Friday, August 23, 2019

IDUS DE MARZO Y JULIO CÉSAR

Cuenta el escritor romano Suetonio en su hermoso libro Los doce Césares que Cayo Julio César era dulce por naturaleza hasta en las venganzas. Cuando capturó a los piratas que lo habían capturado a él, y a quienes entonces juró crucificar, lo hizo mandando que antes fueran ahorcados. A Filemón, esclavo y secretario suyo que había prometido a los enemigos de César envenenarlo, ordenó que se le matara sin tortura alguna. Una dulce crueldad. Entre los milagros de la cultura están la duración y la vigencia de los textos clásicos. El último manual empresarial envejecido es el de ayer, la última teoría crítica obsoleta es la más reciente. Pero los textos de la antigüedad siguen mostrando sentido a los contemporáneos, quienes los leemos deslumbrados por su transparencia y claridad. Por su atemporalidad, esa medicina necesaria para sobrevivir en estos tiempos de tanta evanescencia. Suetonio escribe con una prosa rápida y atrevida, similar a lo que fueron aquellas “demasiadas familiaridades” que se permitió con la emperatriz, las cuales le costaron la dirección de los archivos del emperador Adriano. Fue después de ese benemérito despido cuando compuso la mayoría de las muchas y leídas obras que lo convertirían en un autor muy popular. Empleando anécdotas escabrosas ---criticadas por otros escritores debido a su demeritadora crudeza con gobernantes rapaces, pero indispensables para la verosímil y cercana composición de los personajes y el retrato de las costumbres---, Suetonio retrata los claroscuros de la naturaleza humana latina, hija de Grecia y madre de Occidente. Roma, a la cual todos los caminos llevarían, será un epicentro que determinará al mundo por los dos milenios siguientes. Julio César encarna al fundador de la estirpe occidental del dominio y su autoritaria voluntad de hierro: la condición del poder soberano sobre los otros, ambicionado por encima de todo y disputado ante todos. Cicerón, citado por Suetonio, dice que César, quien anhelaba el mando desde su juventud, siempre tenía en los labios unos versos de Eurípides: “Si hay derecho para violar, violadlo todo por reinar, pero respetad lo demás”. Siendo cuestor en España, provincia romana, encontró cerca de un templo de Hércules en Cádiz la estatua de Alejandro Magno y se sintió muy compungido, tal vez derramó algunas lágrimas discretas por no haber realizado todavía nada digno a la misma edad, 33 años, en la que el príncipe macedonio había conquistado el mundo. César dimitió en seguida de su cargo para regresar a Roma y aguardar en ella la oportunidad de grandes acontecimientos. Una noche tuvo un sueño que se interpretó como de buen augurio, a pesar de la profunda perturbación que causó en su espíritu. Los intérpretes le dijeron que la violación a su madre que había soñado significaba el imperio del mundo que lo aguardaba, pues aquella madre sometida a él no era otra que la Tierra, la madre común. No dejaba de notarse, sin embargo, que la naturaleza simbólica y concreta del poder contiene siempre la violencia que trasgrede tabúes humanos y desacata prohibiciones básicas. Mandar como acto de envilecer y subordinar. El detonador de la conjura que lo llevaría a la muerte en los idus de marzo fue el desdén con el cual ultrajó al Senado, al no recibir de pie sino sentado a una comisión que iba a presentarle decretos muy favorables para él. Antes ya había cometido acciones y dicho palabras de abuso de poder que justificarían su muerte según los asesinos. No se contentó, cuenta el biógrafo, con aceptar los honores más altos: el consulado vitalicio, la dictadura perpetua, la censura de las costumbres, el título de emperador, el dictado de padre de la patria, una estatua entre las de los reyes o una especie de trono en la orquesta. Admitió también otros como una silla de oro en el Senado; que en las pompas del circo un carro llevara religiosamente su retrato; templos, altares y estatuas junto a los dioses; como ellos un lecho sagrado; el nombre de un mes en homenaje. Prodigios evidentes anunciaron a César su próximo final. En un antiguo sepulcro removido por veteranos a los que había dado tierras se descubrió una placa que profetizaba su muerte casi literalmente. Los caballos consagrados a los dioses que había dejado libres lloraban negándose a comer. El arúspice Spurinna le advirtió al examinar las entrañas de un ave que se cuidara de los idus de marzo. Unos cuantos días antes del magnicidio un reyezuelo con una rama de laurel en el pico entró al recinto del Senado y sobre él se precipitaron violentos pájaros que llegados de pronto lo destrozaron. La víspera del asesinato soñó que subía al cielo y tocaba la mano de Júpiter. Su esposa Calpurnia, que el techo de su casa se desplomaba y su marido moría entre sus brazos. En su camino fatal al Senado, donde lo esperaban los conjurados para matarlo de veintitrés puñaladas, se burló de la predicción de Spurinna. Éste observó que los idus de marzo aún no terminaban. Antes, César había recibido de manos de un desconocido un papel denunciando la conjura que no alcanzó a leer. Solía decir que la mejor manera de morir era veloz y repentina. La tuvo ahí. Fernando Solana Olivares

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