Saturday, April 11, 2009

MUERTE ALEBRESTADA

“Cuando existimos, la muerte no existe, y cuando está la muerte, nosotros no existimos”, solía decir el filósofo griego Epicuro. Lo mismo afirmaría muchos siglos después, ya en plena modernidad, el vienés Ludwig Wittgenstein: “La muerte no es un evento de la vida: no se vive la muerte”. Jean Paul Sartre, otro pensador contemporáneo, postularía un poco más adelante que “la muerte es un puro hecho, como el nacimiento; viene hacia nosotros desde el exterior y nos transforma en exterioridad”.
A pesar de su elusividad, de su aparente sinsentido y aun de su tenebrosidad, la muerte inevitable y su misteriosa geografía han sido un tema básico para lo que podría llamarse la última estación filosófíca occidental ---reveladora confirmación, según el historiador de las religiones Mircea Eliade, de que el hombre actual anhela una comprensión existencial de la muerte, así ésta quede carente de cualquier contenido devocional---. Martin Heidegger, su exponente máximo, define al sujeto como el “ser hacia la muerte”, pues para él esa circunstancia es “la más propia, exclusiva y esencial potencialidad” que lo determina. Y al concluir que la muerte “esconde dentro de sí la presencia del ser”, puede interpretarse que el filósofo de la Selva Negra sugiere que el encuentro integral de ese ser sólo ocurre en el acto mismo de morir. Bienvenida la muerte, entonces, porque en ella se realiza el sentido del sujeto y se aclara al fin el sentido del existir.
Pero es dudoso que esta paradoja (vivir para morir para encontrar la razón de haber vivido) sea el aliento profundo de un culto emergente mexicano, el de la Iglesia de la Santa Muerte, que asegura tener cinco millones de fieles y sufrir una persecución cuya autoría intelectual achaca a la Iglesia católica, la cual, conforme declaraciones hechas a la agencia Efe (30/III/09) por David Romo, arzobispo primado de dicho culto, solamente cuenta con apenas el 40 % de adherentes entre la población del país.
Si casi todas las revueltas modernas y contemporáneas obedecen a una contracultura cuyos aspectos espirituales reiteran el rechazo tanto de la tradición cristiana como del racionalismo propio de la era industrial y su fariseica mentalidad burguesa, ha sido la esperanza de una renovación personal o colectiva ---“una restauración mística de la dignidad y los poderes originales del hombre” (M. Eliade)--- el objetivo principal y confeso de las múltiples sectas, grupos ocultistas y prácticas neopaganas y orientalistas que en todos los niveles sociales han surgido incesantemente desde el siglo XVIII hasta nuestros días por el mundo occidental.
Cabría preguntarse si esta voluntad renovadora de dignificación humana, propia de lo que se denomina difusamente como un extendido neognosticismo contemporáneo, también está presente en un culto cuya significante iconografía adoratoria consiste en la representación de la Parca, la Moira destinada a cortar el hilo de la existencia, y si su devoción no entraña inquietantes similitudes con aquel grito destructivo de Millán Astray, el fascista español que expulsó al rector Unamuno bajo la consigna de “¡Viva la muerte, muera la inteligencia!”, y que hoy podría modificarse por un “¡Muera la vida!” sin más.
Es cierto que desde una perspectiva simbólica y tradicional, conforme escribe Alexandre Volguine, “La Muerte ---o el Guadañador--- expresa la evolución importante, el duelo, la transformación de los seres y las cosas, el cambio, la fatalidad ineluctable”, pero a la vez significa la desilusión, la separación, el estoicismo, el desaliento y el pesimismo. No es casual, entonces, que el culto de la Santa Muerte sea la “religión” (entre comillas, pues este término significa religarse con el sentido sacramental de lo existente) preferida de los narcotraficantes y los criminales, es decir, de quienes practican un feroz desprecio por la vida, de los nihilistas asesinos y sanguinarios que infligen dolor y sufrimiento indiscriminados, que cercenan las cabezas de sus adversarios, que secuestran gente y extorsionan a cualquiera, que destruyen el tejido social; la “religión” preferida del mal y de sus sicarios en esta hora oscura donde pretenden instaurar el reinado del terror.
La reciente destrucción de 30 altares a la Santa Muerte en Nuevo Laredo ha provocado que el ministro de ese culto llame a una “guerra santa” contra el gobierno y la Iglesia católica, y que amague con la posibilidad de un “levantamiento” en defensa de su inclinación. Tal levantamiento, una insurrección narca y del crimen organizado, está ocurriendo ya desde hace meses. Sólo faltaba llamarle “guerra santa” a un proceso generalizado de criminal descomposición, ahora con el pretexto persecutorio de una innecesaria e inoportuna, tonta y mediática acción gubernamental.
Parece haber tenido plena razón Alejandro Jodorowsky cuando hace años, utilizando para ello el Tarot, pronosticó este durísimo presente nuestro: México, anticipó el sicomago, es un país que se crucificará a sí mismo para dar paso... ¿a qué? No quedó claro entonces hacia dónde iríamos, mucho menos se percibe con claridad este primer viernes de abril, el mes más cruel, como lo llama el poema: ¿un Estado fallido, un gobierno fallido, una sociedad fallida, una realidad insoportable y fallida?
La muerte es puerta de la vida (mors janua vitae), aseguraba el viejo dicho latino. Pero en México la muerte anda alebrestada y su puerta comienza a abrirse de par en par.

Fernando Solana Olivares

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