LAS TRES ZONAS
En su estremecedor libro Vida 3.0. Qué significa ser humano en la era de la inteligencia artificial (Taurus, 2018), el físico sueco Max Tegmark imagina un escenario al que llama utopía libertaria y donde en el planeta existirían tres tipos de zonas derivadas de una coexistencia pacífica de los seres humanos con la tecnología.
Las primeras zonas compuestas de enormes fábricas y centros de computación controlados por robots, sin vida biológica alguna y diseñadas para alcanzar una máxima eficiencia. Anodinas y grises por fuera, en su interior la actividad es incesante y ahí se alcanzan experiencias asombrosas en mundos virtuales, computaciones de magnitud colosal que experimentan con tecnologías revolucionarias. Mentes superinteligentes colaboran y compiten entre sí para obtener todo esto.
Las segundas son zonas mixtas que Tegmark describe como espacios híbridos y fronterizos, en los cuales pulula una mezcla heterogénea y peculiar de ordenadores, robots, seres humanos e híbridos de los tres. Muchos de esos humanos ---dice el pensador siguiendo a futuristas como Moravec y Kurzweil--- habrán introducido mejoras tecnológicas en sus cuerpos biológicos para convertirse en ciborgs (apócope en inglés de “organismos cibernéticos”) de mayor o menor grado, o habrán copiado sus mentes en un nuevo hardware y creado así almas digitales.
En tal segunda zona de la existencia la mayoría de los seres inteligentes carecen de forma física permanente. Existen como un software capaz de pasar al instante de un ordenador a otro o de manifestarse en el mundo físico a través de cuerpos robóticos. El hecho de no estar determinados por su sustrato físico produce en ellos otro modo de ver la vida, menos individualista y capaz de compartir fácilmente conocimientos y experiencias con otros. Son seres que se sienten “subjetivamente inmortales porque pueden hacer copias de sí mismos con toda facilidad”.
Las entidades centrales de esa forma de conciencia no son las mentes, escribe Tegmark, sino las experiencias. Aquellas excepcionales y asombrosas perduran copiándose de forma continua para otras mentes. Y aunque por velocidad y comodidad las interacciones se producen en entornos virtuales, muchas mentes realizan interacciones y actividades que emplean el cuerpo. Habrá quien vuela en el mundo físico encarnado en ave robótica, por ejemplo.
Las zonas terceras son solo para seres humanos y en ellas están prohibidas las máquinas con inteligencia del mismo nivel o superior y organismos biológicos mejorados con tecnología. Es una vida parecida a la actual pero más próspera y cómoda, con la pobreza casi superada y gran parte de las enfermedades aliviadas. Sus pocos habitantes no comprenden lo que las mentes más inteligentes hacen en las zonas mixtas, pero la mayoría de ellos están contentos con su vida.
En la primera demarcación reinarían máquinas autonomizadas, en la segunda seres multiformes y todavía sin denominaciones precisas ni referentes anteriores, y en la tercera predominarían los entes compuestos que hasta hoy hemos sido los humanos, estos seres cuerpo-mente. En teoría literaria acostumbra enseñarse que después de miles de años no habían cambiado los tropos con los que se narran y describen las peripecias de los seres humanos: amor, dolor, deseo, pérdida, victoria, fracaso, compasión, etcétera.
La evaporación del cuerpo humano ---cárcel del alma para el cristianismo; templo del alma para el hinduismo--- y su mutación en seres ya no cuerpo-mente sino soporte-mente, ha introducido a la historia el horizonte de una era suprahumana que apenas comienza. El dejar atrás el antropocentrismo milenario que construyó las culturas y civilizaciones humanas conocidas será radical, descolocante e inesperado, y no todas las perspectivas que se abren delante de la humanidad con el surgimiento de la inteligencia artificial son deseables o siquiera soportables.
Federico Nietzsche afirmó que el hombre era algo a ser superado. Lo vio venir, como tantas otras cosas del siglo siguiente, fuera la diosa en que se convertiría la salud para las masas o el dominio de los hombres pequeños. Entonces una más que íntima y profunda nostalgia reaccionaria invade a quien escribe estas líneas al pensar que algo tan arcaico y fundamental como lo humano dejará de ser sustancial, sustantivo.
Pero también podría pensarse que el riesgo de esa nostalgia melancólica es el mismo de la mujer de Lot: mirar atrás y quedar petrificado.
Fernando Solana Olivares
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