SEIS HORAS, SEIS PÁGINAS.
“¿Cómo se habían encontrado? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¿Qué importa? ¿De dónde venían? Del lugar más cercano. ¿A dónde iban? ¿Es que uno sabe a dónde va? ¿Qué decían? El amo no decía nada; y Jacques decía que su capitán decía que todo lo que nos sucede aquí abajo, para bien y para mal, estaba escrito allá arriba”.
Así, tan atrevidamente para la preceptiva literaria de su momento, comienza una novela intemporal: Jacques el fatalista, escrita por Denis Diderot hacia 1772. Luis Pancorbo, traductor y prologuista de la versión española publicada en 1978 (y responsable también de traducir Jacques por Santiago e incorporar al texto algunos coños y redieces) hace la cuenta de esta obra deslumbrante, no sujeta a las servidumbres ni de la época ni del método, construida por un “Atila sofisticado” que entra a saco en un territorio ignoto hasta entonces, las inagotables posibilidades lúdicas y multisignificantes de la novela, sólo visitado antes que él por Laurence Sterne en su Tristram Shandy.
Las osadías de Diderot van mucho más allá de la destrucción de las convenciones que determinaban a la novela del siglo XVIII. Su escenario sin decorado, en el cual el lector desconoce la procedencia de los personajes tanto como su destino, su nombre y los motivos de su reunión, es, según Milan Kundera, “el rechazo más radical tanto de la ilusión realista como de la estética de la novela llamada psicológica” en toda la historia de la literatura mundial. Una anticipación de siglos en el espíritu del mundo.
Estructuralmente, la novela de Diderot puede creerse una derivación del Quijote cervantino: dos personajes, un criado y su amo que viajan por los caminos hablando y viviendo peripecias, y los protagonistas secundarios que de tanto en tanto irrumpen en la acción. Pero las diferencias son más profundas que las similitudes. Jacques es un criado dueño de una filosofía: Zenón, Spinoza y Leibniz están detrás de sus reflexiones mundanas; Sancho Panza sólo posee un refranero. Jacques es, además, un anti-criado, el verdadero criado es su amo. Diderot lo confirma: el amo tiene los títulos, pero Jacques tiene la chose. ¿Qué cosa?, se pregunta Pancorbo para responder diderotianamente: “Pues eso, la cosa, lo real. Está todo Jacques el fatalista en ese tener la cosa”.
El final también aleja entre sí a las dos obras. Cervantes devuelve la razón a Don Quijote y lo hace morir entre el cura, el barbero, la familia, en una estampa “española y sacrosanta”. El de Jacques, en cambio, es un final ácido y relativo, es decir, contemporáneo: “Si está escrito allá arriba que tú serás cornudo, Jacques, por más que hagas, lo serás; si por el contrario, está escrito que no lo serás, por más que hagan, no lo serás; duerme pues, amigo mío…”.
Muchas son las interpretaciones que existen sobre la novela de Diderot. Ivon Belaval, que entre tantos anti le aplica uno más: anti-Cándido de Voltaire, afirma que Diderot encadena sus episodios con un esquema insólito, cualquier cosa que sea lo que esto signifique, acaso una aleatoriedad múltiple o una condición cuántica anticipada: a1-b1-a2-c-b2-d1-a3-d2. Los freudianos ven en el diálogo de Jacques una trasposición del diálogo entre el Id y el Ego del enciclopedista. Cierta crítica ha calificado a la novela como una lección de dialéctica lograda; la escuela marxista, sin embargo, la cree un empeño fallido a pesar de que considera que su método especulativo, donde las cosas no son más que acción y reacción y el ser humano representa una suma momentánea de tendencias, es por completo válido. Karl Marx, al anotar La Sagrada Familia, reconoció en Diderot a un precursor del materialismo dialéctico moderno.
Es difícil, de cualquier modo, apropiarse de Jacques el fatalista clasificándolo bajo las normas de algún sistema. “Yo hago historia ---escribió Diderot---; esta historia interesará o dejará de interesar: no me preocupa lo más mínimo”. Tal indiferencia por agradar en un “festín de inteligencia, humor y fantasía” sería recordada por Nietzsche al definir el gran estilo estético como aquel que desdeña gustar y olvida convencer.
Goethe leyó fascinado la novela de Diderot en seis horas ininterrumpidas y Stendhal afirmaba que después de depurarla de seis páginas innecesarias se estaría ante una obra incomparable. A pesar de que nunca identificó esos pliegos a su parecer sobrantes, los diderotianos llevan más de dos siglos buscándolos. Todavía nadie los encuentra.
Fernando Solana Olivares.
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