LA MUERTE Y SUS VERSIONES
El viejo poeta falleció al fin entre la desdicha del olvido: su memoria, sus recuerdos, su identidad lo habían abandonado. Pero a su alrededor estaban los suyos, quienes en cambio tanto lo recordaban. Así que el funeral de Ludwig Zeller se convirtió en un ágape, aquel convite de caridad que tenían los primitivos cristianos: un momento de comunión, de comunidad. En un bello y triste espectáculo, un banquete de participación. También en un singular ritual oaxaqueño tratándose de muertos inolvidables.
La fosa de la sepultura era demasiado honda, casi tocaba esos estratos subterráneos de Oaxaca que se llaman Xashaca, y muchos de los presentes se dedicaron a palear vigorosamente tierra a su interior para llenarla un poco. Un trascabo vino en auxilio y celebró un ballet mecánico que concluyó con la gran piedra que sacó de las entrañas y puso como lápida a la cabeza de la tumba. Un escritor local pronunció un emotivo y alrevesado discurso que a todos pareció muy bello. Una artista plástica cantó espontáneamente el espiritual local La Martiniana con voz cristalina. Un grupo de mujeres pintoras, quienes ayudaron a cuidar del poeta en su largo deterioro, llenaron de flores compasivas la celebración. Símbolo sobre símbolo.
Al mismo tiempo, lejos de ahí, un indigente moría debajo de un puente ferroviario cercano a la estación de trenes. Sus compañeros fueron tres perros canijos y resecos que solían seguirlo en sus vagabundeos. La mano piadosa de algún acomedido prendió dos veladoras a sus costados y cubrió el cadáver con unos girones de sábana que alguna vez habría sido blanca. Después de horas de estar tirado ahí no llorado por nadie fue a la morgue en calidad de desconocido como dicta la ley. Su nombre no se consignó porque se ignoraba. A lo mejor los perros lo sabían, pero daba lo mismo preguntar.
Todos los destinos tan distintos de la gente concluyen igual. La muerte, gran unificadora, como la llamaban los clásicos. Eso mismo sostiene una médico alópata heterodoxa que sigue leyéndose con fascinación, Elisabeth Kübler-Ross, quien después de acumular centenares de testimonios de muy distintas personas recogidos en muchos sitios, cuyo denominador común es el abandono del cuerpo con toda conciencia, afirma que la muerte no existe en realidad y la ciencia y la razón se equivocan al respecto.
La muerte, según esta investigadora del campo del final y sus umbrales durante varias décadas en las que se ocupó de enfermos moribundos, no existe porque sólo es un cambio de estado, un abandono del cuerpo, milagroso vehículo y templo de la conciencia, un desgarramiento similar al del capullo de seda que se transformará en mariposa. Antes que Kübler-Ross y sus investigaciones médicas, frente a las cuales la ciencia médica ha mantenido un silencio entre ignorante y menospreciativo, el escéptico Schopenhauer ya había escrito, para escándalo de racionalistas y sentimentales, que morir significaba despertar.
Entre las experiencias de los umbrales de la muerte vividas directamente por esta exploradora de fronteras que la ciencia no ha tocado (quien no experimenta no piensa, decían los alquimistas), están sus abandonos del cuerpo inducidos por medios químicos y bajo supervisión médica, donde encontró poderosos momentos místicos de integración con la totalidad de lo existente. Momentos que narra con el mismo lenguaje simple y no retórico, como tantos otros han transmitido vivencias parecidas que están por encima del lenguaje. Ahí surge un ámbito irritante, el plano espiritual, aquel que tanto repele a los contemporáneos iletrados porque suele confundirse con lo religioso y lo devocional.
Para mayor agravio puede ser considerado como autoayuda, otra de las plagas de hoy que crispan ---con razón casi todas las veces--- a la pedantería intelectual. Son los riesgos de ingresar a una frontera sobre la cual el positivismo moderno (sólo existe lo que se percibe a través de los sentidos físicos) no tiene nada que decir. La tesis de Kübler-Ross afirma que la experiencia de la muerte es casi idéntica a la del nacimiento. Y que sea cual fuere la causa de ella, suicidio, homicidio, infarto o enfermedades crónicas, el resultado será igual: la liberación del alma, de la conciencia radicada en el cuerpo y ahora desprendida, yendo a un ámbito del cual nada se sabe y al que sólo se alude y compara con lo conocido.
Las muertes del llorado poeta y del anónimo indigente conducen en principio al mismo lugar. Presentan la misma matriz: muerte del cuerpo, separación de la conciencia y ascenso o movimiento hacia una radiante luz. Rigpa, la luz primordial del budismo tibetano. Lo que sigue después se desconoce porque no hay ámbito testimonial que lo acredite. Toman entonces la palabra las iglesias y los credos metafísicos. Vaya dificultad.
Ante la necropolítica de estos días de horror y crímenes de odio, entender como positiva la muerte puede ser un recurso para normalizar la violencia. La obra de esta admirable científica habla de otra variante, para ella una verdad objetiva. El dolor de la muerte repentina no es para los muertos sino para quienes a su lado quedan vivos, sus huérfanos, sus deudos, sus testigos.
Fernando Solana Olivares
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