EL FUEGO Y LA ESCRITURA
Hace cuando menos tres décadas, la novela Obsesivos días circulares se convirtió en una especie de divisa para mi generación. Yo la denostaba públicamente, pero en secreto acudía a su prosa lo necesario para leerla con voracidad. Tenía que hacerlo así para conseguir los favores de una hermosa jovencita, que estaba hechizada por el libro y era alumna de su autor, además de su especialista, su celebrante, su fervorosa iniciada.
Para convencerla de aquello en lo que yo no creía, un día le regalé un volumen carísimo, el Ulises de Joyce. Mis tácticas seductivas bordaron entonces el ridículo. Los ojos negros de la joven brillaron con desprecio cuando escuchó mi explicación: “Éste es el maestro de tu maestro”, le dije, “y está parado hasta arriba de la escalera”. El error de método ya era irreparable. Yo había querido enamorarla a través de una batalla crítica, y en lugar de decirle tu cuerpo, tu boca, tu sonrisa, tus guedejas, disputaba con ella el lugar literario de Gustavo Sainz.
Su respuesta fue lapidaria, repitió de memoria y lentamente un párrafo salido de la página veintiocho de su libro tutelar, se quedó con mi inoportuno regalo sin dar las gracias y me expulsó para siempre de su vida con un portazo: “Misántropo ---dijo con fruición antes de azotar la puerta---, hosco, jorobado, pudrible, inicuo exhibicionista, inmodesto, siempre desabrido o descortés o gris o tímido, según lo torpe de la metáfora, a veces erotómano, a veces atormentador de sí mismo, y por si fuera poco, mexicano”.
Nunca volvió a hablarme. Días después la vi del brazo de otro, un entusiasta del culto a Sainz que había pintado con grandes letras negras en el muro colindante de la preparatoria las tres palabras oraculares de los conjurados y los términos de mi derrota amorosa: obsesivos días circulares. Pasaron los años y aquella chica y yo entramos al sendero irreversible del destino de cada quien. La intemperie carcomió morosamente la consigna escrita en el muro, deformó sus letras rotundas hasta que un buen día la evaporó. Otras obsesiones circulares ocuparon mis días, pero el recuerdo devocional de la novela de Sainz y de un amor perdido formó desde entonces parte de mi educación sentimental, como si un libro y una linda jovencita inalcanzable hubieran sido las fechas púdicas y secretas de mi biografía profunda y por eso real.
Toda literatura es un acto de fe porque reitera la existencia del mundo. Toda literatura es una transgresión porque sustituye al mundo para crear otro, autónomo y autosuficiente, que sólo depende de quien dispuso las condiciones de esa creación. Por ello, la literatura es una construcción sutil y contradictoria: se debe al mundo y está contra él. Milan Kundera, al teorizar sobre la novela, afirma que hay cuatro determinaciones para su escritura: la llamada del juego, donde la obra escapa del imperativo de la verosimilitud, del decorado realista, del rigor de la cronología; la llamada del sueño, donde la vigilia se funde con lo onírico y da lugar a una alquimia narrativa de la imaginación; la llamada del pensamiento, donde la obra opera como una síntesis intelectual suprema y utiliza todos los medios, racionales e irracionales, para describir y contar; y la llamada del tiempo, mediante la cual pueden franquearse los límites temporales de la existencia y hacer un presente compuesto del pasado, del mismo presente y del futuro.
Así, el juego, el sueño, el pensamiento y el tiempo concurren para fabricar un tejido complejo y continuo donde se exhiben los enigmas del ser en aquello que tiene verdadera importancia: la representación de los seres humanos, el papel de la memoria en la cognición y la esfera de la metáfora en las nuevas posibilidades del lenguaje, y al mismo tiempo, cuando los dioses lo conceden, se cumple ese imperativo postulado por Hermann Broch, quien definió a la novela como una impaciencia del conocimiento y al conocimiento como la moral de la novela: “descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela”.
Y sin embargo, todo esto resulta paradójico cuando se piensa que todo novelista auténtico desea ser anulado en tanto que sujeto viviente y no dejar huella alguna detrás de sí excepto sus libros impresos: Flaubert aseguraba que el novelista es aquel que quiere desaparecer detrás de su obra. De ahí que las cualidades que hacen a un escritor sean negativas, es decir, aquellas por las que una persona es capaz de permanecer en la incertidumbre, el misterio y la duda, sin aspirar, impaciente, a descifrar las razones, los hechos que componen la realidad, sino solamente a contarlos. Hacer de la vida una sucesión de palabras como si las palabras crearan vida, una vida clara, situada, ejemplar y comprensible. No se escribe entonces para expresarse sino para construir al ser, para solventar los profundos sentidos ---no todos, nunca todos--- de esta oscura desbandada que acaba siendo nuestro existir.
Stendhal afirmó que la literatura es el arte de la reserva, de la restricción, y que en su magisterio cada sed crea su agua, su necesidad y su posibilidad. Por eso la intemperie al fin borró la pinta “Obsesivos días circulares” inscrita tiempo atrás en un muro lateral de la Preparatoria Seis. Ya no era necesaria, porque para muchos de nosotros esas tres palabras y su múltiple significado quedaron tatuadas en nuestra memoria, en nuestra piel.
Tal es el fuego de la escritura: lo que ya no está ante la vista reposa en el corazón.
Fernando Solana Olivares
Para convencerla de aquello en lo que yo no creía, un día le regalé un volumen carísimo, el Ulises de Joyce. Mis tácticas seductivas bordaron entonces el ridículo. Los ojos negros de la joven brillaron con desprecio cuando escuchó mi explicación: “Éste es el maestro de tu maestro”, le dije, “y está parado hasta arriba de la escalera”. El error de método ya era irreparable. Yo había querido enamorarla a través de una batalla crítica, y en lugar de decirle tu cuerpo, tu boca, tu sonrisa, tus guedejas, disputaba con ella el lugar literario de Gustavo Sainz.
Su respuesta fue lapidaria, repitió de memoria y lentamente un párrafo salido de la página veintiocho de su libro tutelar, se quedó con mi inoportuno regalo sin dar las gracias y me expulsó para siempre de su vida con un portazo: “Misántropo ---dijo con fruición antes de azotar la puerta---, hosco, jorobado, pudrible, inicuo exhibicionista, inmodesto, siempre desabrido o descortés o gris o tímido, según lo torpe de la metáfora, a veces erotómano, a veces atormentador de sí mismo, y por si fuera poco, mexicano”.
Nunca volvió a hablarme. Días después la vi del brazo de otro, un entusiasta del culto a Sainz que había pintado con grandes letras negras en el muro colindante de la preparatoria las tres palabras oraculares de los conjurados y los términos de mi derrota amorosa: obsesivos días circulares. Pasaron los años y aquella chica y yo entramos al sendero irreversible del destino de cada quien. La intemperie carcomió morosamente la consigna escrita en el muro, deformó sus letras rotundas hasta que un buen día la evaporó. Otras obsesiones circulares ocuparon mis días, pero el recuerdo devocional de la novela de Sainz y de un amor perdido formó desde entonces parte de mi educación sentimental, como si un libro y una linda jovencita inalcanzable hubieran sido las fechas púdicas y secretas de mi biografía profunda y por eso real.
Toda literatura es un acto de fe porque reitera la existencia del mundo. Toda literatura es una transgresión porque sustituye al mundo para crear otro, autónomo y autosuficiente, que sólo depende de quien dispuso las condiciones de esa creación. Por ello, la literatura es una construcción sutil y contradictoria: se debe al mundo y está contra él. Milan Kundera, al teorizar sobre la novela, afirma que hay cuatro determinaciones para su escritura: la llamada del juego, donde la obra escapa del imperativo de la verosimilitud, del decorado realista, del rigor de la cronología; la llamada del sueño, donde la vigilia se funde con lo onírico y da lugar a una alquimia narrativa de la imaginación; la llamada del pensamiento, donde la obra opera como una síntesis intelectual suprema y utiliza todos los medios, racionales e irracionales, para describir y contar; y la llamada del tiempo, mediante la cual pueden franquearse los límites temporales de la existencia y hacer un presente compuesto del pasado, del mismo presente y del futuro.
Así, el juego, el sueño, el pensamiento y el tiempo concurren para fabricar un tejido complejo y continuo donde se exhiben los enigmas del ser en aquello que tiene verdadera importancia: la representación de los seres humanos, el papel de la memoria en la cognición y la esfera de la metáfora en las nuevas posibilidades del lenguaje, y al mismo tiempo, cuando los dioses lo conceden, se cumple ese imperativo postulado por Hermann Broch, quien definió a la novela como una impaciencia del conocimiento y al conocimiento como la moral de la novela: “descubrir lo que sólo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela”.
Y sin embargo, todo esto resulta paradójico cuando se piensa que todo novelista auténtico desea ser anulado en tanto que sujeto viviente y no dejar huella alguna detrás de sí excepto sus libros impresos: Flaubert aseguraba que el novelista es aquel que quiere desaparecer detrás de su obra. De ahí que las cualidades que hacen a un escritor sean negativas, es decir, aquellas por las que una persona es capaz de permanecer en la incertidumbre, el misterio y la duda, sin aspirar, impaciente, a descifrar las razones, los hechos que componen la realidad, sino solamente a contarlos. Hacer de la vida una sucesión de palabras como si las palabras crearan vida, una vida clara, situada, ejemplar y comprensible. No se escribe entonces para expresarse sino para construir al ser, para solventar los profundos sentidos ---no todos, nunca todos--- de esta oscura desbandada que acaba siendo nuestro existir.
Stendhal afirmó que la literatura es el arte de la reserva, de la restricción, y que en su magisterio cada sed crea su agua, su necesidad y su posibilidad. Por eso la intemperie al fin borró la pinta “Obsesivos días circulares” inscrita tiempo atrás en un muro lateral de la Preparatoria Seis. Ya no era necesaria, porque para muchos de nosotros esas tres palabras y su múltiple significado quedaron tatuadas en nuestra memoria, en nuestra piel.
Tal es el fuego de la escritura: lo que ya no está ante la vista reposa en el corazón.
Fernando Solana Olivares
1 Comments:
si, es cierto, la novela te transporta a la realidad que esta presente pero que nos es dificil verla, ya sea por el velo propio del hombre impuesto por la idiotez propia o por la ausenca de un reflejo de la realidad bien establecido. la novela nos llena de realidad, nos llena de entusiaismo terrenal, de la emocion propia de saber que hay mas cosas en esta vida que la simple subjetividad del humano con un arraigado pensamiento egocentrico. La novela esconde, la novela muestra. en la novela hay realidades, en ella hay decencia humana.
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