Saturday, March 26, 2011

ENTRANDO A LO IMPENSABLE.

“La puerta es la que elige, y no el hombre”, escribió Borges. Una puerta no elegida aunque desde luego provocada por los seres humanos ha quedado abierta de par en par después de la triple tragedia dantesca ocurrida en Japón el pasado viernes 11 de marzo. Aquella sombra que se cernía sobre nuestro futuro, vista por Iván Illich desde los años setenta del siglo pasado, cuando al hacerlo fue acusado de ser “rijosamente apocalíptico”, hoy es una realidad cotidiana, inocultable y global, donde lo antes impensable de modo generalizado, la extinción ruinosa de la especie humana, se ha convertido en mucho más que una probabilidad: somos rehenes, diría entonces el desoído y menospreciado pensador al hablar sobre el “contragolpe del progreso”, de un estilo de vida que nos predispone a la destrucción.
Y sin embargo, una lamentable actitud de desequilibrio sigue invadiendo el sentido común, ontológicamente intoxicado por el falso paraíso del consumo, por la engañosa democratización del deseo, por las interminables necesidades innecesarias que el capitalismo terminal nihilista se empeña en vender aquí y allá, aquellos espejismos antes llamados desarrollo, modernización, y ahora, empleando el multicitado mantra economicista, competitividad.
Esa crítica premonitoria de Iván Illich a la sociedad industrial ---responsable, en su perspectiva, de la mayor parte del dolor humano contemporáneo, de los sufrimientos engendrados con el pretexto de terminar con ellos: los enfermos de cáncer, la ignorancia de los miserables, el hacinamiento urbano, la escasez de vivienda, la contaminación, la violencia del resentimiento social, etcétera---, recordaba también la prevención homérica sobre la fatalidad de Némesis, diosa de la venganza cuyas actuaciones se relacionan con la retribución cósmica encargada de castigar la presunción humana, la pleonexia, esa avaricia radical prometeica que transgrede las fronteras de lo posible, altera los límites de lo deseable, destruye los términos de lo real.
Michel Foucault denominó “brote epistémico” a los cambios repentinos de las representaciones e imágenes que surgen en la conciencia humana cuando lo ayer inconcebible se vuelve concebible ---la decapitación de un rey, por ejemplo, inimaginable antes de la Revolución francesa, que al suceder hizo surgir una nueva imagen del ciudadano, del papel de la gente común en la sociedad---. A ello, el sociólogo y catedrático Patrick Lagadec, creador del concepto posmoderno de la civilización del riesgo, le llama ahora “la era de lo inédito, de lo impensable” (Proceso 1794, entrevista de Anne Marie Mergier), y afirma que tanto los gobernantes como los empresarios (y aun los intelectuales, los académicos y los científicos, habría que añadir) son incapaces de pensar y actuar más allá de los “sistemas de representación tradicionales”, porque están encerrados en “bunkers mentales” y en “estrategias preconcebidas” que de muy poco sirven ante la irrupción de sucesos y acontecimientos cuya radicalidad tanto como sus consecuencias resultan inesperadas.
La tragedia japonesa demuestra, además, la corrupción estructural del sistema capitalista, aun en aquel país aparentemente modélico y tan avanzado donde se falsificaron reportes sobre las inspecciones de seguridad en la planta de Fukushima y privó la negligencia criminal en su vigilancia y operación. La causa obedece a una razón perentoria, constitutiva del horror económico financiero que se ha apoderado del planeta mediante el capitalismo dictatorial y salvaje: la rentabilidad. O en términos llanos: la compulsión suicida que impulsa a un sistema mundo planetario donde se destruyen más recursos de los que se crean con tal de mantener hasta el último instante la fantasía colectiva de las envolturas brillantes, de la energía sin término ni restricción, de la avidez por satisfacer la hubris, aquella insolencia sin medida que falazmente promete la civilización industrial a los seres humanos para escapar del reino de la interdependencia y la retribución.
La pregunta más apremiante de nuestros tiempos, diría Illich, es qué sigue después de la cultura del desarrollo destructivo, de la insaciable demanda ideológica por siempre tener más. Qué símbolos se requieren, qué ética colectiva, qué políticas comunes antes de arribar a una catástrofe devastadora donde todo esto termine. Lagadec, mientras tanto, intenta enseñar a sus alumnos cómo “vivir en lo irracional, en lo no seguro, en un ambiente desestabilizado y en general hostil.” Otro pensador mencionado por él mismo, La Porte, propone “no instrumentos para evitar ser sorprendido, sino entrenarse para ser sorprendido”. El filósofo Sorel le llamó a ese mismo talante “disponibilidad”. Y otros han reiterado el vínculo semántico entre “plegaria” y “precariedad”.
Todo final de un mundo es el final de una ilusión sobre ese mundo. La tarea posmoderna consiste en comprender lo otro de lo mismo. Aceptar que ya no se requieren las respuestas conocidas sino la audaz formulación de nuevas preguntas. Y también de nuevas actitudes: no la tristeza egocéntrica o el desasosiego sentimental, sino la fuerza apacible y esperanzadora de lo profundamente humano contra la que se mellan las angustias de cualquier expectativa catastrófica. Es la búsqueda de sentido cuando parece no haber ya tiempo civilizacional para encontrarlo. Quizá tal sea el único empeño legítimo de esta hora apocalíptica: pensar en aquello que no hemos pensado, entrar sin reservas a lo que nos está deparado. Y si hay un mañana, hacer tabla rasa y volver a empezar.

Fernando Solana Olivares.

Friday, March 18, 2011

CINCO ESPACIOS VACÍOS.

La necesidad tiene cara de hereje. Desde antes de las nueve de la mañana del viernes la diminuta maquinaria del museo Agustín Rivera debió ponerse en movimiento. Salí de mi casa a bordo de la noble troca que diariamente me transporta, enfilé hacia la carretera y sintonicé el noticiero matutino de la radio universitaria para escuchar la entrevista que su conductora haría al joven curador de la exposición y a uno de los noveles participantes. “Nuevas formas, nuevos lenguajes: siete artistas” se inauguraría a las siete de la noche. Un experimento debido tanto a los magros y tardíos recursos financieros del museo como a la decisión estética de abrir el espacio para las nuevas generaciones de curadores y museógrafos habilitados ---alguna vez deben comenzar su aprendizaje---, así como de los artistas emergentes o desconocidos en la pequeña ciudad de Lagos de Moreno, tan cerrada, provinciana, patriarcal y conservadora en su superficie como abierta, bullente, polimórfica y liberal en su interior.
De eso se trata, me dije a mí mismo, de hacer visible lo que se mantiene oculto, mientras apilaba en la caja de la troca treinta sillas prestadas por el generoso campus universitario, y me marchaba luego, junto con Daniel Aranda y Carlos Vargas, los recién entrevistados, a recoger un piano eléctrico también prestado por la misma institución, donde un joven músico local, Everardo Ruiz, interpretaría durante la apertura de la muestra obras de Bach, Beethoven y Satie.
Y yo pensaba: en mi fin está mi comienzo, escribió el poeta Eliot. En el mío también: ahora debo pedir, cargar, bajar, clavar, colgar, barrer y frecuentemente pagar de mi bolsa en el museo que dirijo. No me quejaba de mi karma: sólo me ponía al día con sus circunstancias.
Por fin llegamos al Agustín Rivera, donde ya me aguardaban las novedades. Los padres de una de las expositoras, Eréndira Díaz Barriga Esponda, la mejor artista plástica del grupo de siete, se habían apersonado minutos antes para retirar sus notables cuadros informándome, mediante un pliego de papel, caligrafía y argumentos dieciochescos, que su hija abandonaba la exposición como una enérgica protesta ante la imagen empleada en la invitación de la misma, un rostro femenino hecho en vexel cuya mano yergue el dedo medio en el cual está escrita la palabra “love”, obra de Carlos Vargas y para ellos burla obscena que ofendía la decencia y las buenas costumbres del pueblo de Lagos.
El primer acto lo gané. Hablé con el padre, quien también es artista visual, y lo hice entrar en razón. Exigí que el retiro de la obra me lo informara directamente la expositora, mayor de edad. Le recordé que él mismo había expuesto no hacía mucho en esas ecuménicas salas, que el arte es libre y debía serle fiel a su gremio, que podía acusarlo de haber irrumpido en un recinto federal para sustraer obra que no era suya. En fin, hasta de semántica discutí. Se dio cuenta del gafe, del pancho, del oso que estaba haciendo, aun en Lagos. Y se deslindó. Propuso hablar telefónicamente con la hija, cosa que acepté.
---Pero trae a tu mujer. Esto es cosa de ella, no tuya ---le dije, conociendo a la pareja como todo el pueblo la conoce.
Llegó la inquisidora, caminando con trabajos pues además está físicamente impedida. Sardónica sonrisa congelada en la boca, rabia apenas controlada y hablando sin parar, acompañada por su hijo menor, potencialmente más violento que ella. Recordé el axioma: madre sicótica, hijo sicótico. La llamada a Eréndira fue tormentosa. Antes de pasarme la bocina, mientras chantajeaba a la hija, la señora me espetó, con un excitado brillo en sus malignos ojos:
---¡No nos avisaste que además habría una mesa redonda sobre diversidad sexual!
Entendí entonces uno de los fondos del sucio asunto: el sexo. El otro lo sabría más tarde, gracias a la perspicacia de mi mujer: la envidia de la madre, quien sin lograrlo intentó ser artista plástica, ante el rotundo talento de la hija. Los restantes: la intolerancia, la censura y la doble moral, quedarían inscritos en carteles pegados en los cinco espacios vacíos para explicar el atrabiliario retiro de los cuadros.
Porque el segundo acto lo perdí. Si bien en la primera llamada la joven pintora aceptó que los cuadros se quedaran, al rato regresó el vehemente hermano para comunicarme de nuevo con ella. Pidió perdón una y otra vez por no aguantar la patología maternofilial, se deshizo en llanto y corroboró el retiro de su obra.
Pero el tercer acto terminó victorioso: la exposición fue un éxito gracias, en parte, a la censura de la desagradable señora y su medicable hijo. Ventajas de estar en un pueblo donde todo se sabe de inmediato. No sólo no le avisé a la rabiosa guardiana de la moral autoritaria que de la exposición se desprenderá una mesa sobre los tantos modos de amar y la civilizada tolerancia, tampoco le dije, por ejemplo, que Alena, joven participante en la muestra, expondría en la planta alta del museo fotos lésbicas y homosexuales y que por allí andarían sus modelos entre el nutrido sector gay laguense.
Hay muchas cosas que no le dije pues pienso que por sabidas se callan: que la obscenidad está en la mirada, que la degeneración se aloja en la mente, que el mundo cambió y es irreparablemente múltiple, que la moral teísta no existe, que la paja en el ojo ajeno impide ver la viga en el propio. Que se trata de un brote epistémico, del surgimiento de nuevas formas, aun aquí en los castillos de la pureza, entre madres tan oscuras como ella, entre madres tan medusas que petrifican.

Fernando Solana Olivares.

Saturday, March 12, 2011

UNA CARTA NO ENVIADA.

La vida tiene momentos de inmensa dificultad. Hay días en que todo parece adverso, uno se desagrada profundamente a sí mismo, y las cosas, las acciones, la gente también parecen carecer de sentido. No hay ser humano que no viva estas situaciones, porque quien las vive siempre es el yo personal, el ego, y salvo los sabios y los santos no hay quien no sea dominado por esa hipótesis inútil pero determinante que llamamos yo. De hecho, todas las tradiciones espirituales enseñan que el ego debe ser trascendido para alcanzar la verdadera comprensión de lo real y de uno mismo, la verdadera creatividad. Esa es la difícil tarea del conocimiento personal. ¿Por qué sufrimos tanto? Porque el monumento deforme de nuestro ego siempre está buscando satisfacciones, reafirmaciones, placeres. El problema es que esa búsqueda la hace en el mundo externo, entre los otros que nos rodean, y el mundo y los otros nunca se comportan según nuestros deseos. El budismo es tajante al respecto: no hay placer que buscar ni placer que evitar. Es decir, que la vida de cualquiera oscila entre placeres y dolores inevitables. Lo único que puede hacerse es aprender a cambiar el punto de vista acerca de nuestra vida, aceptando que todo es relativo, parcial, impermanente. ¿Te acuerdas de la operación de los magos? Esta es: modificar la manera en que vemos los fenómenos del mundo ---los nuestros en primer lugar---, para de ese modo modificar el mundo. Con una óptica así todo se desvanece: la frustración, el fracaso, el dolor, la irritación, la angustia, el miedo. La razón de esta metamorfosis es en el fondo muy simple: nuestras emociones y sentimientos son, casi siempre, construcciones artificiales sobre lo real. Sufrimos porque ignoramos que las cosas no son como creemos que son. Existen penas reales, pero la gran mayoría de nuestros sufrimientos no son otra cosa que un problema de percepción (…)
Para Don Juan, el de Carlos Castaneda, el yo significa importancia personal. Afirma que el hombre y la mujer están permanentemente preocupados consigo mismos porque su imagen de sí es para ello lo esencial. Eso es la importancia personal: la imagen que presentamos a los demás ---“Uno siempre es otro para los otros”, ¿recuerdas esa frase de Freud?---. Representa un drenaje de energía emocional inmenso porque sus mecanismos se han tornado de tal manera automáticos para el sujeto contemporáneo que impiden el libre fluir del individuo, ya que sus acciones están determinadas por el cálculo de lo que se ha de decir, lo que se ha de pensar, lo que se ha de hacer, en el orden de casi todas las cosas de la vida, a fin de obtener el beneplácito de los demás (…)
Don Juan enseña que el remedio a ello es convertirse en un guerrero o guerrera y aprender a vivir como tal. El camino del guerrero significa alcanzar la armonía entre las acciones y las decisiones. Para lograrla, deben desarrollarse atributos concretos: el control de uno mismo, la disciplina, el refrenamiento, la habilidad para escoger el momento oportuno y el intento ---esto suena a T. S. Eliot: “Para nosotros sólo cuenta el intento, lo demás no es asunto nuestro”--- (…)
Según Don Juan, el ahorro de energía emocional conduce a la impecabilidad y ésta a su vez produce un ahorro de energía: “La impecabilidad es hacer lo mejor que se pueda en lo que fuese. Es el arte por excelencia del guerrero, implica un estado continuo de alerta, un permanente estudio de sí mismo y de la situación.” Requiere “frugalidad, previsión, simplicidad, inocencia y, sobre todo, ausencia de imagen de sí. La impecabilidad consiste en hacer lo que se hace de la mejor manera posible, más allá del interés que despierte, de los frutos que se puedan obtener o del sentido o sinsentido que tenga la acción para quien la realiza.” Diría este maestro real o imaginario que la impecabilidad es el único boleto de salida a nuestro alcance para abandonar el sitio de la preocupación, aquella incómoda y sobresaltante antesala de la razón (…)
De todos modos, lo importante es que tú aprendas de las circunstancias que enfrentas: por eso se afirma que la voluntad del guerrero no se obstina y coincide con la necesidad, que acepta lo que le ocurre sin compadecerse de sí mismo, sin compararse con el destino de los otros, sin interferir en lo bueno o lo malo de los demás, resolviendo los problemas reales del momento presente y no los imaginarios de un tiempo que todavía no está (…)
En suma, si la vida te llevó a donde estás es por algo más profundo que por una mera elección personal. Aléjate de la cultura de la víctima y adopta los cuatro principios de quien se hace responsable de sí, de quien se vuelve adulto entendiendo que servir a los otros es la única manera de ser servido por ellos y entonces lucha con voluntad de voluntad, el doble esfuerzo, para despojarse de aquel yo inferior que provoca los sufrimientos de la desilusionante ilusión: a) acepta la adversidad y no la vivas como una injusticia personal; b) adáptate a las circunstancias, vuélvete flexible y desarrolla tu impasibilidad; c) no esperes nada, reduce tus deseos, disminuye tu necesidad; d) sigue el camino de tu vida y compréndelo, agradecido, como una paradoja de la proximidad capaz de transformarte porque en él están todas las respuestas y enseñanzas que necesitas para cambiar. El guerrero crea su propio ánimo, se vuelve amo de sí mismo e incapaz de decepción. Es inaccesible a los sinsabores, trabaja como si el trabajo tuviera sentido, lucha como si la lucha tuviera sentido, vive como si la vida lo tuviera. Es tan simple: el guerrero es un como si (…)

Fernando Solana Olivares.

Saturday, March 05, 2011

LAS DOS COSAS PROTECTORAS / y II.

Para Ciro Gómez Leyva, con un abrazo

Basho, poeta budista, advertía contra el uso de adjetivos de magnitud porque, siendo inexactos, conducen a la infelicidad. En tal precaución lingüística puede verse la voluntad operativa de esta ciencia del espíritu que se define como el camino del justo medio, ese equilibrio cognitivo, psicológico y ético indispensable para apartar los velos de la ilusión materialista y encontrar el sentido de lo real, más allá de revelaciones metafísicas o de dogmas devocionales, de mesías escatológicos o de intermediarios sacerdotales, de morales teístas y autoritarias, de decálogos flamígeros absortos en la persecución de pecados y herejías.
Sin embargo, este libro (Dejando atrás el sufrimiento. Enseñanzas de los discursos del Buda) resulta ---a pesar del adjetivo de magnitud--- extraordinario, no solamente por su claridad expositiva, por su correcto y accesible lenguaje; no solamente, además, debido a la temática que aborda: el muy noble, verificable y empírico budismo, sino quizá sobre todo porque representa una nueva y hasta inédita ---así sea totalmente canónica--- interpretación vivencial de ese pensamiento, sucedida culturalmente entre nosotros y efectuada por una persona episódica que proviene de nuestra misma mentalidad ---relativa y efímera, sin duda, pues la mentalidad es un fenómeno compuesto, pero desde la cual conoceremos o no una doctrina que podría curar nuestra ignorancia sobre la verdadera naturaleza de lo existente y aligerar nuestra agobiante carga histórica y existencial.
Los budistas hablan del Dhamma (la doctrina) como de una rueda que gira en el tiempo. Los ensayos de Miguel Ángel Romero demuestran que ella se ha desplazado hasta nosotros en uno más de sus movimientos seculares, que ya está asentada aquí y se manifiesta mediante expresiones y didácticas propias de una idiosincrasia específica, al modo de una budología, una budiatría o un budismo a la mexicana: tan dúctil y plástico es el mensaje de esta práctica inmediata del espíritu, del comportamiento y la conciencia, determinada por una preceptiva de solamente cuatro nobles verdades: el sufrimiento, su origen, su cesación y el camino que conduce a dicha cesación, sendero compuesto a su vez por no más de ocho axiomas de acción individual. Complejidad de lo simple, sencillez de lo real. O transparencia de una ética inmediata y cotidiana que no representa un fin en sí misma sino un mero instrumento, un soporte para la transformación individual.
“Las dos cosas lúcidas protectoras del mundo”, llamadas así por el Buda, hiri y ottappa, vergüenza moral interna y temor propio hacia la consecuencia de acciones inmorales ---mencionadas en “Los cinco impedimentos”, otro notable ensayo del libro donde se pormenorizan los símiles utilizados por ese maestro humano y no divino al explicar el carácter psicológico de aquellos obstáculos mentales que debe vencer la conciencia del sujeto para alcanzar su liberación---, serían factores suficientes en el empeño de construir un proceso civilizatorio distinto por entero al nihilismo egoísta y terminal predominante en nuestra ominosa realidad actual.
O bien el texto “Paz interna, paz mundial”, un pequeño tratado de política básica cuya sabiduría, en paráfrasis que Miguel Ángel Romero hace de las palabras del Buda: “protegiendo nuestra propia paz, protegemos la paz de los demás; protegiendo la paz de los demás, protegemos nuestra propia paz”, también sería suficiente para mejorar radicalmente esta vida pasajera, impermanente, insustancial e insatisfactoria, desde la cual, paradójicamente, debemos intentar el paso hacia la otra orilla incondicionada donde radica la realización final. La cual puede considerarse literalmente como una expansión integral e irreversible de la mente. De ahí el logro que se atribuye a la budeidad, patrimonio potencial de todos los seres humanos: la iluminación.
El budismo Zen, una variante cultural más de la adaptabilidad de esta proteica ciencia del espíritu, afirma que todos los problemas nacen de la falta de atención. Y el cultivo de la atención plena al momento presente es el imperativo categórico de la práctica budista, la única disciplina conocida de la conciencia que enseña una psicofisiología para desarrollar ese atributo de la mente, comprendido por diversos autores occidentales, desde Marcel Proust hasta Simone Weil, como el elemento definitorio de la acción moral en el mundo y de la transformación personal. Lleva al único milagro que el budismo reconoce con ese nombre: el cambio de actitud.
Es posible, pues, que este singular libro de Miguel Ángel Romero provoque en sus lectores un vital sentimiento de urgencia para dar un primer paso hacia la salvación del sujeto histórico posmoderno: la atención. Decía Nietzsche, alumno renegado del filósofo budista contemporáneo extraviado en Occidente, Schopenhauer, que sólo se necesita un pequeño grupo dispuesto a reconstruir el mundo o a derribarlo. Son aquellos que despiertan del sueño colectivo y se disponen a transformar su circunstancia interior. Son quienes antes que cambiar el mundo optan por cambiar su manera de pensar en el mundo. A fin de cuentas eso es lo que enseña el budismo: que somos lo que pensamos, que todo lo que somos surge con nuestros pensamientos y que con ellos construimos lo que llamamos realidad.
La única llave maestra que abrirá la cerradura de nuestro implacable desasosiego es la atención. Leer a Miguel Ángel Romero puede ser el comienzo de tal estrategia: la liberación.

Fernando Solana Olivares.