CARTA A MARGUERITE YOURCENAR
Para Alejandro Rossi, donde se encuentre
Querida Yourcenar:
Déjeme llamarla así y no maestra, lo cual sería exacto pero innecesariamente distante, tampoco Nuestra Señora de las Letras, una precisa fórmula devocional que creo haber acuñado yo mismo entre nosotros, así fuera tan natural y lógica como simplemente pensarla, pues ella la alejaría todavía más de los modestos afanes que hoy, 8 de junio de 2009, cuando se cumplen 106 años de su nacimiento, quiero confiarle. (...)
Una tradición oriental muy apreciable y cercana para usted afirma que el adepto se hace a sí mismo, que no se le convierte en tal. Así fue entre los dos cuando hace más de treinta años encontré, en una librería de la ciudad de México que ya no existe, un libro suyo de tapas negras publicado no casualmente por una editorial llamada Hermes, dios de la escritura, y traducido al español, tampoco casualmente, por otro gran escritor, Julio Cortázar: Memorias de Adriano. Fue entonces que me hice adepto de su obra, primero, y luego de usted misma, pues nunca he podido ni he querido disociar una de la otra. Comprendí entonces una vez más aquella sentencia de Schopenhauer: “Todo encuentro casual es una cita”. La nuestra, querida Yourcenar, aquella tarde se había cumplido. (...)
Tiempo después, al ir leyendo toda su obra, llegaría a mis manos un libro de entrevistas hechas por Matthieu Galey, Con los ojos abiertos, donde usted establecería el sentido de tal encuentro, para mí trascendente, enseñándome el gran respeto que debe tenérsele al azar. “Creo en esa aceptación de los objetos dados ---respondió entonces---, y de la vida dada, y que se la debe tomar tal como viene. Un escritor a quien mucha gente negaría la calidad de filósofo, sólo porque se trata de Casanova, habla con frecuencia de esa obediencia al destino, del amor fati. No emplea esa fórmula que luego Nietzsche volvió solemne. Lo dice mucho mejor: sequere deum, seguir al dios. Digamos entonces que “el dios” me llevó a América...”.
A mí, en cambio, habiendo nacido en América, el dios me llevó hasta usted. Y debo confesarle, querida Yourcenar, que dicho encuentro ha sido esencial para mi paso por este mundo, donde uno llega como el viento y se marcha como el agua: podría dedicarme solamente a releer sus obras en los años que me restan de vida porque creo fervientemente que en ellas están depositadas todas las reflexiones necesarias, y acaso ciertas respuestas esenciales, ante el misterioso asunto de haber estado durante una vida aquí. (...)
Hablo entonces de una dura pedagogía. La he leído a usted no tanto para aprender cómo escribir sino para constatar lo que nunca podré escribir, las hondas meditaciones que su genio alcanzó. Y si las urgencias compulsivas de una biografía definida como la de un escritor, aquella que me ha tocado y que yo mismo, un tanto frívolamente, he construido, no exigiera de mí engarzar palabras para mercer tal término designativo, me bastaría con pronunciar a menudo la siguiente proposición suya para curarme radicalmente de tal aflicción: “...en el fondo, sólo tengo un interés limitado en mí misma. Tengo la impresión de ser un instrumento a través del cual han pasado corrientes, vibraciones. Esto vale para todos mis libros, y aún diría que para toda mi vida. Quizá para cualquier vida, y los mejores entre nosotros, quizá son también sólo cristales conductores. Así, a propósito de mis amigos, vivos o muertos, me repito con frecuencia la admirable frase (...) de Saint Martin: ‘Hay seres a través de los cuales Dios me ha amado’. Todo viene de más lejos y va más lejos que nosotros. Dicho de otro modo, todo nos rebasa, y uno se siente humilde y maravillado de haber sido así rebasado y atravesado”.
Lección inmensa: todo está bien. Dios me ha amado a través de sus páginas incandescentes, icásticas, imborrables, y me siento humilde y maravillado por haber sido tocado con la gracia que alienta en ellas. Tiene razón sobrada Borges, un hombre de letras cuya obra usted asimismo admiraba: no me enorgullezco de lo que he escrito sino de lo que he leído. Y usted, querida Yourcenar, es uno de mis irrenunciables orgullos. No solamente porque a través suyo conocí y aprendí sobre el budismo, esa doctrina del espíritu tan cara para los dos, sino porque, imitando su temple y gran sabiduría, cuando yo muera confío en que algunos piadosos recuerdos vendrán hasta mí para aligerar el paso, para estimular el tránsito, para reforzar mi atención (un término axial que usted, además, convirtió en suprema técnica literaria), para vivir aquello con pleno conocimiento, con el corazón en paz y el alma serena. (...)
Así pues, querida Yourcenar, desde donde ahora usted se encuentre le ruego que me conceda el derecho a decir lo mismo que le fuera permitido al emperador Adriano al morir, para así saber que hasta el final yo también fui amado humanamente, pues entonces pronunciaré, con voz apenas audible pero con mente plena y agradecida, aquella oración que garantiza el tránsito completo hacia lo que nos espera, habiendo dejado todo esto atrás: “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...”.
Sólo eso le pido, querida Yourcenar: no es poco, pero no es mucho: ser una lámpara para nosotros mismos.
Fernando Solana Olivares
Querida Yourcenar:
Déjeme llamarla así y no maestra, lo cual sería exacto pero innecesariamente distante, tampoco Nuestra Señora de las Letras, una precisa fórmula devocional que creo haber acuñado yo mismo entre nosotros, así fuera tan natural y lógica como simplemente pensarla, pues ella la alejaría todavía más de los modestos afanes que hoy, 8 de junio de 2009, cuando se cumplen 106 años de su nacimiento, quiero confiarle. (...)
Una tradición oriental muy apreciable y cercana para usted afirma que el adepto se hace a sí mismo, que no se le convierte en tal. Así fue entre los dos cuando hace más de treinta años encontré, en una librería de la ciudad de México que ya no existe, un libro suyo de tapas negras publicado no casualmente por una editorial llamada Hermes, dios de la escritura, y traducido al español, tampoco casualmente, por otro gran escritor, Julio Cortázar: Memorias de Adriano. Fue entonces que me hice adepto de su obra, primero, y luego de usted misma, pues nunca he podido ni he querido disociar una de la otra. Comprendí entonces una vez más aquella sentencia de Schopenhauer: “Todo encuentro casual es una cita”. La nuestra, querida Yourcenar, aquella tarde se había cumplido. (...)
Tiempo después, al ir leyendo toda su obra, llegaría a mis manos un libro de entrevistas hechas por Matthieu Galey, Con los ojos abiertos, donde usted establecería el sentido de tal encuentro, para mí trascendente, enseñándome el gran respeto que debe tenérsele al azar. “Creo en esa aceptación de los objetos dados ---respondió entonces---, y de la vida dada, y que se la debe tomar tal como viene. Un escritor a quien mucha gente negaría la calidad de filósofo, sólo porque se trata de Casanova, habla con frecuencia de esa obediencia al destino, del amor fati. No emplea esa fórmula que luego Nietzsche volvió solemne. Lo dice mucho mejor: sequere deum, seguir al dios. Digamos entonces que “el dios” me llevó a América...”.
A mí, en cambio, habiendo nacido en América, el dios me llevó hasta usted. Y debo confesarle, querida Yourcenar, que dicho encuentro ha sido esencial para mi paso por este mundo, donde uno llega como el viento y se marcha como el agua: podría dedicarme solamente a releer sus obras en los años que me restan de vida porque creo fervientemente que en ellas están depositadas todas las reflexiones necesarias, y acaso ciertas respuestas esenciales, ante el misterioso asunto de haber estado durante una vida aquí. (...)
Hablo entonces de una dura pedagogía. La he leído a usted no tanto para aprender cómo escribir sino para constatar lo que nunca podré escribir, las hondas meditaciones que su genio alcanzó. Y si las urgencias compulsivas de una biografía definida como la de un escritor, aquella que me ha tocado y que yo mismo, un tanto frívolamente, he construido, no exigiera de mí engarzar palabras para mercer tal término designativo, me bastaría con pronunciar a menudo la siguiente proposición suya para curarme radicalmente de tal aflicción: “...en el fondo, sólo tengo un interés limitado en mí misma. Tengo la impresión de ser un instrumento a través del cual han pasado corrientes, vibraciones. Esto vale para todos mis libros, y aún diría que para toda mi vida. Quizá para cualquier vida, y los mejores entre nosotros, quizá son también sólo cristales conductores. Así, a propósito de mis amigos, vivos o muertos, me repito con frecuencia la admirable frase (...) de Saint Martin: ‘Hay seres a través de los cuales Dios me ha amado’. Todo viene de más lejos y va más lejos que nosotros. Dicho de otro modo, todo nos rebasa, y uno se siente humilde y maravillado de haber sido así rebasado y atravesado”.
Lección inmensa: todo está bien. Dios me ha amado a través de sus páginas incandescentes, icásticas, imborrables, y me siento humilde y maravillado por haber sido tocado con la gracia que alienta en ellas. Tiene razón sobrada Borges, un hombre de letras cuya obra usted asimismo admiraba: no me enorgullezco de lo que he escrito sino de lo que he leído. Y usted, querida Yourcenar, es uno de mis irrenunciables orgullos. No solamente porque a través suyo conocí y aprendí sobre el budismo, esa doctrina del espíritu tan cara para los dos, sino porque, imitando su temple y gran sabiduría, cuando yo muera confío en que algunos piadosos recuerdos vendrán hasta mí para aligerar el paso, para estimular el tránsito, para reforzar mi atención (un término axial que usted, además, convirtió en suprema técnica literaria), para vivir aquello con pleno conocimiento, con el corazón en paz y el alma serena. (...)
Así pues, querida Yourcenar, desde donde ahora usted se encuentre le ruego que me conceda el derecho a decir lo mismo que le fuera permitido al emperador Adriano al morir, para así saber que hasta el final yo también fui amado humanamente, pues entonces pronunciaré, con voz apenas audible pero con mente plena y agradecida, aquella oración que garantiza el tránsito completo hacia lo que nos espera, habiendo dejado todo esto atrás: “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver... Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos...”.
Sólo eso le pido, querida Yourcenar: no es poco, pero no es mucho: ser una lámpara para nosotros mismos.
Fernando Solana Olivares
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