Friday, May 31, 2013

DE LA VIDA FLOTANTE.

Para Lilia Rossbach. O de la íntima sobrevivencia, como él mismo tituló la introducción a El imperio perdido, su obra capital. Aquella tarde citadina llovía con mansedumbre y nuestra visita a la librería, costumbre siempre tan gozosa, ahora resultaba incómoda para los dos. Éramos héroes de la fluctuación mutua y sin querer, o aun obligados por las circunstancias que entonces nos determinaban, habíamos infringido esa alianza basada en cautelas llamada amistad, según postulaba Cioran, uno más entre los autores que frecuentábamos gracias al magisterio literario cuya arrebatadora brillantez constantemente me ofrecía. Ninguna amistad soporta una dosis exagerada de franqueza, escribió el ensayista rumano, y tanto él como yo, cada uno por su lado, habíamos roto el pacto, la convención tácita de no airear nunca públicamente los defectos del otro hasta un punto donde ya no existiera vuelta atrás. Dicho final se originaba en un comienzo al que durante varias semanas yo me resistiera, guiado solamente por la intuición. Una noche, después de cenar en su casa y discutir una vez más la propuesta que me hacía, le dije por fin que sí. Al salir del fraterno encuentro, viático de la proximidad, ante mí se mostró, a la manera de aquella segunda mirada anticipatoria mencionada por Jünger, otro autor infaltable en la opulenta nómina literaria de su enseñanza y de mi aprendizaje, lo que tarde que temprano sucedería: “Toma en cuenta”, advertí a mi mujer con resignada pesadumbre, “que nuestra amistad puede terminar”. En lugar de la delicadeza táctica y el cariño tolerante entre dos amigos íntimos que compartían la impaciencia del conocimiento llamado literatura, la fuerza magnética de la prosa narrativa y las desdichadas biografías de los autores canónicos, sobrevendría el estrujamiento diario de la responsabilidad laboral y las tensiones cotidianas de un proyecto entonces casi delirante, altamente nebuloso y acechado por muchos adversarios poderosos y otros tantos indiferentes: el Canal 22. Mientras esa tarde yacente en la memoria la lluvia ponía a brillar los senderos del parque vecino a la librería, me despedí de José María Pérez Gay llevando bajo el brazo el último regalo libresco que su generosidad me diera, la Historia del Paraíso de Jean Delumeau. Sutil ironía: la aventura televisiva había sido un purgatorio de dificultades y desencuentros. Todo estaba listo para la salida al aire de la estación, en la cual ya no estaríamos juntos porque nuestra amistad representaba ese sacrificio propiciatorio de toda fundación, de todo comienzo. No supe entonces interpretar tal signo invertido: el paraíso de nuestro intenso vínculo personal no sería más, con mucho ya había sido. Volví a verlo años después cuando el tiempo pasara inclemente por la vida de cada uno. Se iniciaba la enfermedad que lo postraría hasta vencerlo. Y aunque hablamos con largueza en su pródiga biblioteca sobre los nuevos autores de nuestro interés compartido, Peter Sloterdijk uno de ellos, no hubo catarsis alguna entre los dos que permitiera poner el pasado en claro y profesar otra vez lo que nunca debió de haberse suspendido. La amistad, esa sombra de una sombra, como quería Esquilo, transcurrió a nuestro alrededor con su paso cansino. Más vale tarde que nunca, diría el tópico inequívoco. Así consigno una apretada relación de bienes y favores recibidos, al modo de un ex voto cuyo destinatario es José María Pérez Gay, aquel ser humano de conversación magnética y lucidez extraordinaria, de histrionismo superior y persuasión seductora, de entusiasmo intelectual incomparable, de amor por la palabra como perspectiva y signo del espíritu. Gracias por un seminario hermenéutico sobre Heidegger donde el ser/estar ahí fue libre de preocupaciones. Gracias por todas las tardes en La Jornada de antaño entre gozosas carcajadas. Gracias por Herman Broch y su pasión trágica, por Robert Musil y la exactitud del alma, por Karl Kraus y su pluma hecha espada, por Joseph Roth y los restos del desastre, por Elías Canetti y sus provincias develadas. Gracias por El imperio perdido, esa orilla vuelta accesible de la eternidad favorecida. Gracias por las traducciones, entre ellas Job de Joseph Roth, novela que hace llorar a quien la termina. Gracias por la poesía de Paul Celan, por la erudita vivisección de Viena, por tantas cosas buenas que aquí no se dicen. Gracias, Chema querido, siempre estaré en deuda contigo. Fernando Solana Olivares.

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