Friday, September 21, 2012

EL BUDISMO DE CIORAN / I.

El primer capítulo de Desgarradura (Tusquets Editores, Buenos Aires, 2004), uno de los más tonificantes e indóciles libros de E. M. Cioran, se inicia mencionando la leyenda de inspiración gnóstica según la cual, en tiempos previos al tiempo, hubo una lucha celeste entre los partidarios del arcángel Miguel y los secuaces del Dragón. Los ángeles que no tomaron partido en esta batalla metafísica fueron condenados a vivir en la Tierra. De ahí nuestra condición anfibia, escatológicamente hamletiana, la caída producto de nuestra ambigüedad. Para Cioran, neo-gnóstico sin serlo, idólatra de la duda, incrédulo en ebullición, budólogo aunque no budista como se verá, entonces comienza la historia, la cual “tendría por causa una vacilación y el hombre sería el resultado de una duda original”. El castigo consistirá en que sea arrojado a la Tierra “para aprender a optar”. Y en adelante su condena comprenderá la realización del acto, la búsqueda de la aventura, el afán por seguir una causa y el impulso para reunirse en torno a una verdad. Aunque el genial e inclasificable rumano se pregunta de cuál verdad trátase, pues existen dos nociones de ella conforme la escuela filosófica que define como la más avanzada de todas: “En el budismo tardío, especialmente en la escuela Madhyamika, se pone el acento en la radical oposición entre la verdad verdadera o paramarta, patrimonio del liberado, y la verdad corriente o samvriti, verdad ‘velada’, más precisamente ‘verdad de error’, privilegio o maldición del no liberado”. La verdad verdadera, explicará Cioran, la “que asume todos los riesgos, incluido el de la negación de toda verdad y de la idea misma de la verdad”, es una prerrogativa de aquellos, escasísimos, quienes deliberadamente se colocan fuera del ámbito de los actos y aprehenden la insustancialidad de los seres y las cosas porque no cuentan ni con una naturaleza propia ni con una substancia íntima o esencial: son fenómenos parciales y episódicos que cesan cuando sus componentes se disgregan, obedeciendo al axioma de que todo lo que es compuesto, desde el universo físico hasta los seres que lo habitan, deberá perecer. Dicha aprehensión de la insustancialidad de la verdad relativa no significa frustración o pena algunas sino todo lo contrario, “ya que la apertura a la no-realidad implica un misterioso enriquecimiento”, una suprema realización de la conciencia. Arthur Schopenhauer, diría Ribot, fue el primer budista extraviado en Occidente. Cioran, en cambio, ese cantor insomne de nuestro final (“Pronto sonará la hora de cierre en los jardines de todas partes”), confiesa otra afiliación más próxima a las características básicas de nuestra occidentalidad. “Durante mucho tiempo ---contó a Léo Gillet en el extraordinario volumen de Conversaciones (Tusquets Editores, México, 2012)---, me consideré budista. Lo decía, me jactaba, estaba orgulloso, hasta el día en que me di cuenta de que era una impostura. […] La vía que propone el budismo me resulta inaccesible. La renuncia al deseo, la destrucción del yo, la victoria sobre el yo. Si sigues apegado a tu yo, el budismo es una imposibilidad. Por tanto, has de triunfar sobre tu yo, pero yo he comprobado que no podía triunfar sobre el mío y que estaba obsesionado por mí mismo, como todos nosotros, como todos los no budistas. […] Las soluciones que propugna el Buda no son las mías, ya que no puedo renunciar al deseo. Yo no puedo renunciar a nada. Y entonces me dije: esta impostura tiene que acabar. Soy budista únicamente en mi denuncia del sufrimiento, la vejez y la muerte, [pero no puedo] triunfar sobre el yo.” La razón de ello tiene que ver con lo que los budistas llaman descontextualización, una tendencia propia de nuestra herencia intelectual moderna: ser “los intérpretes de interpretaciones”, conforme señaló Montaigne. Salvo prueba en contrario, Cioran, como Borges, otro budólogo notable, no se interesó por la psicofisiología de la atención plena, la meditación estructurada que el budismo enseña como única vía operativa para percibir la condición relativa del yo, la verdad de error de esa “hipótesis inútil”, atenuarla y eventualmente extinguirla hasta llegar al encuentro de la verdad verdadera, la liberación. “Bienaventurado sea el Señor, que me libró de mí”, consignó Teresa de Ávila, una mística cercana a los empeños trascendentes de Cioran, quien no pudo librarse de sí. “Siempre habrá un conflicto entre lo que sé y lo que siento”, confesó. Fernando Solana Olivares.

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