MICROTORMENTAS.
Me siento como un chivo en una cristalería. Acabo de ocupar un puesto y ya estoy pensando en renunciar: sin querer ---o quizá a propósito, cosa que puede ser peor--- he generado turbulencias que van creciendo. Platico con el cura sobre el bello museo de arte sacro del pueblo, le garantizo mi interés y apoyo, y a continuación difunde la especie de que quiero quitarle el sitio. Acudo a la inmóvil desde hace más de una década Casa de la Cultura y un regidor me espeta, con dificultades articulatorias, que la única cultura que existe es la que digan los habitantes de ahí mero, no los fuereños como Mozart o Mondrian o como quien sea o como yo. Converso amablemente con un pintor para que acepte borrar su deforme fresco en el palacio municipal, trago amargo pero tan visualmente obvio como lo que en el triste muro se mira, quedamos los dos en pensar la idea de un comité estético que juzgue, y por la madrugada pide solidaridad masiva en facebook contra mi atrevimiento. Se la compra un articulista local que hace tres semanas me elogió ampliamente y hoy me difama. Me enfurezco de enfurecerme cuando un buen amigo me habla para leerme el largo y mal escrito vituperio. No aprendo: mientras más viejo más pendejo. Me siento a la máquina y hago un texto encabronado contra las infamias del infame. Mi mujer, mi dulce morada, me convence de atemperarlo. De todos modos el texto que queda es seco, duro, muy áspero. Cuando uno está en una cristalería puede requerir ayuda. Llega por varias vías: dos queridas amigas me hablan para reiterarme su solidaridad incondicional, su afecto y respeto. Bálsamos de la gente buena. Otro amigo leal providencialmente me aconseja lo que decido hacer después de escucharlo: no contestarle, una táctica que escasamente he empleado en mi vida, pero sucede que ya estoy cansado de ir a todas sin dejar pasar ninguna. El infamador no existe, como el loco acosador cibernético, la mujer que vomita al oír mi nombre, los parroquianos desamodorrados por una narrativa cultural exógena, el cura tergiversador o el desventurado e inquietante grupo de hombres que desde hace unas semanas ocupa sin ocupar un terreno aledaño a la abadía. Es decir, son pero no son. Solamente así Merlín pudo vencer a Fata Morgana, dándole la espalda. Daré la espalda a esa gente por una razón primaria: no me interesa. Súbitamente siento en mí aquella poderosa distancia frente a la opinión ajena del César en Los idus de marzo de Wilder, el sabio descanso interior de no contestar. Poder sobre el poder, poder sobre uno mismo: ignorarlos. Así la voluntad se purifica y el ánimo vuelve a restablecerse. Si Heidegger nunca contestó a sus pequeños críticos, mucho menos yo lo haré con los míos. Y podré proceder como Schopenhauer cuando llegaba a su corazón el desaliento por las miserias de lo humano: recordar los actos propios, los libros escritos, la vida buena. Montherlant lo sabía: vayamos tranquilos y seguros de lo que es y de lo que somos, nadie es juez de mi honor, no se me deshonra así nomás, como dejó por escrito. Es una cuestión de colocación: adentro o afuera. Si uno está afuera vive a la intemperie, si uno tiene interioridad se protege, es dueño de un ánimo que no depende de lo que digan o hagan los demás. Por tantos años he vivido afuera de mí mismo que ahora me urge entrar otra vez y ya no salir. Beneficios de la edad que avanza cuando uno regresa a su interior y entiende al Buda: “320. De la misma manera que un elefante en el campo de batalla soporta la flecha que se le lanza desde un arco, así uno debe soportar las abusivas palabras que se le dirijan. Verdaderamente, la mayoría de los hombres poseen una naturaleza enferma”. O ceder y permanecer intacto, según manda la sentencia taoísta. Me interesa más observar a los patos del norte que han llegado al espejo de agua de la pequeña presa en la cañada, un espectáculo de litúrgica bendición y alta belleza, que poner en su sitio moral al gacetillero. Los Homais, esos filisteos que antes rodeaban a la infeliz Emma Bovary y hoy a mí, seguirán quebrando cristales alrededor, dipsómanos de los otros, mientras todo lo sólido se desvanece en el aire como una evaporación súbita que no pueden nombrar. Me interesa más explorar esa sensación de poder y alegría proveniente de un funcionamiento carente de conflictos interiores, aquel estado donde las funciones del yo están exentas de angustia, descrito por Federn y citado por Zolla, el inagotable. De tal modo el arte de la guerra se basa en el silencio: no contestar. Histerias provincianas que se ahogan en un vaso de agua: microtormentas.
Fernando Solana Olivares.
3 Comments:
El barco no sólo ha salido del puerto sino que ya está en medio del mar, no lo deje sin capitán y en medio de la tormenta.
Felicidades mi estimado maestro. Es difícil navegar con piratas que solo nos quieren robar la paz.
Al nombrar a Buda y leer tu escrito, pienso en la meditación y "filosofía" que practico, busco y a veces llega a mi en forma de realizaciones un tanto viscerales, bastante inefables.
Esta paz interior de la que habla, la he vivido. Le doy la razón: no hay más paz que la del silencio interior gritando al mundo. Que el silencio de la paz sea tal que lo abarque todo y llegue a todos.
Hace bien, no responda. Deje pasar las críticas como los pensamientos. Haga su trabajo que, según me dice quien lo recomendó, hace usted muy bien. No lo dudo, habiéndolo leído.
Sinceramente,
Daniela
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