Friday, September 07, 2012

SIETE VECES NO.

Impecable, impoluta, incuestionable: la elección presidencial alcanzó la perfección democrática, se ciñó con todo esmero a las leyes vigentes y el honorabilísimo Tribunal Electoral, tan imparcial como objetivo, dejó enfática constancia judicial de ello. ¿Actos anticipados de campaña por parte de Peña Nieto? Absolutamente ninguno. ¿Financiamiento encubierto de la misma? Calumnia vil. ¿Rebasamiento de los topes económicos? Por favor. ¿Compra de votos? Como si hiciera falta al avasallador carisma del candidato declarado vencedor. ¿Utilización de encuestas para inducir las preferencias electorales? Paranoia e ignorancia anticientíficas. ¿Inequitatividad en las coberturas informativas? Fantasía flagrante y ataque a la libertad de expresión. ¿Intervención de gobiernos estatales a favor del candidato priísta? Aberración malsana. ¿Construcción mediática de su candidatura? Insulto a la capacidad crítica del electorado y agravio gratuito al de sobra conocido y habitual comportamiento ético del duopolio televisivo mexicano. Si lo que se dice tres veces es verdad, según el preclaro Bellman de Lewis Carrol, lo que se afirma siete veces es doble verdad más uno, como lo dejó muy en claro el honorabilísimo y unánime Tribunal Electoral, cuyos miembros no se pusieron de acuerdo previamente para llegar a su ejemplar sentencia compartida, sino que coincidieron en ella cada uno por su cuenta dada la artificiosa insostenibilidad de las impugnaciones hechas por el Movimiento Progresista al proceso electoral. Y si alguien piensa que el juicio del honorabilísimo Tribunal Electoral se asemeja a aquel del robo de las tartas en Alicia en el País de las Maravillas, donde el Rey que lo preside hostiga al Sombrerero en su testimonio ---“Demuéstrelo, y deje de ponerse nervioso u ordenaré que lo ejecuten aquí mismo”---, o desestima las posibles pruebas ---“Si no tiene ningún sentido, nos ahorrará una gran cantidad de trabajo porque no necesitaremos buscárselo”---, y la Reina propone variar el procedimiento ---“¡No, no! La sentencia primero, el veredicto después”---, estará sin duda trivializando y con ello afectando la institucionalidad democrática electoral mexicana, la cual, pésele a los ultras, a los malos perdedores y a los resentidos que les pese, va robusteciéndose cada vez más gracias a la patriótica lucidez y a la evidente probidad de quienes la instrumentan y califican. Circunstancias tales como la premura con la que el honorabilísimo Tribunal Electoral calificó la elección y entregó la constancia de mayoría, o la omisión de su facultad constitucional para erigirse en tribunal de plena jurisdicción, o la abstención de su obligación analítica e investigativa al exigir la carga de la prueba a la parte impugnadora, o la negativa a otorgarle valor probatorio al hecho notorio (que en todo el mundo, desde el derecho romano, no ha requerido prueba, según afirma el doctor en derecho Javier Quijano), no resultan cuestiones sustantivas ante la inapelable conclusión de improcedencia repetida siete veces. Tampoco es de considerar el lenguaje gestual del presidente de los magistrados, Alejandro Luna Ramos, y su obsequiosidad semióticamente antirrepublicana al entregar la constancia de mayoría a Enrique Peña Nieto, o los vínculos públicos de la ministra María del Carmen Alanís con representantes del presidente electo en abril del año pasado, o las impolutas trayectorias de los otros integrantes del órgano judicial. La hegemonía cultural, y con ella el control de las representaciones imaginarias de la mentalidad colectiva, se logra mediante lo que se ha descrito como una “ocupación del lenguaje”. Contiene la creación y propagación de nuevos conceptos, la usurpación de la terminología del oponente, la estigmatización de los grupos adversos y opositores, un método de argumentación radicado en la simplificación y la comprensión inmediata, la creación de un marco de sentido basado en lo que se define como realidad única, una táctica de repetición o saturación del discurso, el uso de los medios masivos de comunicación para implantar tales contenidos y la moralización del discurso público (Abril, Sánchez Leyva y Tranche, El País, 1-IX-12). La lucha política mexicana oscila alrededor de las denominaciones correctas para describir lo verdadero. Los siete discursos de los magistrados revelan mucho más de lo que literalmente establecen. Decir siete veces no supone reiterar, por exceso, que se dejan fuera del análisis otras afirmaciones. Vencieron por ahora, pero no convencieron. Lo que mal empieza, mal acaba. Fernando Solana Olivares.

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