Saturday, November 02, 2019

EL CANON DE BLOOM

Fernando Solana Olivares Fue tardío y a contracorriente. Propuso una clasificación literaria jerárquica en un momento cuando corrían turbulentos vientos de fronda y la noción de autoridad quedaba erosionada por el multiculturalismo. Un momento histórico donde el valor estético se consideraba una idea como otras y no, conforme poco antes se pensaba, un valor universal compartido por todos. Harold Bloom definió a veintiséis escritores como autores canónicos, es decir, autoridades de nuestra cultura, vigentes en el tiempo y parte de su memoria común, entre los cuales solamente tres escribieron en lengua española: Cervantes, Borges y Neruda (de éste último diría después que debió cambiarlo por César Vallejo o por Gabriela Mistral). ¿Qué convierte a un autor y sus obras en canónicos? Además del tiempo, de la memoria común y la valoración de otras autoridades, Bloom postuló la hipótesis de que ello era la extrañeza: una forma de originalidad que nos asimila de tal modo que dejamos de verla de esa manera. Una mezcla de profunda extrañeza y gran belleza compone las obras canónicas. El crítico literario estadunidense decía que al leerse por primera vez una obra canónica se experimenta un extraño y misterioso asombro ---“casi nunca lo que esperamos”--- que lleva a sentirnos transportados a una estancia mental desconocida pero a la vez familiar sin dejar de ser ajena, transportados a la intemperie de una tierra extraña en la cual nos movemos como en casa. Siendo un misterio, esta facultad profunda de la obra canónica es inescrutable. Los cánones han sido instrumentos de poder, utilizados para establecer dominios imperiales que niegan la distinción entre el saber y la opinión e imponen una norma única referencial, ortodoxa. El proceso de destrucción de los cánones, trátese del de Bloom o de cualquier otro, incluso la desaparición de la idea misma de canon (palabra de origen religioso: suma de autoridades), ha venido ocurriendo durante el siglo veinte, una etapa de destrucción de los universos estéticos, de erosión del valor artístico y de plena arbitrariedad al decidir qué es arte. Un momento de repulsa de toda autoridad, toda jerarquía Aunque postuló un canon anglosajón, con un centro hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo ocupado por William Shakespeare, “inventor de lo humano” según el crítico neoyorquino y judío, el que se llamaba a sí mismo “bardólatra” para reconocer su culto al dramaturgo inglés, y a quien una memoria fotográfica permitía leer 400 páginas en una hora, él mismo reconoció que su español no era suficiente para elaborar un canon en esa lengua. Y sin embargo no erraba: creía que Rulfo era superior a Cortázar y García Márquez, cuyo realismo mágico veía como un falso recurso. A Bloom no le interesó el ala derecha del canon, compuesta de solemnes y apolillados defensores de supuestos (e inexistentes) valores morales en las obras de la memoria común. Pero repudiaba acremente la trama académico-periodística, el ala izquierda a la que llamó Escuela del Resentimiento, la cual deseaba derrocar el canon para instaurar en su lugar otros valores extra literarios tales como la particularidad. Esa corriente de contra-pensamiento no se interesa en los mejores por ellos mismos, sino siempre referidos a una condición extraña a lo literario: mujeres, africanos, hispanos, homosexuales y de preferencias distintas, asiáticos, minusválidos. Bloom llamó a dicha particularidad “un resentimiento cultivado como parte de su identidad”, una no literatura. Desde que la escritura creativa comenzó quedaron establecidos sus dos tipos genéticos: la buena y la mala, una cuestión que nunca dependerá del tema. Federico Nietzsche, tiempo antes, escribió contra los sentimientos de venganza y rencor. En su filosofía habló de una praxis consistente en una victoria sobre el resentimiento: “liberar el alma de él ---primer paso para curarse”. Bloom especula, sobre una base literaria y subjetiva, acerca de Betsabé, la madre de Salomón, como posible autora de partes de la Biblia: Génesis, Éxodo y Números. La figura llamada el Yahvista o J bien pudo ser una mujer de la corte del rey Salomón, lugar de sofisticada cultura, considerable escepticismo religioso y gran complejidad psicológica. El Yahvé humano, demasiado humano, que come, bebe y pierde los nervios, regocijado en sus maldades, celoso y vengativo, “un grave caso de ansiedad neurótica”, ese dios ambivalente resulta contado por una mujer que logra una reunión entre lo divino y lo humano. La conmoción fundamental de esta originalidad canónica es observar que la adoración occidental a Dios por judíos, cristianos y musulmanes es la fascinación por un personaje literario: el Yahvé de J, ironizó el crítico recién muerto, casi intacto, a los 89 años. “Nadie es más que otro si no hace más que otro”, explicó don Quijote a Sancho Panza alguna vez. Bloom lo creía, estudioso de la Cábala aplicada a la literatura, radical e independiente de los pensamientos comunes, escudriñó la profunda extrañeza y la gran belleza de las obras canónicas. Su análisis crítico fue un acto pleno de creación literaria. Custodió el acto irrenunciable de leer.

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