PERSEVERANTE ASOMBRO.
En aquel legendario discurso pronunciado en 1936 para conmemorar los 50 años de Hermann Broch, Elías Canetti habló de las servidumbres del escritor, de un vicio concreto y peculiar, siempre insaciable pero siempre recurrente, atenido a una respiración propia y a la vez colectiva que no hace, sin embargo, que el verdadero escritor escape a los actos habituales de cualquiera, tampoco que su destino lo ponga al margen de “los torturados guijarros de la cotidianidad”. Ese vicio, afirmó Canetti, es vivir entregado a su tiempo, pasar por cada una de sus motivaciones sin que algo se le escape. Con él, y con su insistente perseverancia, el escritor agota hasta donde puede el mundo y nadie podría sustituirlo en el cumplimiento de una tarea que sólo es suya: “La voluntad seria de sintetizar su época, una sed de universalidad que no se deje intimidar por ningún acto aislado, que no prescinda de nada, no pase por alto nada ni realice nada sin esfuerzo”.
A partir de esa vocación hegemónica, entrañablemente temporal, Canetti fustigó a quienes creen que la intensidad y la grandeza de una obra se alzan por encima de su tiempo, a los “sublimes”, como los llamó, que pueden estar mentalmente en cualquier espacio perdido para todos menos para su particular subjetividad, habitando una franja de la realidad donde el “sublime” es su propio sacerdote y su único creyente. Dicha disposición estética de alejamiento, que para Canetti obedecía, más que nunca, a la desintegración de los valores culturales propia de la modernidad, significa una ceguera protectora de la persona pero a la vez destructiva de la función escritural.
Citando entonces un pasaje de Broch sobre James Joyce, Canetti ilustró la misión, si éste término se entiende sin su carga redentora, de la literatura en la actualidad: una impaciencia del conocimiento ecuménica y no sujeta a determinaciones empíricas o sociales, surgida en un momento histórico cuando la filosofía ha cancelado su voluntad de universalidad y han expirado las grandes narrativas para explicar lo existente, cuando las preguntas básicas sobre la vida y la muerte se han transferido al intangible y menospreciado espacio de la metafísica.
Y a los imperativos del escritor derivados de tal misión: estar en su tiempo, entregarse a él buscando su síntesis imposible, Canetti adjuntó un tercer mandamiento que, como en las rutas iniciáticas, negaba los pasos exigidos previamente: el escritor debía estar contra su época: “Y este mismo sabueso, que se pasa la vida entera siguiendo los dictados de su hocico, sibarita y víctima abúlica a la vez, libertino y presa de otros al mismo tiempo, esta misma criatura ha de estar constantemente contra todo, tomar postura contra sí misma y contra su vicio, sin poder liberarse nunca de él, proseguir su tarea, indignarse y encima estar consciente de su propia disyuntiva”. Amar y detestar, conocer y desconocer, entender y no comprender, como en una dialéctica de la contradicción y asimismo de la ambigüedad.
Dicha exigencia contenía el sumario de un legado cultural y el esquema de una empresa tan improbable cuanto más fuera intensa la voluntad que la animara. Pues si el espíritu de la modernidad postula que más allá de la muerte nada existe y por ello ha hecho de lo cotidiano y lo inmediato una sacralidad bastarda con aspiraciones absolutas, el escritor es un heredero de fracasos civilizacionales cuya obra ---una pasión siempre desdichada e ignorante del futuro que le espera y del sentido profundo que la anima---, intentará reunir un espejo quebrado donde siempre faltarán pedazos. Diría Canetti que la filosofía le ha impuesto su empeño de universalidad, que la religión le ha transferido el insoluble asunto de la muerte, y que la vida, “antes de toda religión y toda filosofía”, ha inoculado en él su avidez insaciable.
Quien pregunte por el método no encontrará en Canetti más que el consejo de la perseverancia, la insistencia en esa generosidad del asombro contra todos los impedimentos contemporáneos que han empobrecido la antes tan humana capacidad de asombrarse, la lúcida fortaleza para quitarse de encima la sombra síquica que lo impide. El consejo de amar la corta y tirante correa que nos sujeta a la tierra y a la vez rechazarla, de cultivar con paciencia tal vocación de servidumbre, de hacer en suma, como dirían antaño las abuelas, de la necesidad una virtud.
Fernando Solana Olivares.
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