Friday, August 20, 2010

LA IGLESIA IDIOTA

Sin ofensa alguna: idiota, etimológicamente, es aquello que está encerrado en lo particular, y la Iglesia católica ---o cuando menos su alta y dudosa jerarquía--- se esmera en sostener un punto de vista intolerante, indemostrable y autoritario, que reitera su dogmático encierro en lo particular. Un punto de vista profundamente anticristiano, además, donde radicalmente se niega la esencia misma de la doctrina que pretende representar: el mensaje universal, incluyente, amante y caritativo de Jesús. Aunque esto no es nuevo, pues hace siglos que la Iglesia católica ---desde el siglo IV formalmente, cuando triunfó una de las tantas facciones que luchaban al interior del cristianismo, se instituyó como ortodoxia y se vinculó al Estado imperial para hacer de éste su agencia coercitiva--- ha representado una tendencia de organización expansionista y encogimiento espiritual, “un ataque masivo sobre el alma humana” (M. Berman), para la cual lo que menos importa es seguir las palabras y honrar las prácticas históricamente atribuidas por ella misma a quien reconoce como su fundador.
La destemplada reacción histérica de cardenales y obispos, junto con el inmoral vocero de la Arquidiócesis de México ---“leyes destructivas de la familia que hacen un daño mayor que el narcotráfico” (¡sic!)--- contra Marcelo Ebrard, contra el PRD en la Asamblea de Representantes y los ministros de la Suprema Corte de Justicia por la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo y el reconocimiento de su facultad para la adopción, hacen evidente de nuevo, aunque ahora con más virulencia, la profunda distancia entre la visión conservadora e inmovilista del alto clero mexicano y las verdaderas necesidades y los incuestionables derechos de una sociedad abierta, justa y democrática, que requiere avanzar en tal dirección para no destruirse irreparablemente.
Es inútil, por desgracia, intentar un diálogo sensato o racional con los jerarcas católicos de este país. En un artículo periodístico reciente, Miguel Ángel Granados Chapa recordaba con atingencia la fineza personal, el refinamiento y sensibilidad intelectuales de purpurados de hace décadas como Méndez Arceo y Garibi Rivera, comparándolos con la rústica vulgaridad machista, la simoniaca frivolidad oligárquica o las vergonzosas limitaciones reflexivas de un Juan Sandoval, de un Onésimo Cepeda o de un Norberto Rivera, los lamentables “príncipes” de la Iglesia católica hoy. Es inútil, también, apelar a los textos provenientes de autoridades canónicas y pensadores de su propio credo, pues salvo contadas excepciones, hace mucho tiempo que la jerarquía católica dejó de pensar.
No obsta entonces que en 2004 el entonces teólogo Joseph Ratzinger, en una conversación con el filósofo Jürgen Habermas, se hubiera preguntado: “¿es la religión una fuerza de curación y de salvación, o no será más bien un poder arcaico y peligroso que construye falsos universalismos induciendo a la intolerancia y al error? ¿No debería ponerse la religión bajo tutela de la razón y dentro de unos límites adecuados?” Al concluir dicho diálogo sobre el estado espiritual de nuestro tiempo, quien sería unos meses después el papa Benedicto XVI habló “de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a depurarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y deben reconocerlo.”
¿Cuánto de razón, de verdad fundada o de simple lógica hay en afirmaciones como las del cardenal Javier Lozano Barragán acerca de que los transexuales y homosexuales jamás entrarán en el Reino de los Cielos porque “todo lo que va contra la naturaleza ofende a Dios”, así tal despropósito haya sido establecido por san Pablo, quien de tal manera condenó una naturaleza presuntamente creada por ese mismo creador que incomprensiblemente se vería ofendido por su creación, y en la cual las prácticas homosexuales suceden con biológica regularidad demostrable? ¿Cuánto de fe auténtica hay en decir quiénes sí y quiénes no irán al cielo católico, cuando el ortodoxo evangelio de Lucas pone en boca del propio Cristo que aquel que se cree justo no será perdonado y que en cambio quien se cree pecador alcanzará el perdón?
Los ejemplos pueden multiplicarse para desautorizar a estos melifluos prelados tan humanos, demasiado humanos, que pueden ser ahorcados (es un decir) con las mismas citas de aquello que proclaman defender: elementales cuan nocivos dipsómanos de la moral ajena, porque la suya, hagan lo que hagan los sucios Macieles y compañía, está santificada de antemano.
Es muy posible que la intención oculta de esta gente en su mentirosa e ilegal campaña neocristera ---“los laicos tienen luz verde para que hagan las acciones que tengan que hacer”, declaró el descarriado vocero de la Arquidiócesis--- no sea ni siquiera la defensa de los supuestos valores cristianos (si la familia es uno de ellos, la familia homosexual es una variante de la misma) sino la actividad política directa a favor del panismo conservador y contra el perredismo liberal para beneficiar una restauración priísta que esperarán subordinar conforme a sus fines, esos que siempre suelen ser los del César y nunca los de Dios.
Ya diría Raimon Pannikar, teólogo católico, que la experiencia de Dios es la experiencia total del hombre donde no está ausente la naturaleza y tampoco lo intramundano, al contrario. ¿Y el diablo? El diablo está en la Iglesia blasfema, “pues pretender situar a Dios a nuestro lado, en contra de los otros, es sencillamente una blasfemia.”

Fernando Solana Olivares

Friday, August 13, 2010

LA MUERTE DE PHIL KELLY

Siempre supe que alguna vez tendría que enfrentar este texto, también supe que me haría sentir muy infeliz. Escribir la anotación lacónica: “Hoy en la madrugada murió Phil Kelly. Descanse en paz. 3/VIII/10”, luego de recibir ese martes muy temprano por la mañana el doliente aviso telefónico de Ruth, su mujer. Y bregar entre dos emociones contradictorias, o quizá tres: una resignación proveniente del contentamiento, un descanso nacido de la racionalización, y una amargura originada por el rechazo ante la muerte sorda y ciega, emparejadora y obligatoria, incomprensible y tan cruel.
Semanas antes me había despedido de Phil, ya gravemente enfermo y postrado en cama, ya no pudiendo pintar y entonces, de algún modo, ya no siendo el mismo que tanto quise y tanto agradecí. Meses atrás, en abril de 2009, con motivo de la última de las tres exposiciones de su obra solar y trascendente que --- privilegio imborrable--- me fue dado montar, “La fuerza iluminada”, había escrito algo que sin ocurrir exactamente sucedió tal cual: “Phil Kelly pintará hasta su último día: es pintor-pintor-pintor. Los dones no pueden ser rechazados cuando se tienen, pues la vida termina por quintaesenciarse en la fidelidad al acto creativo, en su repetición, mientras el dios Apolo quiera y la canción del oficio dure.” Resignación proveniente del contentamiento: vivir, diría Phil, no es necesario; pintar sí, porque pintar es la única forma aceptable de vivir. Al dejar de pintar, debía dejar de vivir. En un texto conmovedor y entrañable, Pura López Colomé, una musa homérica y penetrante biógrafa poético-existencial de Phil, consignó el ritual que él seguía todos los días para que éstos fueran días de verdadera vida: “comenzar cada mañana, como su admirada Susan Rothenberg, limpiando el pincel de ayer, y usando esa agua ‘sucia’ para crear la siguiente imagen.” Comenzar, recomenzar, seguir, hasta la fecha fatal donde todo terminaría porque previamente ya había acabado: un martes de agosto, el mes más cruel.
Toda resignación aceptada desde el contentamiento ---los dioses nos lo dieron, los dioses nos lo quitaron--- es una reasignación. Así que el descanso consiste precisamente en terminar, cumplir con el enigma último de esta vida misteriosa y emprender el tránsito hacia una metamorfosis que llamamos muerte a falta de un nombre mejor. Transición, entreacto, intervalo. Los budistas tibetanos designan ese estado intermedio como el bardo de dharmata, la experiencia posmuerte donde hoy camina aquel ser intenso y risueño, espléndidamente generoso, amablemente humano y franciscanamente desprendido que fue Phil. Cumpliré cuarenta y nueve días invocándolo en ese sendero, pues tal es la cifra simbólica que se asigna a la duración del intervalo, y cada vez rogaré que el genio estético que tuteló sus logros y sus intentos, sus relámpagos coloridos y sus epifanías poderosas, su plástica expresiva y cautivante, su inagotable pintura, lo conduzca al buen sitio hasta donde debe llegar.
---Ay sí, tú ---susurra la voz de Phil en mi cabeza, suavemente irónica y antisolemne, ajena a todo elogio y lejana a cualquier pretensión, como solía hacer cuando yo me entusiasmaba, verbalmente exaltado, ante las obras deslumbrantes que creaba sin descanso en su baconiano y libérrimo taller.
Entre tantas, tres frases platicadas a lo largo del tiempo fueron un santo y seña entre los dos. Le llamaban la atención y lo divertían, tanto que consignó la segunda de ellas en un dibujo oaxaqueño que devotamente conservo e inscribió con gruesos trazos la tercera en los arrebatados muros de su estudio: “La reducción drástica de la necesidad”, una propuesta mixe para obtener la auténtica riqueza, que lo fascinaba en su exacta sencillez y por su aplicabilidad propia; “Ivêtot vale (lo mismo que) Constantinopla”, una sentencia de Flaubert donde queda establecido lo que Phil intuitivamente creyó y sistemáticamente hizo en su pintura: el tema y la importancia de la obra están en cualquier lugar; y “No es el mezcal sino Oaxaca”, aquella condensación de otro ebrio metafísico como él, Malcom Lowry, la cual despeja el asunto del alcohol y la ocupación del vino, su condición de mero soporte creativo y nunca de sustancia esencial.
Sin embargo la muerte es insoportable porque deja a los vivos un poco muertos también. Así que al morir Phil Kelly otros que tanto lo quisimos morimos con él. Es cierto que quedaron sus cuadros y podemos abismarnos en ellos, disolvernos e imaginar la entrada a su urdimbre favorecedora y mágica, multidimensional. Mandalas que están aquí y se realizan, atemperan la tristeza y curan la soledad. Pero la muerte es insoportable porque Phil Kelly aún estando ya no está.
---Ay sí, tú ---vuelvo a escuchar en mi cabeza, de parte de quien ejerció los atributos védicos propios del artífice verdadero al cumplir con su labor: un hombre bueno, ni haragán ni malhumorado, santo, educado, devoto y caritativo. En la gloria de cada color y trazo, de cada sabor y mirada, de cada sonido y contacto, de cada lienzo intervenido y cada papel rayado, siendo humano, demasiado humano, este pintor a veces logró todo eso y a veces no. Aunque ahí está su pintura, espejo de un universo, reflejo de una conciencia, imagen de tal posibilidad.
El canon afirma que quien percibe la belleza alcanza la liberación. Un martes de agosto, cuando el Sol brilló y la Luna estuvo en menguante, Phil Kelly alcanzó ese estado. Lo dejó tras de sí, para nosotros: su obra es el testimonio de esta afirmación.

Fernando Solana Olivares

Friday, August 06, 2010

LA ZOZOBRANTE INSUFICIENCIA / y II

Las condiciones caracterológicas que Emilio Uranga observa en la naturaleza óntica del mexicano: el sentimentalismo exagerado que raya en lo enfermizo, la inactividad o desgana ante una realidad que se reprueba con indignación pero que no se cambia con acciones (“Un desdén manso de las cosas”, según dice López Velarde en su poema La tejedora, citado por Uranga para ilustrar el punto), quedan complementadas a través de un ensimismamiento personal que el filósofo define como “la disposición a rumiar todos los acontecimientos de la vida.”
Esa “rumiación interior”, tercer elemento caracterológico del sentimental, representa para Uranga un mero substituto mental de la actividad y del encuentro transformante y transformador con el mundo externo: es una ensoñación, un repaso mórbido de todo lo vivido, de los recuerdos, las penas y las alegrías, “un caudal que todo mexicano acaricia y recuenta.” Por ello existe una melancolía profunda en la psique nacional, un ademán de amargura en los rostros y en las actitudes originado en ese “traer en los posos del alma una historia, un mundo que fue, y que por emotividad quedó grabado indeleblemente.”
José Gómez Robleda, otro autor referido por Uranga, afirma que el mexicano “es un hombre que revive constantemente las desventuras del pasado”. En tal desdicha memoriosa, un ingrato presente perpetuo de lo que temporalmente ya fue pero emocionalmente sigue siendo, suceden también las oscilaciones, “tan familiares en la vida mexicana”, entre un entusiasmo acrítico y esperanzado ante algo o alguien, para caer después en la depresión por el reconocimiento de su fatalidad e insuficiencia, en la subjetividad idiosincrática que no permite sostener y hacer durar ninguna convicción para cambiar las cosas como éstas se viven (“Siempre que inicio un vuelo por encima de todo, un demonio sarcástico maúlla y me devuelve al lodo”, escribe López Velarde en el poema Un lacónico grito, otra cita empleada por Uranga, quien considera a ese poeta como quien ha puesto en el centro del discurso estético la fragilidad y la zozobra, ese “vivir al día” característico de la psique nacional).
Siendo el mexicano, conforme lo percibe Uranga, una criatura melancólica, enfermedad propia de la imaginación (“El mexicano huye de la realidad y se refugia en el sueño y la fantasía”, según Gómez Robleda, citado de nuevo por el autor), es también un ser “de infundio”, es decir, que carece de fundamento real o racional. De ahí los matices de “disimulo, encubrimiento, fingimiento y doblez” implícitos en el término y propios de la conducta colectiva, así como la carencia de asidero, la melancolía ontológica, la precariedad constitutiva de los mexicanos, “seres de infundios, enfermos de la imaginación”. De ahí la consideración conductual del mundo como “amigo” o “enemigo”, como propio y familiar o ajeno y desconocido, en un maniqueísmo sin matices ni transiciones, sin curiosidad alguna incluso, de ahí el comportamiento común “huraño, retraído, pronto a saltar o a defenderse”. De ahí, en suma, aquel “sentimiento radical de inseguridad y mudanza que afecta todas nuestras cosas”.
La inferioridad es “el proyecto de ser salvado por los otros, de descargar en los demás la tarea de justificar nuestra existencia, de sacarnos de la zozobra, de dejar que los otros decidan por nosotros.” Y la inferioridad, argumenta Uranga, es una de las posibilidades de la insuficiencia, no la única pero sí la que parece haber sido elegida por el alma nacional, en una extraña operación de desplazamiento infantil donde no se quiere vivir la realidad esencial y solitaria del sujeto adulto que acepta la insuficiencia ---un hecho para ser resuelto---, la zozobra ---una situación oscilante propia del ser--- y el accidente ---una particularidad que debe encontrar su substancia---, como los elementos existenciales desde los que debe partirse, reconociéndolos, en busca de otras respuestas acerca del ser nacional, de otros sentidos respecto a su presencia en el mundo, de otra fundamentación sobre el futuro.
La historia mexicana en mucho ha sido una suma de proyectos de justificación inferior: Uranga menciona el indigenismo como uno de ellos ---“el ‘indigenista’ como el ‘malinchista’ son mestizos que […] echan en los hombros de otro la tarea de justificar su propia existencia”, escribe---, pero tanto la exaltación del mestizaje como una tersa y ya efectuada fusión de la compleja psique nacional, o la supresión tajante del pasado que hoy se propone al modo de una nueva terapéutica intelectual amnésica, o la incorporación sin más, por decreto voluntarista, al tramposo e irregular territorio de la “competitividad” económica tardomoderna, son episodios de esos proyectos de justificación inferior.
Emilio Uranga murió en 1988 sin tener tiempo cabal para mirar y pensar el siniestro derrotero que ha seguido en los últimos tiempos nuestro país. Pero sus análisis del alma nacional siguen siendo funcionales y verdaderos para intentar comprender las causas ontológicas que nos han traído hasta estos efectos públicos de descomposición actual. El mismo advirtió que el secreto de un proyecto fundamental es la repetición: reabrir, deshacer, raspar una cicatrización inconveniente para “dejar a la herida nuevamente en el libre juego de sus posibilidades”. Esa es la función del pensamiento: mostrarnos un espejo donde la imagen nos duplica, nos re-presenta, nos permite el diagnóstico que lleva a la transformación. Quien quiera descubrir lo invisible debe mirar lo visible. Repetir es volver a pedir.

Fernando Solana Olivares