DEVUELTOS AL IMPERIO / I.
1. En una taxonomía célebre, Isaiah Berlin definió dos tipos básicos de pensamiento, de actitud intelectual y, en síntesis, de existencialidad. A partir de un fragmento del griego Arquíloco ---“Muchas cosas sabe la zorra, pero el erizo sabe una sola y grande”---, Berlin diferenció dos clases primarias de seres humanos y junto con ellas sus productos. La primera, los erizos, quienes según el filósofo británico poseen una visión central en razón de la cual comprenden, piensan y sienten: “un único principio universal, organizador, que por sí solo da significado a todo lo que son y dicen”. La segunda, los zorros, quienes persiguen muchos fines que pueden ser inconexos y aun contradictorios, sus vidas y acciones son centrífugas, su pensamiento ocupa muchos planos a la vez, aprehenden la esencia de múltiples experiencias y objetos por lo que tienen de propio, sin pretender integrar dicha esencia “en una única visión interna, inmutable, globalizadora”.
Como en la vida, donde no se encuentran talantes puros, en la caracterología de Berlin tampoco existen zorras absolutamente zorras o erizos del todo erizos. Pero la clasificación describe y apunta dos formas del aliento vital, dos modos de estar en el mundo y dos temperamentos para habitarlo.
2. El imperio perdido de José María Pérez Gay (Cal y Arena, México, 1991) corresponde a la multiplicidad de los zorros y poco tiene que ver con el empeño unidimensional, obcecado, de los erizos: no obedece a un sistema cerrado, no pone en práctica un único modelo de aproximación crítica a sus temas, tampoco ha sido escrito desde una visión inalterable.
En lugar de ello, la fatalidad organizada que recorre El imperio ---galería de destinos y voluntades, estampas superpuestas y a la vez intercambiables, redes abiertas como el horizonte e igual cerradas en un punto--- ha sido construida con el mismo mecanismo al que recurren la evocación y el sueño, que no es otra cosa más que la cara nocturna del recuerdo. El tiempo es lineal cuando ocurre pero no cuando se registra. La memoria ---arqueólogo del tiempo--- reacomoda hilos que en su momento parecieron solitarios, aislados, y los entrelaza hasta fabricar paisajes o versiones que solamente pueden ser escudriñados como se sueñan los sueños: en muchos planos a la vez, entre una vasta variedad de experiencias y objetos.
Este libro proviene de una consonancia múltiple: hace próximo lo aparentemente lejano y demuestra que todo, incluso aquello que ha transcurrido, sigue estando en medio de todo. Eso, el presente del pasado en el presente del presente es la historia de la modernidad. Las zorras lo saben y los erizos lo ignoran.
3. ¿Por qué Austria-Hungría y su capital incandescente, Viena? ¿Por qué ahora, en nuestro fin e inicio milenarios, la historia dolorida de un imperio que se derrumbó hace tantas décadas? ¿Por qué la extraña grafía y la extravagante fonética de nombres, circunstancias y lugares enmohecidos por la distancia? Estas preguntas pueden responderse con la certeza que recorre la arquitectura narrativa de El imperio: “Al interpretar la realidad literariamente ---escribe Pérez Gay---, sin la ayuda de sistemas o teorías, el campo de la metamorfosis se vuelve ilimitado, sus posibilidades son ya infinitas”. Y el campo de las metamorfosis es un conocimiento impaciente: tal cosa es la literatura.
Desde ese gozne en apariencia arbitrario, que depende sólo de la imaginación y la palabra, se abren las puertas de una nómina deslumbrante: un imperio cuyas pulsiones y anuncios históricos hoy conforman el espíritu de la época; una ciudad ---Viena, la Kakania profética, el laboratorio de pruebas para lo que vendría--- que como caja de Pandora cifró el pensamiento, la estética y la política de un sistema mundo ya imperante; cuatro destinos literarios de aliento trágico y un testigo privilegiado que vivieron para escribir en carne propia el luminoso crepúsculo de toda una época y con ello la oscura noche histórica sucesiva.
“Ya en la última generación, Israel de Rischin se sentó en la silla dorada de su castillo y reconoció: ‘No podemos encender el fuego, ni decir las oraciones, ni llegar al rincón del bosque; pero podemos contar la historia’. Y su historia tuvo el mismo efecto milagroso que los tres rituales anteriores”. El final del epígrafe de El imperio, proveniente del cabalista Gershom Scholem, condensa la cuestión: una historia que José María Pérez Gay cuenta y el efecto milagroso que produce.
Fernando Solana Olivares
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