Friday, August 01, 2008

HACEDOR DE FLECHAS

Según escribe Ananda K. Coomaraswamy, tanto las Upanishads hindúes como el budismo pali tenían por tema central la búsqueda de la verdad. Pero fue la visión hindú y no la budista la que consideró al arte una forma de yoga (yoga: yugo: unción del cuerpo y de la mente), y a la emoción estética un sentimiento proveniente de la percepción o el atisbo del Ser. La energía del budismo se aplicó al esfuerzo personal monástico, y a pesar de sus orígenes ---“budismo hedonista”, llama el historiador del arte al budismo anterior al siglo II a.C.---, acabó condenando la belleza y los placeres perceptivos como obstáculos para la liberación. La doctrina de los Vedas, en cambio, consideró la vida misma como escenario del punto espiritual de partida y de regreso, el terreno para la acción: el karma yoga que el Bhagavad Gita ofrece como un método humano de encuentro con la totalidad. El arte es uno de ellos.
Establece la tradición hindú que todo ser humano debe resolver cuatro fines en su existencia: kama, el placer físico; artha, la familia; dharma, la ley moral; moksa, la liberación. El renunciante opta por librarse de todos estos fines menos del último, y trata de cumplir el ideal del santo ermitaño: reducir el mundo cotidiano para simplificarlo, acometer una siega de acciones mundanas que lo auxilie en sus tareas de focalización. Pero quienes permanecen en el mundo y conocen la sabiduría de estos cuatro niveles al vivirlos, no desdeñan que el arte sea un sendero que guía por su interior.
Para demostrar la consideración del arte como yoga, aun del arte menor, Coomaraswamy cita a un antiguo autor, Sukracarya: “Es verdad que el fabricante de flechas no percibe más que su trabajo mientras está inmerso en él, pero, no obstante, mantiene la conciencia y el dominio sobre su cuerpo”. La anulación entre el sujeto y el objeto, el olvido de sí del hacedor y su disolvencia controlada en la acción permiten ser un medio para la unidad de la conciencia y el cuerpo, fin último del yoga. La experiencia directa de ello no sólo es accesible para quien goce de fortuna creativa en cualquier escala y en cualquier arte, sino además para quien se conmueve con su contacto, con su sola presencia.
La potencia del arte proviene del mito y el sueño, de misterios de las liturgias sagradas, de gestos trágicos y metafísicos hechos por hordas que alrededor de hogueras primordiales atisbaron fragmentos de otra realidad. No en una revelación dictada sino percibida, no ofrecida sino arrancada, en actos chamánicos exploratorios de otros estados del ser. “He aprendido concentración en el hacedor de flechas”, dice un texto védico. La concentración que desprende de sí al observante. Coomaraswamy recuerda que la estética occidental ha compartido esa convicción: Goethe y la belleza que al percibirla libera al perceptor, Canudo y el abandono de sí como secreto de cualquier arte, Binyon y el vaciamiento del artista para ser llenado por el alma universal. O Schopenhauer y la visión objetiva del autor.
No existían diferencias entre los actos de la devoción y los del arte en la India antigua. Una poderosa visualización era realizada en los dos casos: el devoto elaboraba una imagen mental de la deidad y el artista no iniciaba su tarea sino hasta después de haber visto detalladamente lo que habría de reproducir, abandonando el principio de pensamiento e identificándose con el objeto de la obra. “En cualquier lugar de Oriente donde el pensamiento hindú o budista haya calado lo suficiente ---escribe el autor---, existe la firme convicción de que la mente concentrada y ‘dirigida hacia un punto’ tiene acceso a toda clase de conocimientos, sin necesidad de la intervención directa de los sentidos. Es probable que todos los inventores, artistas o científicos hayan tenido más o menos contacto con esta realidad a través de sus experiencias personales”.
El propósito del artista no era personal sino trascendente, se ajustaba a un canon expresivo y la belleza de la obra no era una búsqueda sino una consecuencia. El interés radicaba en el tema, como ha ocurrido en todos los grandes periodos creativos de la historia. El tema subordinaba la expresión personal del artista, y la condición de autor, tan importante después en la modernidad occidental, no se apreciaba más que en su circunstancia de intermediario entre este mundo y los estados múltiples del ser. Portadores de cordones, cuentas sagradas y anillos de hierba, devotos y conocedores de otras ciencias. Así define un antiguo texto indio los requerimientos para el artista: “debe ser un hombre bueno, ni haragán ni malhumorado, santo, educado, autocontrolado, devoto y caritativo; tal ha de ser su carácter”. La modélica del artista labrada en el yoga y en la emoción divina cumple con la función tradicional del arte entendido como un vehículo para alcanzar un orden trascendente que, bajo cualquier manifestación que tome, es siempre el mismo.
Todo conocimiento verdadero es una identificación con el objeto conocido. No un conocimiento vicario a través del discurso de la razón, esas sombras de la caverna que se toman por reales, sino una identificación integral con la acción. Ya dice el griego que el ser es lo que conoce, pues el conocimiento en sí mismo y la operación mediante la que éste es obtenido no se pueden separar.
De ahí que sea falsa e inútil la belleza que no es resultado sino intención, pues ella sólo se alcanza como consecuencia de una profunda, concentrada y poderosa necesidad. Por eso hay arte que no es tal.


Fernando Solana Olivares

2 Comments:

Blogger JORGE SOLANA AGUIRRE said...

Saludos!!!

Se podra preparar el cuerpo y la mente para entar a la perfeccion del espiritu?

Muy interesante.

jorgesolana.blogspot.com

10:06 AM  
Blogger JORGE SOLANA AGUIRRE said...

Se podra preparar el cuerpo y a la mente, para poder entrar a la perfeccion del alma?

10:09 AM  

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