nos esperan lucen impredecibles y pueden contener, cuando menos, tres escenarios: a) ganan ellos, los malos, y se instala una degradante, insoportable narcoRrealidad; b) gana el Estado, luego de batallas sin fin, y entonces se endurece aún más: autoritarismo policíaco posmo mexicano. O c), ocurre esta utopía: la legalización de las drogas.
Hasta aquí, en aquel foro sobre el tema, la lectura de un alegato que debió terminar con dos palabras: Obama mediante.
Y el foro en sí mismo fue todo un espectáculo. Ocurrió en la poderosa bóveda plástica de Siqueiros, su inagotable Polyforum, que provoca sensaciones físicas y conmociones perceptivas como suele hacerlo el arte superior. El imantante lugar estaba lleno y su asistencia era variopinta, pero dos grandes bloques lo dominaban: los prohibicionistas y los legalizadores.
Fui tomando notas conforme transcurría la primera mesa del encuentro, en la cual dos participantes del sector prohibicionista y políticamente correcto llamaron mi atención: un señor Rodríguez Ajenjo, quien pronunció una frase metafísica al final de su intervención: “la mariguana mata el alma”, sin rubor alguno y tal cual. Y el jefe de la policía capitalina, un funcionario sobreactuado y moralizante, quien pontificó con la sentenciosa energía de un converso que actúa contra el mal, en este caso representado por la mariguana, simplificando siempre y contradiciéndose sin embargo, pues cuando algo se moraliza sólo pueden considerarse los supuestos blancos y negros de la cuestión.
El rotundo y casi amenazante jefe policíaco aseguró impertérrito aquello que las estadísticas no confirman: la condición de la mariguana como puerta fatal hacia la adicción de otras drogas mayores. Alzó la ceja, lanzó un ademán oratorio al escenario y dijo, sin rubor alguno y tal cual, que en 70% de los delitos estaba presente el alcohol. Minutos antes, en una lúcida intervención, José Antonio Crespo se había preguntado por qué, si prohibimos ciertas drogas, no hacemos lo mismo con el alcohol.
Flotaba delante de los ojos del público una pantalla que durante todo el acto reprodujo diversas reflexiones. Anoté una de ellas: “La prohibición no es el control sobre las drogas sino la cesión de su control”, atribuida a Sanho Tree. Tal razonamiento nunca fue considerado por el jefe policiaco que, al modo de los malos médicos, parecía estar interesado en la manutención administrada de la enfermedad antes que en la restitución de la salud. Tampoco lo tomaron en cuenta los amables tecnócratas prohibicionistas que exhibieron estadísticas, estudios médicos, y emitieron alegatos tan morales como los del jefe de las fuerzas del bien y el orden aunque menos copiosos en su escenificación.
Por la otra parte, la legalizadora, había de todo: grupos canábicos a granel, médicos de pensamiento abierto como Humberto Brocca, gente tolerante que no quiere que el problema adictivo de una minoría siga intoxicando la vida cotidiana de la mayoría de la población. También juristas jóvenes e ilustrados que comprenden un aspecto fundamental de la cuestión, el derecho individual del individuo a administrar sus adicciones sin afectar a terceros, como Alejandro Madrazo Lajous, et al.
Parecería entonces que el circo tiene tres pistas y ofrece tres perspectivas: los legalizadores, los prohibicionistas y los narcos. Los dos últimos, unos por la buena y otros por la mala, están paradójicamente interesados en que la droga siga siendo ilegal.
El tema continuará debatiéndose pues condensa varios y complejos factores, muchos más de los que aparentemente se declaran, se informan o se ven. La legalización de las drogas representa un cambio cultural profundo, necesario y positivo para una sociedad mexicana ofendida y atemorizada que merece convertirse en una sociedad abierta, democrática y con voluntad de vivir. ¿Cuánto falta para poder lograrlo?
Fernando Solana Olivares
O tal vez sí, pues los tiempos que corren —época sin síntesis, los llamó Musil— resultan espantosos y cualquier cosa puede suceder. Por eso la importancia de este foro, al cual deben sucederle otros con todo tipo de perspectivas y opiniones para discutir y al fin acordar una política pública respecto a la legalización de las drogas. Legalizar la mariguana en su posesión, consumo y cultivo personales es un paso correcto en dirección correcta. Pero sería apenas el principio de una estrategia que requiere lucidez y velocidad, exactitud y atingencia, porque los procesos se aceleran y los problemas que antes podían resolverse en años hoy deben atenderse en meses.
No son las drogas sino el narco y su violencia, su esclavización y su dinero los que están destruyendo a México. De esa enfermedad colectiva debemos curarnos si queremos permanecer como nación moderna, segura, democrática. La derrota civilizacional ante ese enemigo sería irreparable, y enfrentarlo exige una medida equivalente al profundo peligro que representa. Que la mano de un mercado abierto, reglamentado por el Estado en ciertas sustancias y monopolizado por él en otras drogas, arrebate a esas mafias narcas la materia prima de su acción criminal.
De no ser así, los tiempos que nos esperan lucen impredecibles y pueden contener, cuando menos, tres escenarios: a) ganan ellos, los malos, y se instala una degradante, insoportable narcoRrealidad; b) gana el Estado, luego de batallas sin fin, y entonces se endurece aún más: autoritarismo policíaco posmo mexicano. O c), ocurre esta utopía: la legalización de las drogas.
Hasta aquí, en aquel foro sobre el tema, la lectura de un alegato que debió terminar con dos palabras: Obama mediante.
Y el foro en sí mismo fue todo un espectáculo. Ocurrió en la poderosa bóveda plástica de Siqueiros, su inagotable Polyforum, que provoca sensaciones físicas y conmociones perceptivas como suele hacerlo el arte superior. El imantante lugar estaba lleno y su asistencia era variopinta, pero dos grandes bloques lo dominaban: los prohibicionistas y los legalizadores.
Fui tomando notas conforme transcurría la primera mesa del encuentro, en la cual dos participantes del sector prohibicionista y políticamente correcto llamaron mi atención: un señor Rodríguez Ajenjo, quien pronunció una frase metafísica al final de su intervención: “la mariguana mata el alma”, sin rubor alguno y tal cual. Y el jefe de la policía capitalina, un funcionario sobreactuado y moralizante, quien pontificó con la sentenciosa energía de un converso que actúa contra el mal, en este caso representado por la mariguana, simplificando siempre y contradiciéndose sin embargo, pues cuando algo se moraliza sólo pueden considerarse los supuestos blancos y negros de la cuestión.
El rotundo y casi amenazante jefe policíaco aseguró impertérrito aquello que las estadísticas no confirman: la condición de la mariguana como puerta fatal hacia la adicción de otras drogas mayores. Alzó la ceja, lanzó un ademán oratorio al escenario y dijo, sin rubor alguno y tal cual, que en 70% de los delitos estaba presente el alcohol. Minutos antes, en una lúcida intervención, José Antonio Crespo se había preguntado por qué, si prohibimos ciertas drogas, no hacemos lo mismo con el alcohol.
Flotaba delante de los ojos del público una pantalla que durante todo el acto reprodujo diversas reflexiones. Anoté una de ellas: “La prohibición no es el control sobre las drogas sino la cesión de su control”, atribuida a Sanho Tree. Tal razonamiento nunca fue considerado por el jefe policiaco que, al modo de los malos médicos, parecía estar interesado en la manutención administrada de la enfermedad antes que en la restitución de la salud. Tampoco lo tomaron en cuenta los amables tecnócratas prohibicionistas que exhibieron estadísticas, estudios médicos, y emitieron alegatos tan morales como los del jefe de las fuerzas del bien y el orden aunque menos copiosos en su escenificación.
Por la otra parte, la legalizadora, había de todo: grupos canábicos a granel, médicos de pensamiento abierto como Humberto Brocca, gente tolerante que no quiere que el problema adictivo de una minoría siga intoxicando la vida cotidiana de la mayoría de la población. También juristas jóvenes e ilustrados que comprenden un aspecto fundamental de la cuestión, el derecho individual del individuo a administrar sus adicciones sin afectar a terceros, como Alejandro Madrazo Lajous, et al.
Parecería entonces que el circo tiene tres pistas y ofrece tres perspectivas: los legalizadores, los prohibicionistas y los narcos. Los dos últimos, unos por la buena y otros por la mala, están paradójicamente interesados en que la droga siga siendo ilegal.
El tema continuará debatiéndose pues condensa varios y complejos factores, muchos más de los que aparentemente se declaran, se informan o se ven. La legalización de las drogas representa un cambio cultural profundo, necesario y positivo para una sociedad mexicana ofendida y atemorizada que merece convertirse en una sociedad abierta, democrática y con voluntad de vivir. ¿Cuánto falta para poder lograrlo?
Fernando Solana Olivares
1 Comments:
Le saludo y le comento que soy seguidor de su columna en un conocido Diario, el cual solo me da la ganà comprar los viernes por la razòn ya comentada.
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