LO MUCHO Y LO POCO.
“Poca ciencia aleja, mucha vuelve a llevar”, afirmó Nicolás de Cusa, el teólogo alemán pre-renacentista, aludiendo a la distancia o a la cercanía con el complejo enigma de Dios. Para el autor de La docta ignorancia, conocer poco suponía poseer una mente de especialista dispuesta casi naturalmente a negar la existencia de tal entidad. Conocer mucho, en cambio, significaba contar con una mente de principiante cuya razón estupefacta ante el milagro de lo real tangible no podía derivar en la afirmación de su inexistencia. Dicha ignorancia erudita, ilustrada, consistía en saber que no se puede saber nada acerca de Dios, pues siendo éste lo infinito, aquello humano finito no logra ni siquiera intentar su comprensión directa y tiene que recurrir, como una pálida vislumbre, al camino de la alteridad, es decir, a ser otro, a colocarse o constituirse como otro, a negar o llevar al límite los caracteres de lo que conoce. A saber solamente, según postulaba el filósofo griego, que no se sabe nada, y desde dicha certeza negativa proceder.
Ahora, en la muerte de Ernesto de la Peña, el último sabio verdadero e integral de nuestra maltrecha y agobiada tribu, vuelvo a leer uno de sus deslumbrantes libros, El centro sin orilla (CNCA, Dirección de Publicaciones, México, 1997), anchísimo camino de la alteridad para interrogarnos sobre ese campo semántico de lo divino que ningún decir contiene ni ningún dogma resuelve. “Interlocutor secreto ---escribe el sapiente maestro---, raíz de los seres, motor sin movimiento de lo móvil, vacío puro, ausencia que lo colma todo, bondadoso asaltante que nos acecha a la vuelta del camino, voz interior, hombre sublimado, Dios, como los agujeros negros, nos atrae con un vigor que no admite ninguna resistencia, aunque sea para negarlo y ahíto de su substancia superabundante, se provoca un encogimiento y en el hueco que deja tan descomunal ausencia, nacen estrellas, galaxias, nebulosas y soles… Dios es la conciencia o no ha llegado y lo estamos fabricando todos los hombres, empeñosa, pero desmañanadamente. Dios…”.
Si es legítimo interpretar al incomparable letrado, políglota filólogo de las 33 lenguas, traductor de los Evangelios apócrifos y ortodoxos, entre otros tantos textos de antiguas y variadas tradiciones, lector de la Biblia en hebreo, arameo y griego, quien a los 20 años ya sabía tanto que sus deslumbrados oyentes le atribuían el dominio de toda la sabiduría y la comprensión de toda la verdad, puede afirmarse que Ernesto de la Peña cumplía con el inevitable camino humano de la alteridad escudriñando con rigor desacostumbrado el desarrollo cultural, la construcción funcional de esas orillas sin geografías que entendemos como religiones, pero asumiendo sin embargo que tal mysterium tremendum era sobre todo un contenido estructural propio de la conciencia humana, su perentoria y definitiva necesidad cognitiva, su íntima tarea existencial.
“El hombre es el ser que busca, aun a sabiendas de que no va a encontrar. Sus empeños más arraigados, sus propósitos óptimos y sus metas supremas están y estarán fuera de su alcance”, reconoce el autor al comienzo del libro citado, para a continuación asombrar con textos sobre los himnos de Zaratustra, la religión mazdea, los fariseos, Eutiques el heresiarca y Nestorio el hereje, la tradición celta y el escrutinio de Dagda, los rituales judíos, la cuaresma, algunos apócrifos, héroes y dioses varios, Hécate, la sexualidad divina, el Buda, la India, el rey Arturo, el unicornio simbolizante, las ciudades como clave mística y la escatología musulmana, fuente del Dante.
Alfonso Reyes solía decir que todo lo sabemos entre todos, con la rutilante excepción de Ernesto de la Peña, el cual sabía mucho más, por sí solo, de lo que podríamos saber todos los demás. Justo: mucha ciencia vuelve a llevar, y este hombre favorecido, insaciable y proteico habrá encontrado la respuesta del viaje humano, “cuyos extremos nos son desconocidos” en tanto no arribamos a la meta final.
Así, “los hombres que creen, esperan [y] los incrédulos no tienen qué esperar”. Quien busca encuentra. Ernesto de la Peña descifró el camino porque atento y maravillado lo buscó. Se trata, diría él, de “otro lugar, que no es lugar”. La muerte es ese “no-lugar” donde lo usual termina, la indagación cesa y el alma concluye que mucho o poco son conceptos vacíos pues en tal sitio no existe concepto de cantidad. El espíritu es quintaesencia, el sabio reposa en él.
Fernando Solana Olivares.
1 Comments:
Hola Fernando:
Y como siempre encantada de tu trabajo.
Tu escrito sobre Ernesto de la Peña, el tema de los "no lugares". Hace años en tu sección dominical publiqué una reseña de una propuesta sociológica sobre los "no lugares" de un francés, Auge. Como tantas frases académicas, se volvió un cliché (como desde hace tiempo,todo es transnacional).
Despojado de todo sentido, su vulgarización desterró la identidades culturales al anonimato. El "no lugar", ubicuidad global, supone un espacio de comunicación común, de culturas sin arraigo. Además de desterritorializar los códigos de grupos, les niega su historia. Algo así como la anomina sociológica de principios del siglo XX. Y por eso, me niego a etiquetar a Tijuana como un "no lugar(zote)"
Me gusta la idea de superar esta noción refiriendo esta otra sobre la muerte.
Desde la teoría ritual, la fase intermedia del proceso de toda persona "iniciada", alude, precisamente a la invisibilidad y puede ser que al al anonimato, pero esta condición no le niega una identidad individual o, mejor aún, colectiva. Este paso liminal es tal que muchas de sus manifestaciones representa la muerte y en otros es real.
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