Friday, September 28, 2018

PIEDRA DE SACRIFICIO

El 2 de octubre de 1968 fue miércoles, un día mercurial que estaría lleno de violencia y muerte. La explanada de la Plaza de las Tres Culturas, escenario donde se celebraría el último mitin del Movimiento Estudiantil, concentraba tres estratos históricos: el indígena, el colonial, el moderno. A las cinco de la tarde lucía a reventar con diez mil estudiantes, hombres, mujeres, ancianos, niños y aliados políticos del movimiento como los ferrocarrileros, cuyas gorras azules se miraban airosas entre el mar de gente. Había vendedores ambulantes y amas de casa con bebés en brazos. Transeúntes curiosos ahí detenidos, habitantes de la unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco que escuchaban a los oradores desde una tribuna situada en el tercer piso del edificio Chihuahua. Brigadas estudiantiles repartían volantes entre los asistentes y boteaban, vendían periódicos y carteles. Estaban presentes periodistas nacionales, corresponsales y fotógrafos extranjeros. Alrededor había un gran despliegue de militares, policías, granaderos. De pronto, a las cinco y media de la tarde, mientras un estudiante anunciaba que la marcha al Casco de Santo Tomás se cancelaba ante los riesgos de ser reprimida, e instantes atrás una muchacha muy joven había hablado del papel de las brigadas estudiantiles, una aparición de luces de bengala en el cielo desamarró el infierno. Comenzaron los disparos, el fuego cerrado que se multiplicaría, el tableteo de las ametralladoras, los fogonazos de los fusiles y las pistolas. En un primer instante los líderes del Consejo Nacional de Huelga que estaban en la tribuna gritaron a la multitud que no se desbandara. Pero la gente corría despavorida e iba cayendo en la plaza o en medio de las ruinas prehispánicas frente a la pequeña iglesia de Santiago Tlatelolco construida en el siglo XVI, la cual no abriría sus puertas para acoger a quienes huían, repitiendo el papel histórico del clero católico en México: traicionar al pueblo. Simetrías, repeticiones, parecidos, el ara sacrificial se había montado para llevar a cabo una masacre. Durante 29 minutos el fuego de unos cinco mil soldados y decenas de agentes policiacos salió de todas partes ---dos helicópteros, tanques ligeros, vehículos blindados--- y provocó que muchos soldados y francotiradores apostados en lo alto de un edificio se dispararan entre sí. Después las descargas fueron intermitentes pero hasta la noche se siguieron escuchando. El Leviatán del Estado llevó a cabo la matanza. Enfrentó a sus fuerzas emboscando al ejército, una acción cuyas razones causales inmediatas eran varias a la vez. El Movimiento Estudiantil había descolocado al gobierno haciendo colapsar su autoritarismo cerrado, exhibiendo su vocación represora y agrupando a cientos de miles de ciudadanos descontentos. La Guerra Fría recrudecía sus embates, y la Primavera de Praga y el Mayo parisino del 68 hacían actuar a la CIA al consuno de altos políticos como el presidente o el secretario de Gobernación, miembros de la misma, para frenar cualquier proceso democrático. Había intriga y guerra palaciegas en la sucesión presidencial. Luis Echeverría, uno de los grandes villanos de la esperpéntica historia mexicana de los últimos años, montaría sin duda la criminal y homicida provocación para obtener la presidencia de la república. Además faltaban trece días para inaugurar la Olimpiada de México 68. Sucedían cambios superestructurales en las mentalidades juveniles, había surgido la entonces prometedora contra cultura y sus infiltraciones paganas, hedonistas, indiferenciadas y antiautoritarias. La breve utopía jipi significaba mucho más que los alcances que acabaría teniendo después. Se iniciaban procesos tecnológicos que cambiarían la faz de las cosas. Vista ahora, cincuenta años después, aquella era una fecha axial, una bisagra que abría y cerraba el tiempo. De ahí tal vez, en una suma histórica distinta a la historia acostumbrada, alguien se atreverá a afirmar que los 325 muertos consignados por el periódico The Guardian como dato confiable, los miles de heridos y los cientos de detenidos y presos de aquella pesadilla son esas piedras sacrificiales que perversas potencias extra humanas demandan para hender los portales de las épocas. Es la sangre fecunda, propiciatoria, aquel atroz instrumento del destino que desde los griegos sacrifica a los muertos inolvidables que así preservan y trasmiten la memoria humana. Dos de octubre no se olvida. Fernando Solana Olivares

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