Saturday, November 16, 2019

EL PASADO PUDO NO HABER SIDO

Fernando Solana Olivares Moctezuma cometió, dice la historia, dos errores cruciales al saber de la presencia de Cortés y sus soldados en los dominios imperiales: envió opulentos regalos que mostraban sus grandes riquezas, y pidió amablemente en mensajes a los visitantes que regresaran sobre sus pasos, lo que expuso su debilidad. Cien esclavos entregaron a los extraños recién llegados joyas, telas, bellos trabajos de arte plumario y dos platos de oro y de plata “tan grandes como las ruedas de un carro”, que envenenaron la insaciable codicia de los aventureros. El lenguaje de sus cartas, en las que exigía casi rogándole a Cortés que no se acercara más a Tenochtitlán, era obsequioso y blando, nada temible ni propio de un poderoso emperador. Cuando los españoles llegaron a la ciudad sin ningún impedimento, el cual hubiera sido muy fácil establecer, se les dio la bienvenida y fueron llevados a alojamientos especiales en el palacio de Axayácatl. El ejército azteca esperando en las afueras de la ciudad, que habría aniquilado a los invasores cortándoles la retirada y sitiando la maravillosa ciudad en el lago, nunca fue llamado a intervenir. Cortés lo supo por un intérprete y muy pronto pondría a Moctezuma bajo arresto en su propio palacio. Las horas entre ellos dos, el profundo azoro del encuentro, la lucha entre la parálisis y la audacia suicida, representan una inmensa tragedia histórica y fundan un brutal comienzo nacional. La filosofía de la victoria afirmará que Cortés obtuvo la victoria por necesaria fatalidad: ganó porque debió de haber ganado. Pero las condiciones objetivas de entonces cancelaban prácticamente esa posibilidad. El belicoso pueblo azteca, cuyo ejército superaba mil a uno a los invasores, fue presa de la dubitación de un emperador superado por acontecimientos cuyas referencias interpretativas eran solamente un pasado mitológico. Una variante escénica que no se podía prever. “Señor nuestro: te has fatigado, te has dado cansancio: ya a la tierra tú has llegado. Has arribado a tu ciudad: México”, dijo el emperador, acompañado de su hermano Cuitláhuac y grandes señores locales, transportado en una litera con dosel de plumas bordado con hilos de oro y plata e intercalaciones de jade, al recibir a quien los mexicas llamaban Malinche. Lo llevó a una amplia habitación del palacio y le propuso sentarse en un gran trono que ahí había. El historiador Hugh Thomas afirma que por más dudas que Moctezuma tuviera sobre las intenciones de Cortés, sobre su condición humana o divina, para recibirlo se impuso la tradición indígena de la cortesía. “Me inclino ante ti”, “beso tus pies”, fueron fórmulas posibles en el encuentro Parece una razón secundaria en el complejo contexto del gozne histórico donde los vertiginosos acontecimientos se vuelven apocalípticos: terminarán dioses, emperadores, instituciones, derechos, lenguas, costumbres, ritos y memorias. El emperador duda, es vacilante y sus errores ante Cortés se multiplican. En él actuará la convicción de que el recién llegado es Quetzalcóatl. Entonces Malinche da un golpe de mano. Ya hubo un hecho, entre tantos, que anunciaría a la civilizada ciudad (aun con sus sangrientos sacrificios religiosos), recogida durante la noche, la irremediable llegada del espanto. Los arcabuceros españoles dispararon una salva y después los cañones para festejar la victoria de haber llegado hasta ahí. La suma de prodigios se completaba: los jinetes sobre sus bestias, extraños centauros, el rayo mortal que salía de sus manos, sus rostros grises con vestimentas de piedra, las casas flotantes que los trajeron, los feroces mastines que los acompañaban, el abstracto crucifijo reverenciado, las capillas que iban levantando, el atronador ruido que producían. Y más antes, el cometa premonitorio que todo eso lo anunció. Moctezuma regresó después de cenar, como lo había prometido, para ver a su huésped. Cortés, con la ayuda de Marina y Aguilar, sus intérpretes, le hizo saber al emperador que había hecho un formal acto de sumisión que le daba derecho a él para considerar toda hostilidad mexica como una rebelión y conquistar lo que dispusiera en nombre de Carlos V. El español quiso creer que las muestras de cortesía habían sido fórmulas de vasallaje. Afirmaría después que Moctezuma había reconocido que el caudillo y sus soldados eran dioses, dirigentes perdidos cuyo regreso se esperaba y temía. Que sabían que cuando ello sucediera los indígenas serían sus vasallos. Según Hugh Thomas ---a quien en parte esta columna sigue--- Moctezuma estaba deslumbrado por la energía, la confianza en sí mismos y el poder que mostraban los castellanos. Para la discreción propia de los mexicas, los extraños seres de más allá del mundo se comportaban de un modo extravagante. Tal fascinación con el verdugo, con la acción equivocada que perjudica los intereses propios corresponde a la insensatez, una constante histórica inevitable. En todo encuentro alguien gana y otro pierde. Más tarde Cortés perdería (exactamente: nunca llegaría a tener) su marquesado, y el imperio español se haría decadente por una conquista despiadada. No hay acto así que no lo sea.

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