LAS COSAS QUE ESTÁN
En algún poema de José Emilio Pacheco se habla de un libro que contiene la respuesta buscada, el cual, aunque nos queda a la mano en los libreros, nunca se abrirá. La línea es atroz por la perentoriedad de ese nunca, pero luminosa porque a la vez indica que la respuesta: a) existe y b) está ahí. De otro modo representaría un falso problema.
De esto puede pensarse que la respuesta consiste en la misma pregunta, y uno puede tardarse muchos años o toda la vida en notar que la respuesta siempre ha estado al lado. “¿Por qué me pides a mí lo que tú mismo puedes hacer?”, cuestiona la divinidad al ser humano.
Una parábola de Kafka, “Ante la ley”, cuenta el intento de un hombre para entrar a ver al poderoso. Lo impide un guardia armado custodio de la puerta. El hombre decide permanecer esperando afuera. Pasan los años y va a morir. Al notarlo, el guardia comienza a cerrar. El hombre hace una pregunta: “¿Por qué nadie más quiso pasar por esta puerta para verlo?” El guardia le responde: “Porque está puerta estaba abierta nada más para ti”.
Franz Kafka leyó los cuentos de la tradición jasídica, entre ellos aquel que el filósofo Wittgenstein utilizaba en clase, “La paradoja de la proximidad”, una variante del viaje de Ulises, donde el héroe también tiene que ir allá para regresar acá. Es el cuento del modesto rabino, soñante constante de un sueño donde se le dice que debe ir al puente del castillo del rey y descubrir un tesoro. Aunque el mismo bien está en su propia casa, es lejos de ella donde lo tendrá que saber.
Así Cavafis afirmará que lo esencial del viaje de Ulises a Itaca no es la llegada a su destino sino el tránsito mismo, las experiencias vivenciales, lo que se recolecte en él: aquello que se viva con atención. Todas cobrarán sentido de ese modo porque representan la respuesta al vivir. Que este largo preámbulo sirva para contar la sencilla historia del encuentro con el discreto tesoro de una palabra conocida, multiescuchada, pero hasta ahora nunca entendida en la misma definición.
Me explico. El budismo establece una fórmula médico-filosófica para entender la causa, el origen, el diagnóstico y la prescripción sobre la infelicidad humana, y para ello emplea el término pali dukkha, que entre sus acepciones tiene la de sufrimiento o dolor. De ahí el ignorante lugar común occidental de considerar al budismo como una perspectiva pesimista, cuando sólo es realista y propone una práctica psicofisiológica que evita o atempera la desdicha humana: su prescripción compuesta de unas pocas reglas de vida a las cuales llama Noble Óctuple Sendero.
En una lectura de pronto salta una palabra común mil veces vista y alcanza su verdadero sentido, la mejor traducción de dukkha, la cual no es puramente dolor o sufrimiento sino sobre todo “insatisfacción”. Los viejos marxistas hablaban del desarrollo económico capitalista como de algo desigual y combinado.
Lo mismo la realidad, que no es sólo dolor o felicidad, diversión o tedio, serenidad o crispación, los tantos pares de opuestos de que parecen estar están compuestos los fenómenos, sino básicamente mezclas, incompletudes, imperfecciones/perfecciones con que está hecho la realidad. Aun en el mejor estado vivencial hay una base de dolor: el miedo de que vaya a terminar. Por eso el pensamiento occidental se ha ocupado en formular los principios inmutables de los fenómenos naturales y los destinos humanos. Al pensamiento oriental, en cambio, le interesó conocer los mecanismos de transformación permanente en todo lo que hay.
Fausto clama para que el instante se detenga, reconociendo que es hermoso. Ese pacto fáustico de Goethe anuncia el principio del placer con el cual Freud anticiparía la gran infelicidad materialista, la engañosa, desigual democratización del deseo, el narcisismo consumista del individuo, los usuarios terminales de sí mismos que surgirán del siglo veinte entre biotopos y especies no retornables. La erradicación del reconocimiento del dolor y la imperfección en la cultura de masas, aquella “positividad” que Byung-Chul Han entiende como una reducción estúpida, una enajenación lógica que refuta simples verdades físicas: la semillas germinan en la oscuridad.
Entre los términos idiotas de estos días están “compartir” (inexacto reemplazo de “comunicar”) y una expresión de bienestar personal que siempre presume andar al “cien”. Algún filólogo de mañana explorará esta positividad mecánica y el otro escamoteo de significado (compartir es repartir y comunicar es hacer común), entre todos los que en el lenguaje hoy se multiplican.
Entonces, para cerrar este breviario de consideraciones, los contrarios de las cosas (Nicolás de Cusa dijo que esa era la definición de Dios: el que reúne los contrarios) coexisten en la palabra “insatisfacción”. A menos que uno se vea impelido a vivir en algún extremo y se enterque en que todo va muy bien o que todo está muy mal. Nuestra libertad ante los hechos sigue radicando en las interpretaciones. En el empleo de definiciones rigurosas y verdaderas: la vida es impermanente, insustancial e insatisfactoria. La vida es como una cebolla: algo bueno que nos hace llorar.
Fernando Solana Olivares
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