Friday, February 15, 2013

ASESINATOS PSÍQUICOS / y II.

Aquella reproducción inconsciente del destino nunca hablado de sus padres llevó a la generación alemana posterior a conductas insanas descritas por Alice Miller: mujeres enfermas de anorexia orgullosas de pesar 30 kilos como sus madres y abuelas cuando estuvieron en campos de concentración; jóvenes heroinómanos desencantados por el desencanto absoluto de sus mayores, sobrevivientes o perpetradores del holocausto; nietos de combatientes antifascistas integrantes de violentas pandillas adoradoras de iconos nazis. Patologías propias de una generación educada para guardar silencio y padecer las consecuencias de ello. “La forma colectiva del comportamiento absurdo es la más peligrosa ---escribe la autora---, ya que su carácter absurdo no llama la atención de nadie y acaba siendo sancionado como ‘normalidad’. La inconveniencia o la impropiedad de hacer preguntas a los padres sobre el Tercer Reich fue algo evidente para la mayoría de los niños de la posguerra en Alemania”. El mutismo de ese período y la invisibilización del pasado de los padres en él eran parte de “las buenas costumbres”, una vida aparente que reposa en los secretos podridos por la negación. La influencia del silencio en las desviaciones sociopáticas contemporáneas sigue activo. La historia del Tercer Reich confirma que lo aberrante reside en lo ‘normal’, en aquello que las mayorías sienten (o se les induce a sentir) como evidente. El generalizado desprecio cultural por la vejez y los viejos, por ejemplo, el tan extendido culto mediático actual de “juvenilia” comenzó tiempo atrás: “Mi pedagogía es dura. Lo débil debe eliminarse a martillazos. […] Quiero una juventud violenta, dominante, impávida, cruel. La juventud ha de serlo todo. […] En ella no debe haber nada débil ni tierno. […] Quiero una juventud fuerte y hermosa… Así podré crear algo nuevo”. Este era el credo pedagógico de Hitler en Mi lucha. Educado por un padre bastardo, cuya descendencia judía siempre quedó en duda, profundamente autoritario y violento, solemne hasta la dureza y seguramente lector de Schreber ---quien sólo tematizó hábitos sociales observados durante siglos---, Hitler provenía de una familia prototípica del régimen totalitario, “cuyo amo, indiscutible y brutal, es el padre”. Miller subraya que en una atmósfera así los más oprimidos resultan ser los niños, jerarquía del horror que detalladamente corresponde a la impuesta por el nazismo en los campos de exterminio. Y que tanto Hitler, la autoridad incuestionable, como la mayoría del pueblo alemán, seguidora entusiasta del tirano, son un producto de las prácticas ancestrales del maltrato infantil y la obediencia ciega: “Hitler consiguió, gracias a su compulsión inconsciente a la repetición, transferir su trauma familiar a todo el pueblo alemán”. Helm Stierlin, un psicoanalista que ha estudiado a Hitler, parte de la premisa de que la madre impensadamente le encomendó la tarea de rescatarla. Según esta hipótesis la Alemania oprimida vendría a ser un símbolo de la madre torturada por el amo despiadado, el padre cruel. Y el encarnizamiento del dictador simbolizaría una lucha titánica para liberar a su propio yo “de los carriles de una humillación infinita”, trasladándola a los demás. Otra obra analítica ---Fantasmas masculinos de K. Theweleit--- constata que en los personajes que han encarnado históricamente la ideología fascista o totalitaria reaparece casi siempre la imagen de un padre severo y punitivo hasta llegar a la maldad. Para Alice Miller la enfermedad social se origina en la infancia de las persona. Sin embargo, la pedagogía negra que ella detalla mediante agresiones directas y castigos atroces a los niños hoy presenta manifestaciones acaso más difusas pero igual de perversas que componen un horizonte terminal de abandono, indiferencia, maltrato y descuido sistémicos. Un negro horizonte posmoderno de desamor y toxicidad mediática donde los niños videns preludian la extinción del casi arcaico homo sapiens. Una sociedad se define por el trato que da a sus niños. La condición de “molino satánico” atribuida por Polanyi al capitalismo terminará cuando la infancia sea el terreno privilegiado del desarrollo humano en una atmósfera de atención, no de consumo, de experiencias directas y no virtuales. Una utopía emocional que hará posible una utopía política: la aparición de una mente colectiva nueva. En la infancia nos enfermamos; en la infancia nos curaremos. Fernando Solana Olivares.

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