LAS REGLAS DEL DESEO
Desear es una costumbre de la gente, un vicio de la conciencia. Me lo vengo diciendo mientras camino con cierto disgusto hasta el lugar. Una vieja casa provinciana de decadentes aires patricios. Entro en una alta estancia tapizada donde están el fotógrafo, su asistente y la modelo. Me explican la mecánica de la sesión: ella se irá desnudando poco a poco, se irá moviendo a mi alrededor, habrá música ambiental, yo podré tocarla ligeramente e interactuar con sus posiciones.
Comenzamos. Me he vestido de negro, como los fondos de la escena black is black donde hay un sillón virreinal para sentarse. Ella se quita la blusa y hace algunos movimientos cerca de mí. Observo su piel color canela, veo su epidermis, el erguido pezón, y a contraluz los pelillos de oro que cubren, como un microcampo de trigo, sus redondos senos. Aspiro su aroma y éste es bueno. El cuerpo delgado sigue haciendo circunvoluciones en torno mío. Y me pregunto qué hago ahí.
Me chingo: principio de razón suficiente: si estoy aquí es por algo, sobre todo porque dije que sí. Lucho para suspender temporalmente mi incredulidad: estoy para representar, delante de un fotógrafo inquisitivo que viene haciendo su propia historia, que va leyendo ---eso cree él--- el encuentro entre mi cuerpo y el de ella. Es la representación del deseo y debo actuarla. Entonces me engarroto. Entiéndase el término, no supone ninguna enunciación.
Robotizándose: recuerdo alguna lectura donde se habla de la pose cuando uno se siente observado. Pero luego pienso qué haría con aquella mujer si estuviéramos a solas. ¿Practicaría carezza, aquella técnica amatoria que ocupa mucho tiempo, largos minutos, en intercambiar los campos biomagnéticos de los amantes y llevarlos a alcanzar un goce sacramental? No, en todo caso lo haría con mi mujer. Su cabello ensortijado roza mi barbilla y su perfume llega hasta mi nariz.
Me siento envuelto por una telaraña suavemente pornográfica y forzadamente erótica. Y la suavización viene de que hay una declaración artística previa, una voluntad estética dicha: la escritura y el deseo. Pero como se trata de exacerbarlo, de hacerlo aparecer, uno debe simularlo. Me observo a mí mismo y me doy cuenta que acabo de comprender somáticamente algo que sabía teóricamente: la técnica de la distanciación. Otra en ella y otro en mí llevan a cabo la puesta en escena.
¿Para quién? Sobre todo para el fotógrafo que dirige las acciones y se acerca a las mismas con su cámara inclemente y golosa. Acaso para quien lo asiste, la encargada de la atmósfera y de fotografiar todo el proceso, aquello sí represente un laboratorio de tres vidrios: ella, el fotógrafo, los modelos, pero no está exento de un vicaratio patente en toda la cuestión: la construcción del deseo.
Luego me asaltan mis fantasmas literarios y me siento un viejo en la casa de las bellas durmientes. Se activa el principio cavafiano de: recuerda, cuerpo. Ahora se cierra un ciclo, si puedo verlo así. Y además por escrito, porque debe consignarse la experiencia: la escritura y el deseo. Pero los focos, el vouyerismo, la ficción. Y mi edad. Un respetable número de años en los cuales debe superarse el deseo, así tantas opiniones digan que es irrenunciable.
Depende. Henry Miller confesó que cuando tuvo sesenta años dijo que llegando a a los setenta habría vencido su obsesión por el sexo, por el deseo. A dicha edad se prometió que lo lograría cerca de los ochenta. Después de esa fecha, aceptó que nunca lo remediaría. Ella acerca su cuerpo al mío en posturas que de pronto se han vuelto interesantes, como si se hubiera alcanzado ya el sentido de la representación.
Por un impulso la cargo en mis brazos, su cuerpo se abandona en ellos y lo sostengo delante de la cámara. Un rapto griego me estremece, siento ser el héroe que lleva un cuerpo más joven e inerte ante los dioses. Tal imagen se me presenta cerrando un ciclo. Sé que éste es el mejor momento de la sesión, pero también que no será una buena fotografía. Soy Ulises que carga el cuerpo deshilvanado de una mujer temprana.
Los caballeros medievales y los trovadores atendían el imperativo del amor cortés: adorar a la dama, pero nunca tocarla. Así yo. Hago de cuenta que mis ojos ven la belleza y basta con ello. No es la operación terciaria del fotógrafo que gira y gira sobre el cuadro, sino una satisfacción distinta: ver y no tocar y no desear.
La abolición del deseo. Primera regla: todo asunto se puede resolver si se plantea. La abolición del deseo se llama contemplación, es la vía seca para dejar una etapa existencial y seguir a la siguiente. El deseo radica en la vía húmeda, que es la acción. El Buda transforma a la lasciva y hermosa cortesana seductora en huesos y carnes descompuestas. La ilusión separativa está en la mecánica que nos lleva a desear, pues nos fascina lo que vemos y tomamos por real-real.
La abolición del deseo. Segunda regla: velados son más deseables los senos, desnudos solamente son contemplables. La febrilidad mecánica de la cámara, su ojo virtual haciendo clic, danza como una polilla a nuestro alrededor. La luz cae a plomo sobre nuestras sombras puestas en sutiles posiciones.
La obrita sería kitsch, aunque la salva la voluntad de la modelo, muy aplicada en moverse conforme al acuerdo; la voluntad de él, director del cuadro plástico y febril disparador de tomas; la voluntad de ella, asistente que podría pasar por orquestadora secreta del proscenio. (...)
Fernando Solana Olivares
Comenzamos. Me he vestido de negro, como los fondos de la escena black is black donde hay un sillón virreinal para sentarse. Ella se quita la blusa y hace algunos movimientos cerca de mí. Observo su piel color canela, veo su epidermis, el erguido pezón, y a contraluz los pelillos de oro que cubren, como un microcampo de trigo, sus redondos senos. Aspiro su aroma y éste es bueno. El cuerpo delgado sigue haciendo circunvoluciones en torno mío. Y me pregunto qué hago ahí.
Me chingo: principio de razón suficiente: si estoy aquí es por algo, sobre todo porque dije que sí. Lucho para suspender temporalmente mi incredulidad: estoy para representar, delante de un fotógrafo inquisitivo que viene haciendo su propia historia, que va leyendo ---eso cree él--- el encuentro entre mi cuerpo y el de ella. Es la representación del deseo y debo actuarla. Entonces me engarroto. Entiéndase el término, no supone ninguna enunciación.
Robotizándose: recuerdo alguna lectura donde se habla de la pose cuando uno se siente observado. Pero luego pienso qué haría con aquella mujer si estuviéramos a solas. ¿Practicaría carezza, aquella técnica amatoria que ocupa mucho tiempo, largos minutos, en intercambiar los campos biomagnéticos de los amantes y llevarlos a alcanzar un goce sacramental? No, en todo caso lo haría con mi mujer. Su cabello ensortijado roza mi barbilla y su perfume llega hasta mi nariz.
Me siento envuelto por una telaraña suavemente pornográfica y forzadamente erótica. Y la suavización viene de que hay una declaración artística previa, una voluntad estética dicha: la escritura y el deseo. Pero como se trata de exacerbarlo, de hacerlo aparecer, uno debe simularlo. Me observo a mí mismo y me doy cuenta que acabo de comprender somáticamente algo que sabía teóricamente: la técnica de la distanciación. Otra en ella y otro en mí llevan a cabo la puesta en escena.
¿Para quién? Sobre todo para el fotógrafo que dirige las acciones y se acerca a las mismas con su cámara inclemente y golosa. Acaso para quien lo asiste, la encargada de la atmósfera y de fotografiar todo el proceso, aquello sí represente un laboratorio de tres vidrios: ella, el fotógrafo, los modelos, pero no está exento de un vicaratio patente en toda la cuestión: la construcción del deseo.
Luego me asaltan mis fantasmas literarios y me siento un viejo en la casa de las bellas durmientes. Se activa el principio cavafiano de: recuerda, cuerpo. Ahora se cierra un ciclo, si puedo verlo así. Y además por escrito, porque debe consignarse la experiencia: la escritura y el deseo. Pero los focos, el vouyerismo, la ficción. Y mi edad. Un respetable número de años en los cuales debe superarse el deseo, así tantas opiniones digan que es irrenunciable.
Depende. Henry Miller confesó que cuando tuvo sesenta años dijo que llegando a a los setenta habría vencido su obsesión por el sexo, por el deseo. A dicha edad se prometió que lo lograría cerca de los ochenta. Después de esa fecha, aceptó que nunca lo remediaría. Ella acerca su cuerpo al mío en posturas que de pronto se han vuelto interesantes, como si se hubiera alcanzado ya el sentido de la representación.
Por un impulso la cargo en mis brazos, su cuerpo se abandona en ellos y lo sostengo delante de la cámara. Un rapto griego me estremece, siento ser el héroe que lleva un cuerpo más joven e inerte ante los dioses. Tal imagen se me presenta cerrando un ciclo. Sé que éste es el mejor momento de la sesión, pero también que no será una buena fotografía. Soy Ulises que carga el cuerpo deshilvanado de una mujer temprana.
Los caballeros medievales y los trovadores atendían el imperativo del amor cortés: adorar a la dama, pero nunca tocarla. Así yo. Hago de cuenta que mis ojos ven la belleza y basta con ello. No es la operación terciaria del fotógrafo que gira y gira sobre el cuadro, sino una satisfacción distinta: ver y no tocar y no desear.
La abolición del deseo. Primera regla: todo asunto se puede resolver si se plantea. La abolición del deseo se llama contemplación, es la vía seca para dejar una etapa existencial y seguir a la siguiente. El deseo radica en la vía húmeda, que es la acción. El Buda transforma a la lasciva y hermosa cortesana seductora en huesos y carnes descompuestas. La ilusión separativa está en la mecánica que nos lleva a desear, pues nos fascina lo que vemos y tomamos por real-real.
La abolición del deseo. Segunda regla: velados son más deseables los senos, desnudos solamente son contemplables. La febrilidad mecánica de la cámara, su ojo virtual haciendo clic, danza como una polilla a nuestro alrededor. La luz cae a plomo sobre nuestras sombras puestas en sutiles posiciones.
La obrita sería kitsch, aunque la salva la voluntad de la modelo, muy aplicada en moverse conforme al acuerdo; la voluntad de él, director del cuadro plástico y febril disparador de tomas; la voluntad de ella, asistente que podría pasar por orquestadora secreta del proscenio. (...)
Fernando Solana Olivares
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