EL BILLETE DE 500
Cuando era joven, aquella frase me parecía apolillada. Para mi entusiasmo militante y mi arrogancia imberbe, la nostalgia estaba equivocada porque el futuro siempre sería mejor, no había duda. La sentencia me sonaba reaccionaria, emitida desde la derecha del canon: que nada cambie, que todo siga igual, propia de ancianos abuelos: “Todo tiempo pasado fue mejor”.
Hoy estoy diariamente convencido, en cambio, de que eso es rigurosamente cierto. Alguna vez leí a Flaubert y volví a saber (lo supe gracias a él, pero también lo supe por mí mismo) que lo peor del presente ---aquel que yo utopizaba como mejor--- anunciábase ya en el futuro mismo que contenía, es decir ahora, el tiempo histórico que nos ha sido dado para vivir. Ciertos escritores escriben inmensos ensayos, poderosos ritmos de prosa para documentar la antisintética época. Antes, Robert Musil escribió El hombre sin atributos; hoy Sergio González escribe El hombre sin cabeza.
Antes, Marguerite Yourcenar escribió El denario del sueño, una moneda que iba concentrando las vidas de sus poseedores a lo largo del tiempo, pasando de mano en mano cual un objeto de la mejor memoria humana; hoy a Lola le dieron en el banco un billete falso de 500 pesos, cubierto con una cinta transparente que lo hacía de evidente plástico, una burda imitación cuya delictiva historia sólo consiste en quién fue el último que engañó a otro con ella. Lola reclamó pero la cajera no le hizo ningún caso. Se entiende: son los bancos quienes circulan moneda falsa y bastante burda, porque tratándose de una sucursal bancaria en plena zona alteña, medio montaraz y silvestre, le resulta más sencillo mandar esos billetes a los intercambios financieros del lugar, poco diestros para detectar el engaño. Lógico ahora, cuando todo tiempo pasado fue mejor: ¿quién, si no un banco, sería el encargado de introducir billetes de feria como si fueran de cuño legal? El mundo se ajustó al revés. Cuenta la leyenda que un arquitecto propuso a los revolucionarios franceses construir en París un monumento llamado Boca de Plutón para dejar salir el infierno a la tierra. Inferus privador, le llamaban los escolásticos, y ya salió.
El billete, cosa falsa sin ningún espíritu, resulta un contra-talismán. Saca lo peor de sus poseedores: el engaño. En cambio, la moneda de El denario concentraba un universal que al intercambiarse favorecía el sentido, el equilibrio y la proporción. Exactamente lo contrario de la materialización contemporánea, del reino solidificado de la cantidad y del infierno de la avidez. Lola regresó al banco a reclamar. La cajera lo negó todo y el gerente le espetó que acaso ella había introducido después el billete y que hasta podrían proceder en su contra por falsificadora. Corre, Lola, corre, y tuvo que irse del peligroso banco al revés: si yo te robé, tú eres el presunto culpable.
Comprendí sus razones cuando me las dijo y desde luego le creí. La hipócrita duda razonable del mecánico y mamón gerente sobre quién introdujo ese billete de plástico al flujo monetario, si la cajera o Lola, la descarté por mera intuición. El ser es lo que conoce y yo conozco a Lola. Nunca haría una cosa así, pues aunque la época proclame la condición selvática del todos contra todos, sigue habiendo, y hasta el final de lo humano habrá, gente honesta y buena. Y con Lola la cuestión no es física, ni sus caderas torneadas son collares, como diría el Cantar, ni es obra artesana de orfebre, ni su ombligo, redondo, rebosa vino aromado. Sólo es una gente buena.
Luego pensé en otra historia, más que potencial, del todo posible: la del billete ojete. El jefe, en este caso yo, le digo a Lola que me da mucha pena pero que ese billete lo paga ella. La ética práctica no podría acusarme de nada indebido. Dinero es dinero, sorry. Antes al contrario, se diría que soy un hombre justo que cuida sus legítimos intereses. La quiero bien, pero se chinga, Lola.
O le doy la vuelta al billete y yo mismo lo deslizo entre quienes sé que ni cuenta se darán: los humildes albañiles que trabajan conmigo. Una táctica ojete pero convenientemente mustia, casi pilática, y así no agravio directamente a nadie porque no hay enemigo pequeño. El billete pasaría por no más de tres manos antes de que alguien perdiera con él: se lo doy al maestro para que raye al peón para que éste compre unas galletas y unos refrescos en la minúscula tienda de la viejita que terminará pagándolo cuando su proveedor de comida chatarra lo rechace. Lamento mucho, señora viejita, que pierda en este juego la magra ganancia de todo un mes, así son las heladas aguas del cálculo egoísta: es el casino pirámide que llamamos capitalismo, ¿sabe usted?
Nada es para siempre y hasta la tranza cansa. La nostalgia que despiertan estos días gandallas habrá terminado en el futuro, cuando el tiempo humano sea mejor. Diversas catástrofes, aquellos pasos repentinos de la felicidad a la infelicidad que cambian estructuralmente las culturas, habrán ocurrido sin falta, y para entonces tontos dilemas existenciales como el de ahora ya no subsistirán: dado que no puedo reclamarle a quien me lo hizo, debo encontrar quién me lo pagará.
Nadie le hace nada a nadie, y tal sentencia será entonces exotérica y esotéricamente cierta: nadie lo hará. Pero hete aquí que mientras tanto adviene esa edad de oro, el insidioso contra-talismán no se resigna a no producir su hechizo: son quinientos varos, carajo. Aunque hoy que es Viernes Santo, ¿a quién le sirven y para qué?
Fernando Solana Olivares
Hoy estoy diariamente convencido, en cambio, de que eso es rigurosamente cierto. Alguna vez leí a Flaubert y volví a saber (lo supe gracias a él, pero también lo supe por mí mismo) que lo peor del presente ---aquel que yo utopizaba como mejor--- anunciábase ya en el futuro mismo que contenía, es decir ahora, el tiempo histórico que nos ha sido dado para vivir. Ciertos escritores escriben inmensos ensayos, poderosos ritmos de prosa para documentar la antisintética época. Antes, Robert Musil escribió El hombre sin atributos; hoy Sergio González escribe El hombre sin cabeza.
Antes, Marguerite Yourcenar escribió El denario del sueño, una moneda que iba concentrando las vidas de sus poseedores a lo largo del tiempo, pasando de mano en mano cual un objeto de la mejor memoria humana; hoy a Lola le dieron en el banco un billete falso de 500 pesos, cubierto con una cinta transparente que lo hacía de evidente plástico, una burda imitación cuya delictiva historia sólo consiste en quién fue el último que engañó a otro con ella. Lola reclamó pero la cajera no le hizo ningún caso. Se entiende: son los bancos quienes circulan moneda falsa y bastante burda, porque tratándose de una sucursal bancaria en plena zona alteña, medio montaraz y silvestre, le resulta más sencillo mandar esos billetes a los intercambios financieros del lugar, poco diestros para detectar el engaño. Lógico ahora, cuando todo tiempo pasado fue mejor: ¿quién, si no un banco, sería el encargado de introducir billetes de feria como si fueran de cuño legal? El mundo se ajustó al revés. Cuenta la leyenda que un arquitecto propuso a los revolucionarios franceses construir en París un monumento llamado Boca de Plutón para dejar salir el infierno a la tierra. Inferus privador, le llamaban los escolásticos, y ya salió.
El billete, cosa falsa sin ningún espíritu, resulta un contra-talismán. Saca lo peor de sus poseedores: el engaño. En cambio, la moneda de El denario concentraba un universal que al intercambiarse favorecía el sentido, el equilibrio y la proporción. Exactamente lo contrario de la materialización contemporánea, del reino solidificado de la cantidad y del infierno de la avidez. Lola regresó al banco a reclamar. La cajera lo negó todo y el gerente le espetó que acaso ella había introducido después el billete y que hasta podrían proceder en su contra por falsificadora. Corre, Lola, corre, y tuvo que irse del peligroso banco al revés: si yo te robé, tú eres el presunto culpable.
Comprendí sus razones cuando me las dijo y desde luego le creí. La hipócrita duda razonable del mecánico y mamón gerente sobre quién introdujo ese billete de plástico al flujo monetario, si la cajera o Lola, la descarté por mera intuición. El ser es lo que conoce y yo conozco a Lola. Nunca haría una cosa así, pues aunque la época proclame la condición selvática del todos contra todos, sigue habiendo, y hasta el final de lo humano habrá, gente honesta y buena. Y con Lola la cuestión no es física, ni sus caderas torneadas son collares, como diría el Cantar, ni es obra artesana de orfebre, ni su ombligo, redondo, rebosa vino aromado. Sólo es una gente buena.
Luego pensé en otra historia, más que potencial, del todo posible: la del billete ojete. El jefe, en este caso yo, le digo a Lola que me da mucha pena pero que ese billete lo paga ella. La ética práctica no podría acusarme de nada indebido. Dinero es dinero, sorry. Antes al contrario, se diría que soy un hombre justo que cuida sus legítimos intereses. La quiero bien, pero se chinga, Lola.
O le doy la vuelta al billete y yo mismo lo deslizo entre quienes sé que ni cuenta se darán: los humildes albañiles que trabajan conmigo. Una táctica ojete pero convenientemente mustia, casi pilática, y así no agravio directamente a nadie porque no hay enemigo pequeño. El billete pasaría por no más de tres manos antes de que alguien perdiera con él: se lo doy al maestro para que raye al peón para que éste compre unas galletas y unos refrescos en la minúscula tienda de la viejita que terminará pagándolo cuando su proveedor de comida chatarra lo rechace. Lamento mucho, señora viejita, que pierda en este juego la magra ganancia de todo un mes, así son las heladas aguas del cálculo egoísta: es el casino pirámide que llamamos capitalismo, ¿sabe usted?
Nada es para siempre y hasta la tranza cansa. La nostalgia que despiertan estos días gandallas habrá terminado en el futuro, cuando el tiempo humano sea mejor. Diversas catástrofes, aquellos pasos repentinos de la felicidad a la infelicidad que cambian estructuralmente las culturas, habrán ocurrido sin falta, y para entonces tontos dilemas existenciales como el de ahora ya no subsistirán: dado que no puedo reclamarle a quien me lo hizo, debo encontrar quién me lo pagará.
Nadie le hace nada a nadie, y tal sentencia será entonces exotérica y esotéricamente cierta: nadie lo hará. Pero hete aquí que mientras tanto adviene esa edad de oro, el insidioso contra-talismán no se resigna a no producir su hechizo: son quinientos varos, carajo. Aunque hoy que es Viernes Santo, ¿a quién le sirven y para qué?
Fernando Solana Olivares
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