Friday, February 25, 2011

LAS DOS COSAS PROTECTORAS / I.

El mundo está en llamas. Lo advirtió el Buda hace más de dos mil quinientos años, pero ahora, si se nos permite el uso enfático de la verdad convencional, su incendio ha llegado a cobrar proporciones dantescas. Las certezas relativas que construyeron un proceso civilizacional hoy están rotas, fracturadas, y se cumple con pavorosa perseverancia aquella visión marxista sobre la modernidad, entonces metafórica y actualmente literal, acerca de que todo lo sólido se desvanece en el aire. Todo fin de un mundo es el fin de una ilusión, y por fin sabemos que esa solidez atribuida a la realidad episódica no era tal.
También sabemos que nunca es tal: dicha realidad episódica siempre es una construcción de la conciencia humana, pero hay momentos históricos cuando los atributos supuestos, los ideales convencionales, las costumbres rutinarias y los sentidos ideológicos no sirven ya para transitar por los valles de dolor y lágrimas donde son más desdichados que de costumbre los seres humanos, donde no se cumplen sus anhelos, donde fracasa su intención existencial. La razón de ello, siendo la misma que ha sido a lo largo del tiempo, en este momento específico se ha vuelto fatal: una aguda y extendida ignorancia sobre la verdadera naturaleza de lo real.
Sin embargo, como lo real episódico, relativo, impermanente e insustancial es aún, si esto es posible, mucho más adverso y aciago que de costumbre, suelen surgir diversos instrumentos, reflexiones, conocimientos y posibilidades propios de lo que el pensamiento budista designa como la doctrina de la aparición simultánea, descrito en otra tradición como paradoja de la proximidad. En cierto modo, sin saberlo directamente pero intuyéndolo con cabal sabiduría, el poeta Hölderlin lo planteó igual: “donde crece el peligro crece también la salvación.”
Así, estando aquí el peligro creciente, aquí mismo surge de nuevo un texto que contiene la salvación. No una salvación escatológica o metafísica, teísta o providencial, sino una perspectiva de acción concreta, empírica, individual y a la vez colectiva, que de conocerse y practicarse permitiría precisamente eso: comprender y transformar, comprender y trascender, comprender y salvar. Se trata del libro Dejando atrás el sufrimiento. Enseñanzas de los discursos del Buda (Editorial Pax México, 2009), escrito por Miguel A. Romero ---quien antes fue el bhikku (monje) Thitapuñño, adscrito a la tradición budista Theravada, la escuela más antigua del budismo histórico--- y compuesto en mexicano, por hacer referencia a un elemento no del todo secundario para subrayar la valoración de su singular importancia entre nosotros.
Lo que el budismo Theravada llama en lengua pali Dhamma (Dharmma en sánscrito; doctrina, en español) es asombrosamente dúctil, pues sin perder su preceptiva esencial, la cual es tan compleja como al cabo resulta sencilla, ha logrado adaptarse culturalmente a lo largo de la historia en diversos ambientes y sociedades ahora occidentales, según viene ocurriendo desde el siglo diecinueve cuando el filósofo Arthur Schopenhauer conoció la filosofía budista, fue deslumbrado por ella y comenzó su incorporación, así fuera discursiva y por ende descontextualizada, al pensamiento de la modernidad. Así se inició un proceso hasta hoy ininterrumpido considerado por Mircea Eliade, entre otros, como el acontecimiento central del siglo XX: el descubrimiento por el Occidente de la sensibilidad, la doctrina y la psicología profunda del Oriente budista, de la ciencia del espíritu establecida en el siglo VI a. C. por un príncipe nacido en la ciudad de Kapilavastu, el cual, en palabras de Jorge Luis Borges, “no se ha hecho culpable de ninguna guerra y ha enseñado a los hombres la serenidad y la tolerancia.”
Producto de varios años de aprendizaje práctico y reflexión en las enseñanzas del Buda, el Despierto, conforme Miguel A. Romero señala en el prólogo a estos ensayos, pláticas recopiladas y traducciones de textos canónicos provenientes del canon Pali que representan un pequeño bosquejo de su amplia enseñanza, Dejando atrás el sufrimiento atiende lo que el mismo autor define como “factores, eventos y procesos pertinentes al mundo de la mente ---la especialidad del Buda”, cuyo conocimiento puede inducir el despertar en quienes, poseedores de una cierta sabiduría, se encuentren al borde de una madurez que ofrece la metodología vivencial del budismo conocida como el Noble Óctuple Sendero: entendimiento correcto, intención correcta, lenguaje correcto, acción correcta, modo de subsistencia correcto, esfuerzo correcto, atención correcta y concentración correcta.
La moral budista, escribe Romero, difiere de los sistemas teístas de las grandes religiones porque no es etnocentrista ni homocentrista ni autoritaria. Su objetivo no es alcanzar la moral en sí, porque ésta es solamente un soporte necesario para que la mente del sujeto alcance el fin del sufrimiento a través del imperativo esencial budista: preservar, descubrir y llegar finalmente a la verdad. Como diría el mismo Buda: “la inamovible liberación de la mente, lo que constituye el objetivo de esta vida santa, su esencia y finalidad.”
El mundo se deshace, pero el mundo puede recomponerse. Se trata de comprender lo real mediante una muy antigua y a la vez inédita manera para establecer culturalmente otra urgente y lúcida disciplina moral.

La presentación de Dejando atrás el sufrimiento. Enseñanzas de los discursos del Buda será este viernes 25 de febrero a las 19 hrs. en Bradley 47, casi esquina con Gutenberg, Col. Anzures. La entrada es libre.

Fernando Solana Olivares.

Friday, February 18, 2011

ASÍ ESTAMOS IMPUESTOS.

ban a los consanguíneos suyos de ellos, haciendo entre todos un ágape promiscuo que iba volviéndose multitudinaria y dilapidadora arrimación sobre la yerma heredad rulfiana, en la cual hay agua más o menos corriente provista por el municipio apenas sacándola de profundos y sobre-explotados pozos abiertos desde hace unos diez años atrás.

—¿Y no puede educar a la familia, don Samuel, enseñarla a utilizar el agua del excusado y de las llaves, establecer reglas para su comportamiento, advertirle que en su casa no caben tantos, hacerle ver que el estrépito de los estéreos de sus trocas resulta insoportable, que usted y su mujer ya están viejos y cansados, que éste es el trabajo del padre y no el sitio de descanso de los hijos, que por única vez en su vida tiene condiciones laborales decentes (casa, agua y luz gratis, aguinaldo anual, sueldo por encima del miserable salario mínimo, ayuda de gastos médicos por si se ofrece como ya se ha ofrecido, trato patronal amable y considerado, libertad para ir y venir al pueblo hasta cuando se le acaban los cigarros), y que si las pierde, dada su edad y la situación que vivimos, dadas las prácticas seculares de explotación campesina en estas tierras irredentas, usted nunca más las volverá a tener?

Mi pregunta condensaba su circunstancia real y le proponía medidas posibles con el objeto de convencerlo para que, aprovechando la coyuntura del abuso filial, comenzara a vivir mejor. Don Samuel es un hombre bueno, habituado a trabajar sin descanso, honesto y confiable, pero aferrado y testarudo como el que más. Quizá el que más. Como él mismo dice, cuando una idea se le mete en la cabeza no hay poder alguno que lo haga reconsiderar.

—No, no puedo. Nosotros así estamos impuestos —volvió a decirme, sintetizando en su respuesta la decisión inapelable: el sábado se va.

Regresa a vivir en el pandemónium familiar del que salió hace tres años, asfixiante lugar donde habitan sus hijas y nietos abandonados por los yernos borrachos, una hija adolescente madre de una criatura, otra más pequeña idiotizada por la pantalla plana, incluidos los parientes de los parientes suyos de ellos gritones y echadores, y al otro lado de las delgadas paredes y enfrente, abriendo la puerta de la calle, una incontrolable turba vecinal. Perderá la lontananza de estos campos abiertos al horizonte, las sacras noches estrelladas donde cantan los grillos y esplende la luna, el sereno silencio del día y su soledad pacificadora, los crepúsculos que tanto aprecia y considera él, a quien nunca le han gustado ni el ruido barbárico ni el estrangulamiento del espacio hoy predominantes en el pueblito que hace no mucho, cuando todavía era lopezvelardiano y civilizado, iba a acostarse apenas oscurecía, como un rinconcito relojero y provinciano que entonces le robaba a cualquiera el corazón.

Asociaciones que hace uno: la pertinaz cerrazón de don Samuel, su negativa a considerar cualquier otra conducta diferente a la que la costumbre secular y la creencia inmóvil le imponen, solamente es el ingenuo y desesperado deseo de una mentalidad agrícola para garantizar que el mundo es algo inmóvil y en repetición perpetua, así sea tan insoportable como hostil. Don Samuel no conoce, ni lo hará, la libertad mental que significa modificar la opinión común. Lleva razón el sabio cuando afirma que hay tres clases de persona: la que involuciona, la que se detiene, la que se transforma. Y que entre ellas existe una distancia que va haciéndose insalvable. Él no lo sabe, pero esa es la definición característica de la tardomodernidad: un insidioso y profundo abismo que va más allá de las desigualdades económicas, un abismo cultural.

Fernando Solana Olivares.

Friday, February 11, 2011

ESTA HORA OSCURECIDA.

La estupidez nos gobierna, la idiotez nos rige. Ya se ha dicho hasta el hartazgo, cuando menos en esta columna: idiota es aquel que está encerrado en lo particular. Y el modelo histórico mexicano, compuesto de tres elementos fatalmente inalterables: la desigualdad, la corrupción y la impunidad, ha llevado a los ciudadanos a aislarse en sus pequeños universos de interés, en sus estrechas ínsulas de particularidad, como si socialmente hubiéramos cumplido ya aquel fin último de la modernidad capitalista que profetizó hace varias décadas Marcel Duchamp: “Esta libertad para ser indiferentes”.

Apenas el martes pasado la prensa reportó 30 asesinatos violentos en 10 entidades: dos jóvenes asesinados en Ciudad Obregón, un hombre rafagueado en Guaymas, cinco personas ejecutadas en los municipios duranguenses de Lerdo y Pánuco, un anciano muerto de 60 balazos en Ciudad Juárez, seis sacrificados en Torreón, cinco cadáveres de torturados en Tepetongo, un ataque contra el Cereso estatal en Apodaca, un muerto mutilado de la mano derecha y otro decapitado en San Luis Potosí, tres fallecidos en un enfrentamiento en el puerto de Veracruz, cinco ejecutados ­­—uno de los cuales aparece descuartizado— en Acapulco. La libertad de nuestra indiferencia: tales actos no son más que las estadísticas diarias del horror regular.

Mientras el país se pudre y se degrada, mientras el territorio se pierde y el imperio del derecho se evapora, mientras vivimos un estado de excepción militarizado que no se declara como tal, mientras las extorsiones y los secuestros aumentan, mientras el no futuro de los jóvenes mexicanos se instala como una realidad inmodificable, mientras crecen los suicidios entre niños desde ocho hasta quince años, mientras los melifluos gobernadores usan el dinero de los impuestos para mentir publicitaria y descaradamente, mientras avanza el desmantelamiento y la privatización de los pocos bienes públicos que aún subsisten, mientras la inepta burocracia federal prohíbe llamadas a celulares desde los centros de trabajo como medida de supuesta austeridad, mientras la simulación y la mentira predominan, mientras el desastre nacional avanza en un larguísimo y atroz etcétera, la cadena MVS despide a Carmen Aristegui por la supuesta “falta ética” (sic) de haber abordado en su noticiero la imputación de alcoholismo hecha al presidente Felipe Calderón en la Cámara de Diputados a través de una manta —exhibida, entre otros legisladores de oposición, por uno más de los esperpénticos payasos de la política nacional, Gerardo Fernández Noroña—, y opinar al aire acerca de la necesidad de una toma de posición al respecto por parte de Los Pinos, sin disculparse posteriormente por ello como la empresa afirmó habérselo exigido.

Aristegui no convalidó la imputación, solamente hizo uso del sentido común al abordar el tema y cumplió con su deber informativo ante un rumor que ha sido insistente desde la llegada al poder de Felipe Calderón. Puede pensarse que la especie proviene de los enemigos políticos del régimen para desprestigiar a un mandatario cuestionado a partir del resultado electoral mismo. Sin embargo, el tema se vuelve crucial cuando involucra a un presidente que gobierna durante el momento más grave que ha vivido el país después del proceso revolucionario, y lleva a pensar que el celo persecutorio con el que su régimen ha declarado la guerra contra las drogas —así ahora se niegue haber empleado varias veces tal denominación, no sólo semánticamente imprecisa sino costosamente irresponsable— se origina, además de en una necesidad de legitimación social y política que evidentemente no fue ni será conseguida, en los excesos retóricos y conductuales de una doble moral: las adicciones propias trasladadas a la denuncia punitiva y al castigo de las adicciones ajenas.

El alcohol es la droga dominante por excelencia y el alcoholismo es una obsesión del yo incapaz de resistir el impulso hacia la gratificación inmediata. Y aunque hace que el ego se sienta poderoso en los primeros instantes de su ingesta, después provoca el estrechamiento de la conciencia, disminuye la capacidad de respuesta a las señales externas y obliga al sujeto a una regresión infantil donde se pierde el lenguaje y el control motriz. El alcohol y sus instituciones sociales han creado el enfoque neurótico y violento, represivo y patrilineal, masculino y destructivo propio de la civilización occidental. Autores como Terence McKenna afirman que hasta ahora hemos sido incapaces de percibir que el delicado equilibrio de la época y el Armaguedón nuclear “se creó en la atmósfera de disfrazado sentimentalismo y fanfarronería típica de las personalidades alcohólicas en cualquier lugar”. Se sabe que Churchill, Stalin y Rooselvet se repartieron el mundo moderno en Yalta bebiendo abundantemente. ¿Cuántos otros políticos y hombres de Estado no han decidido tan graves y delicados asuntos públicos intoxicados por el alcohol?

Tenga o no un problema similar el presidente Calderón, su gobierno, sus discursos y sus acciones parecen estar determinados por tales características: un disfrazado sentimentalismo, una fanfarronería habitual. Véase su desafortunada guerra contra el narcotráfico y sus desgraciadas consecuencias. Véase la situación lamentable en que está dejando al país.

La estupidez nos gobierna, la idiotez nos rige, la indiferencia nos carcome. Pero mientras existan miradas lúcidas y voces valientes como las de Carmen Aristegui podremos conservar la legítima esperanza de que alguna vez todo esto cambiará.

Fernando Solana Olivares

Friday, February 04, 2011

LA ISLA EN EL LAGO.

Con el implacable gesto de un sastre que ensarta un hilo, José Martínez Torres ha escrito una novela de llamativa perfección. No desde luego porque no tenga equivalentes, ni tampoco porque carezca de un sitio en esa larga y poderosa corriente que llamamos tradición. Otros pulsos y otras prosas asoman entre las páginas de La isla en el lago. La minuciosa lección narrativa de los titanes franceses, por ejemplo, o las atmósferas públicas erigidas con el tono de lo particular observado, al modo de tantos autores literarios de la modernidad. Dichas poéticas, estilos o preceptivas fueron antes influencias indispensables para su autor y ahora son sus legítimas apropiaciones: sirven para recordar que el acto creativo consiste en tomar lo dado, lo existente, y obtener con ello una manera hasta entonces inédita de su formulación. Somática de la escritura que se resume en la vieja advertencia: todos los leones comen cordero.

La singular calidad estética de La isla en el lago (publicada hace años por el CNCA, ignorada desde entonces por la crítica, invisibilizada por la promoción editorial y hoy releída por quien esto escribe) debe buscarse en ella misma, como la de un cuerpo cuyo movimiento obedece a una voluntad íntima antes que al estímulo exterior, que traza trayectorias inesperadas en el espacio y crea leyes propias mientras su desplazamiento tiene lugar. Así los cuerpos se liberan del tiempo, así el tiempo congela su movimiento y lo convierte en una paradoja: moverse desde la quietud. Podría decirse que entonces se alcanza la transparencia del objeto literario, opaco y a la vez brillante, inmóvil y también veloz.

El tejido narrativo de esta novela es tan delineado y simple como lo exige el canon milenario del bien contar. En ella están un amor afligido y perdurable porque quedará interrumpido; un círculo del Infierno, el cabaret Singapur, donde los semidioses, simples mortales, alternan con los demonios y encarnan en parroquianos deudores de milagros elementales, en meseros vueltos asesinos al amanecer, verdugos de la luz, o en putas angelicales y sobrevivientes que de la caída transitan a la elevación, confirmando con ello que como es arriba es abajo; el recuerdo indeleble de la cárcel hecha santuario de la virtud viril, del heroísmo laico propuesto por una sensibilidad fascinada con el instante inasible, con su gesto y no con su duración; el acto disipatorio, sacrificial, de los dones y los bienes de la normalidad decente, del horario, el trabajo y la fortuna; el fracaso de la ilusión y la esperanza, ese amargo y lúcido disolvente que muestra a la apariencia en cuanto es: relativa, impermanente, transitoria.

“Herencia de agua —escribe el adelantado narrador de La isla en el lago—. Puesto que la ciudad estuvo en medio, ahora caminamos sobre las aguas, como Cristo en el mar.” Herencia de agua, escribe José Martínez Torres, y así queda denominada su propia elección: la memoria fantasmal que resbala entre los dedos, la contemplación huidiza que brilla mientras se evapora, la materia humilde que adopta toda forma que la contiene, la metáfora que lleva por encima del sentido para acercar las realidades que están más allá de los sentidos. En suma, la elección del arte del lenguaje, la elección de este espléndido escritor.

Toda literatura es un acto de fe porque reitera la existencia del mundo. Toda literatura es una transgresión porque sustituye el mundo para crear otro, autónomo y suficiente, que depende de quien dispuso los términos de esa creación. Por eso la literatura es un artefacto contradictorio: se debe al mundo y está contra él.

Dice la sabiduría que el universo es un libro, que todo libro encierra el universo. No sólo son las letras inscritas en el libro lo que abarca la totalidad, sino los espacios blancos, los intervalos donde no aparecen. Cuando se reflexiona sobre los silencios de esta novela, sobre el recipiente no mostrado, oculto, de su tejido laborioso, puede percibirse el por qué de su belleza formal, su fuerza trágica, su atracción. La mano controlada del narrador ha conseguido, sabiendo más de lo que cuenta, viendo más de lo que muestra, decir lo indecible mediante atmósferas que sugieren que el juego imaginario, incandescente, de su propio reverso creativo, es el espejo de un espejo donde la imagen reflejada alcanza el misterioso silencio con que se muestra la verdad.

De tal manera que las distinciones entre el es y el no es de La isla en el lago, distinciones que según un muy antiguo texto vienen de la decadencia de la unidad original, se disuelven y se coagulan para obtener la salvación que el arte dispensa: “cambiar todos los lugares y criaturas del mundo, para que cada cosa viviente, al comprender que no es lo que creía, pueda ser más, ser cualquier otra cosa, ser todo lo que debe”.

El amor y su contrario, el cuerpo y el deseo, el pecado y su santificación, el sentimiento y la memoria, las estancias de la sorpresa, la arquitectura del recuerdo, la materia de la pérdida, el rito fantasmal de la madrugada, el aliento agridulce de la ciudad: una isla en medio de un lago, metáfora relampagueante del ser y su condición.

¿Adónde van las novelas magistrales que no se leen e indebidamente se olvidan? ¿Tal descuido es una prueba en contrario de su valor? ¿O habrá algún día para tantas obras extraordinarias que hemos ignorado? Quizá existe u n universo paralelo donde lo que la mercadotecnia aquí vuelve invisible allá la sensibilidad lo multiplica, donde la obra de arte es Dios operante y el nombre del artista es el seudónimo de tal acción.

Fernando Solana Olivares.