¿Estado fallido?
Teóricos del Estado fallido como Jean Marie Grose consideran cinco tipos: Estado anárquico (Anarchicstates), donde no hay poder político centralizado; Estado fantasma (Phantomstates), con autoridad limitada en diversas zonas; Estado anémico (Anemicstates), el de recursos escasos y en guerras secesionistas; Estado capturado (Capturedstates), aquel manejado por grupos étnicos ---o por el narco, dado el caso; Estado abortado (Abortedstates), cuando no hay poder único que tenga el monopolio de la fuerza.
Otros pensadores políticos hablan de Estado desintegrado o colapsado, un asunto multidimensional ---político, histórico, sociológico--- de largo plazo que concluye con la destrucción del mismo. Los Estados fallidos son incapaces de salvaguardar las condiciones sociales mínimas (seguridad, ley, orden, buen gobierno). De ellos se mencionan, asimismo, cuatro niveles: Estados fuertes, débiles, fracasados y colapsados. El Estado fallido se encuentra entre los dos últimos.
Según Noam Chomsky, encima de no proteger a sus ciudadanos de la violencia, las cúpulas que encabezan un Estado forajido, como él los llama, se ocupan del poder y la riqueza propios antes que del interés público, se “desentienden con desdén del derecho y los tratados internacionales”. Por lo demás, la propia estructura, el comportamiento y la función del Estado-nación contienen graves fallas que los ciudadanos padecen en diversos grados: arbitrariedad, autoritarismo, corrupción, etc.
¿Es certero entonces considerar al Estado mexicano como fallido? En muchos de sus rasgos, sí. Reúne los requisitos que los académicos citan: es fantasmal en algunas zonas del país dominadas por el narco y hasta ahora irrecuperables; está capturado ---no total, pero sí parcialmente--- por el crimen organizado; es anárquico porque resulta incapaz de impartir justicia y hacer valer la ley; luce abortado pues un poder paralelo comparte, y a veces supera, el monopolio de la fuerza. Y esto, como es del todo evidente, no lo ha causado el gobierno de López Obrador. Desde Salinas hasta Peña, el neoliberalismo y su capital financiero, la clase política, las élites y el crimen organizado han hecho de este país un osario, un auténtico mierdero.
El extraño caso de Culiacán y la batalla narca a partir de la detención/liberación/engaño/provocación/ineptitud/montaje del hijo o hijos del Chapo Guzmán ---primero se habló de Ovidio, cuyo nombre en dos días fue utilizado treinta y ocho veces para bautizar recién nacidos en la ciudad días después del encuentro entre el ejército y los narcos, y a continuación también de Archibaldo---, la suma de contradicciones en las versiones oficiales (la prensa anotó seis cuando menos), la reconocida mala planeación del operativo, la aceptación del presidente de haber dado su aval al intercambio con los narcos del detenido (os) por el levantamiento del sitio en la ciudad y, conforme insistentes versiones, sobre todo por los militares tomados como rehenes, todo eso y más puede ilustrar con creces la idea de que México ya se jodió.
La derecha mexicana se solaza diciéndolo celebratoriamente (así se disfrace de preocupación patriótica) estos días. La miseria moral del panismo amnésico, el cinismo genético del PRI o el retraso mental del PRD, junto a las oligarquías y élites nacionales ---con sus aliados o propietarios transnacionales--- ha promovido la supuesta responsabilidad de López Obrador en el violento sainete de Culiacán, su renuncia por ineptitud y afectación del estado de derecho. Piensa mal y acertarás, como aconseja una epistemología popular. ¿De parte de quién pasó todo esto?
Por eso el analista Alfredo Jalife (“mi olfato y muchos datos conexos”) afirma en redes sociales su hipótesis de que el suceso de Culiacán fue una trampa desestabilizadora para el presidente. Subraya la casi instantánea respuesta de los Chapos (“sabían todo”) y la posibilidad de que hubieran intervenido frecuencias de comunicación de la Guardia Nacional y el Ejército. En medio de eventos anómalos como que el día anterior a los hechos el gobierno local anunciara la suspensión de clases por “amenaza de lluvia”, la revista local Ríodoce publicó una nota que ella misma calificó de “extraña”: la inusual reunión entre el gobernador de Sinaloa y el director interino de la DEA ---ese cartel de carteles, junto con la CIA. Sospechosa reunión en tiempos de paz narca en Sinaloa.
La decisión de López Obrador para retirar las fuerzas militares es una acción restauradora de ese Estado fallido que hoy interesadamente se magnifica por un escandalizado formalismo rígido. También la claridad autocrítica y la preservación de la vida humana como conductas públicas ---así haya entretelones, líneas finas que no se dirán a la gente--- son actos que pueden fortalecer y legitimar a un Estado que han dejado postrado y al que le va la vida en regenerarse. Entre doscientos muertos posibles o sufrir daños mediáticos y políticos, López Obrador actuó con sentido de estadista: preservó la paz pública. Así el Estado tuvo que ceder.
Lo que sigue después de esto es una historia que todavía no ha sucedido y por eso ya no cabe escribirse aquí.
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