Friday, March 30, 2007

SUPERFICIE LISA, SUPERFICIE ESTRIADA

Tengo dudas sobre qué escribir. Últimamente me asaltan nociones estremecedoras acerca del lenguaje. Escribí nociones, qué descuidado. Podría ser frío y preciso como Ryonosuke Akutagawa, el genio japonés de la escritura. Podría ser, qué atrevido. Pero uno está en tanto a los muertos que lee, los inolvidables muertos, subordinado por ellos, uno es su aprendiz. Este libro me fue dado por mi hijo pintor, a quien acompañé a inaugurar una exposición a Aguascalientes, extraña ciudad mexicana que funciona bien, cuya universidad pública monta bien la obra y trata bien al artista, donde el rector llega solo al acto y se comporta muy cortés, como en toda universidad debiera ser.
Akutagawa no habría empleado la frase anterior, su literatura es el arte de la restricción quintaesenciada. Escribí quintaesenciada, qué complicado. Yo había creído aquello contado por Borges: que Akutagawa se suicidó a los 35 años dejando tras de sí la nota más lacónica que se recuerde, “una vaga inquietud”. Además perturbadora, pues si ésa fuese una causa de suicidio todos debiéramos hacerlo. Al prestarme el libro me comentó que era impactante, que lo había conmovido. Esa misma noche lo leí.
Su carta suicida es hermosa y serena. Sólo transcribo la posdata, así quedará clara esta afirmación: “P.S. Leyendo una vida de Empédocles, siento qué antiguo es este deseo de convertirse en un dios. Esta carta, en la medida en que puedo saberlo, no lo intenta. Por el contrario, me considero uno de los humanos más comunes. Tal vez recuerde aquellos días, veinte años atrás, cuando hablamos de Empédocles bajo los tilos. En esa época yo era alguien que quería convertirse en un dios”.
No es desmesurado pensar que veinte años atrás yo mismo quería serlo. Quizá hasta lo logré entonces. Hoy soy un humano común que escucha a Cold Play creyendo que es la luz crepuscular de esta época. Akutagawa no oía, sobre todo veía la densa y prolija telaraña de su alucinación. Comprendo que no tenía por qué dejar una larga nota de despedida, aunque la dejó, pues en “Los engranajes” narró con precisión prosística cirujana todos los pasos del delirio final. Escribí escribió, qué sugerente.
Al estar refugiado en un cuarto de hotel pierde una sandalia que dejó al lado de la cama. Llama a la recepción para pedir ayuda. El camarero la encuentra en el baño y hace una mueca burlona. Chancea con que un ratón la llevó hasta allí. Un rato después Akutagawa ve salir disparado al ratón detrás de la cortina y entrar al baño. Lo busca y no está. Luego percibe en todas partes un impermeable que flota. Los engranajes visibles de una realidad donde la inquietud es vaga, imprecisa y letal. Uno debe prepararse para tales instantes.
Es lastimoso pensar los vínculos entre el dolor y la creación. Por eso hay arte, para que no muramos de realidad, según Nietzsche. Akutagawa se dio muerte el día 24 de julio de 1927. En su carta final consigna haber asegurado la perfección del descenlace sin que su familia se enterara. Le desagrada, sin embargo, asignarle a ella la incomodidad del cadáver. Sería meritorio que cada quien se llevara al morir su cuerpo consigo. Disolverse como el polvo sideral.
Existen ahora personas definidas como “nuevos individuos monásticos”, los Nim. Akutagawa escribió sobre los Kappas, una especie fantástica paralela al mundo humano, emblema de su crepúsculo mental. Acaso ochenta años antes resultaba imaginable un kappa de Akutagawa, un insecto de Kafka o un yahoo de Swift para expresar la miserable condición humana. Ahora al contrario, en esta época recién iniciada de “post-escasez”, cuando dicha condición ha descendido ya tanto que el péndulo de la esperanza, no el de la expectativa, viaja a su punto equidistante otra vez.
Akutagawa se fue antes de que los nim aparecieran sobre la tierra. Esta gente de última hora es, conforme sus expertos, aquella que no pertenece a ninguna clase ni ostenta membresía en ninguna jerarquía. “Aristocracia sin dinero” libre de jefes y supervisión. Trabajan duro, por amor al trabajo mismo y por interés espiritual, pero su trabajo resulta tan serio como un juego.
Lo creían Akutagawa y Forster, quien lo expuso después de la muerte del primero: “no una aristocracia de los poderosos, basada en el rango y la influencia, sino una aristocracia de los sensibles, los considerados y atrevidos”. Sensible de sentir, considerado de considerar, atrevido de atrever. Akutagawa se atrevió a lo máximo posible: dejar de ser. Uno debe imaginar cómo lograrlo por otros medios. Quizá cuando intenté ser dios, veinte años ha, consideré el suicidio como un tema propio. Ya no.
A pesar de su tolerancia y respeto, los nim no suelen darse muerte con propia mano, viven aplomadamente. Escribí aplomadamente, soy un albañil que no sabe latín. Los nim practican el nomadismo interior, donde la tienda en la que se vive no está atada a un territorio sino a un itinerario. Corresponden a una diferencia entre las superficies lisas y estriadas. De las primeras es fácil irse a otro lugar siempre, las segundas requieren vigilancia permanente y defensa. En las superficies estriadas se ocupa el territorio, en las lisas se prefiere el tráfico, los intersticios, los engranajes: ahí no hay nada por defender contra los otros, ahí toda identificación restringe. Uno debe aprender a fluir.
Su mujer y tres hijos sobrevivieron. No sé nada de su destino. Lo debo averigüar. ¿Habrá un nim entre ellos? Es terapéutico estar a su lado porque se han librado de las imágenes mentales. Akutagawa en ellas pereció.

Fernando Solana Olivares

Friday, March 23, 2007

DON ÉSTE, METEOROLÓGO

El lunes mandó su reporte a la oficina central declarando que el tiempo había sido bueno pero el clima no. El martes señaló lo contrario. El miércoles dejó registro de que los dos, tiempo y clima, apenas si se sintieron. El jueves tomó el día y no consignó nada. El viernes afirmó que el tiempo resultó a gusto y el clima templado. El sábado no tuvo oportunidad de asistir a su trabajo y evitó enviar noticia alguna. El domingo descansó.
Ese día salió muy temprano de su casa cargando la bolsa de fieltro gris donde iban sus delicados instrumentos. El jueves anterior había visitado a un conocido para concertar la cita que en breve tendría a las faldas de la Mesa Redonda. El sábado volvió con él para reconfirmarla y por eso en su reporte meteorológico semanal faltaban dos lecturas. Científicamente no le preocupaba ya que le era posible prorratear los reportes de los otros días y bajo su criterio dividirlos entre los ausentes cuando llenara el reporte mensual, como varias veces ya lo hiciera. Burocráticamente sí, pues su jefe, el ingeniero a cargo de toda la región, no estaba satisfecho con el trabajo que desempeñaba al frente del pequeño observatorio estacional del pueblo y del cual era el único empleado.
Don Éste no solía hacerse desdichado antes de tiempo. Así que se caló el sombrero para que no lo tumbara el zumbón vientecillo y libró a su mente de toda preocupación. Luego el camión rural lo llevó bamboleándose hasta las estribaciones del alto monte plano donde ya lo esperaba, resignado y taciturno, su camarada. Al verse no se mostraron efusivos, los dos eran hombres cabales y el saludo entre ambos no se fuera a malinterpretar.
---¿Trajo aquello? ---preguntó con indiferencia el invitado.
---Mírelo usted ---contestó don Éste. Puso en el suelo la bolsa, la mostró con orgullosa sonrisa y procedió a desatarla con estudiado afán. El rutilante sol alteño iluminó los tubos del aparato y abrillantó unos resortes que parecían tentáculos en reposo. Dentro del envoltorio venía una bolsita de gamuza con los elementos probatorios, como los llamó el experto dueño: un diente por si se quería encontrar hueso, una moneda de plata para descubrir lo mismo y una cadenita de oro cuando se ocupaba encontrar ese metal.
---Póngale de lo mero bueno, hoy venimos a hacernos ricos, ¿qué no? ---comentó con displicencia el invitado a la excursión. Y aunque en su sueño más reciente había contemplado un cofre rebosante de oro, don Éste fingió ignorar la sugerencia pues no le gustaba que nadie le dijera qué hacer. Tales sueños lo perseguían de noche pero también de día: montones de tesoros esperando a ser descubiertos aquí y allá, sobre todo en la Mesa Redonda, esa cima mistérica y artificialmente plana, aeropuerto de naves extraterrestres u osario de gigantes a la que en breve subirían para excavar.
Al fin armó su detector de tesoros procurando que el otro no observara con detalle la operación. Se jactaba de que su aparato era muy caro, modernísimo y eficaz, elaborado sobre pedido gracias a su amistad con un científico chino. Todo era mentira menos el precio: algunos miles de pesos que don Éste había pagado trabajosamente a quien se lo vendiera, un vivales harto satisfecho con las inmensas riquezas que esos ensambles de tubería galvanizada y viejos resortes de ordeñadora le permitieron, según juraba con desenfado, varias veces desenterrar.
---No cualquiera puede utilizarlo, amigo. Manda tenerle confianza y dedicación. Y luego la humedad lo descompone. Mírese usted las manos, le sudan bien mucho ---repuso don Éste cuando el acompañante solicitó pulsar por su cuenta la máquina maravillosa.
Por fin treparon al monte legendario que había sido último bastión cristero. Don Éste iba al frente con su sensible vara metálica y detrás caminaba el invitado llevando un pico y una pala. Dieron vueltas y vueltas hasta que el detector empezó a vibrar sin control.
Excavaron y excavaron durante horas hasta que la piedra del agujero se volvió irreductible y la tarde sin remedio se oscureció.
---Usted mismo lo zangolotea, ¿qué no? ---comentó el otro, criminoso y cabrón, cuando bajaron de regreso con las manos vacías. Don Éste no le contestó de puro coraje, ¿cómo explicarle a alguien tan desconfiado la existencia de energías sutiles, sus tantos sueños premonitorios o su destino manifiesto para enriquecerse así? Se despidieron en la noche estrellada con la misma hosca sequedad del saludo matutino, no se fuera a malinterpretar.
Al lunes siguiente, atrincherado desde temprano en su pequeña estación meteorológica, don Éste dejó sonar el teléfono sin contestarlo. Cuando lo hizo aparentó que no escuchaba la voz de la secretaria del ingeniero en jefe, que urgentemente quería comunicarse con él. Bueno, malo, regular. Templado, sabroso, agobiador. Iba salteando esos términos para el clima y el tiempo, llenando así los huecos de su labor. Caviló un poco cuando llegó en el reporte mensual al rubro “Calentamiento global”. Miró con aburrimiento la larga línea en blanco de la respuesta, hasta que se animó. “Aquí en el pueblo no hay”, escribió sin detenerse, pues la vida es de los fuertes y la fortuna pertenece a los audaces.
Con el trabajo ya en orden y sus reportes puestos al día pudo por fin reflexionar en lo mero principal: sus inminentes tesoros prometidos, la paradoja de su proximidad. Dice un autor que la gente no sabe hasta dónde puede osar sin peligro, que si lo supiera se volvería loca de pesar por no haber osado más. Don Éste sí sabe, por eso le gusta adelantar.

Fernando Solana Olivares

Friday, March 16, 2007

SOBRE LAS ÚLTIMAS HORAS

Cierta teoría de los comienzos afirma que la primera idea es la mejor idea. Aplícase tal definición al modo como debe iniciarse un texto, pero presenta el problema de distinguir entre una idea y una ocurrencia, pues la frontera que las divide es imprecisa y casi invisible. De ahí que la primera ocurrencia usualmente se convierta en la primera idea y deba seguirse hasta sus últimos renglones, así el viñedo del texto corra el riesgo de convertirse en un páramo lúgubre, en un reseco erial.
Gracias al pensamiento bisociativo siempre hay recursos a la mano. Por ejemplo abrir un librito de antiguos aforismos chinos y leer en él que quien amasa riquezas es rico en posesiones pero pobre mentalmente. Lo confirma Carlos Slim, plutócrata, dueño de la tercera fortuna planetaria según el Top Ten del capitalismo salvaje, el cual se defiende en una rueda de prensa del más que demostrado cargo de vender en el país sus monopólicos servicios telefónicos ---legales pero inmorales--- al precio más caro posible, luciendo su inocultable pobreza mental desde su inocultable pobreza de lenguaje. La proverbial estupidez de los reyes Midas en el horror económico actual. Y el hombre no se esfuerza por parecer amable, como si un poco de dinero tranquilizara los nervios pero tanto como él ha acumulado ---ninguna fortuna es éticamente impecable--- los crispara. Como si no fuera un motivo de profunda vergüenza humana tener cada vez más mientras las mayorías nacionales tienen muy poco o prácticamente nada.
Pobreza de lenguaje. Esa que muestra el presidente Calderón al presumir sus primeros cien días de gobierno, la misma que ostenta el opositor López Obrador en sus discursos adjetivados contra aquél. Pobreza de ideas. La que surge aquí y allá ante la incomprobada afirmación de Carlos Tello en su libro 2 de julio acerca del supuesto reconocimiento de la derrota por parte de López Obrador la misma noche de las elecciones. Se discuten las anécdotas de ayer y no los contenidos de hoy. Y mediante la circulación de esas historietas ---negadas airadamente por unos, celebradas ruidosamente por otros--- se manipula hoy lo que se manipuló ayer.
Pobreza de tiempo. Los cien días de gobierno se valoran no tanto por lo que ha ocurrido en ellos como por lo que todavía no ha pasado en el país. Pobreza de símbolos. Felipe Calderón se autonombra al frente de los cabalísticos festejos bicentenarios del año 2010, como si entre cien millones de ciudadanos no hubiera ninguno mejor o más deseable para organizar la efemérides. Pobreza de imágenes. El duopolio televisivo informa (es un decir) cada vez más chabacanamente, como si el auditorio ya no fuera solamente imbécil sino además estuviera ciego, y la impunidad fáctica de su poder ---legal pero inmoral--- confirma aquel aforismo chino de que el buen juicio corrige lo que oye por lo que ve, mientras que el mal juicio corrompe lo que ve y lo que oye, corrompe a quienes televisivamente lo ven y lo oyen.
Pobreza de circunstancias. Existe un argumento lingüistico que no es ajeno a la doctrina política. Proviene de Confucio y el aforismo se formula así: toda degradación individual o nacional es anunciada por una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje. Degradación de lo que se dice, pobreza de lo que se percibe. La política ecológica no es un asunto de seguridad nacional cuya magnitud catastrófica en el calentamiento global deba ocupar seriamente al gobierno de Calderón o creativamente a la oposición de López Obrador. La escalada de precios en la canasta básica tampoco. La poliédrica crisis del maíz lo mismo, no importa que el alimento, el plato, la servilleta y la estabilidad política general que la tortilla representa se vean afectados por la especulación usurera. Pobreza de reflejos. Quizá por hartazgo, acaso por indolencia o debido a un comprensible mediotiempo entre las fuerzas políticas hasta ayer en contienda fratricida, la izquierda mexicana fue la única en Latinoamérica que no salió masivamente a las calles para repudiar la reciente visita del presidente Bush.
Aconsejarían entonces esos sabios aforismos del lejano Oriente que para lograr alguna cosa la mente debe estar ocupada, así como para entender cualquier cosa la mente requiere mantenerse abierta. Mente ocupada o abierta que lleva al logro o a la comprensión, y que no parece estar presente ni entre el gobierno que festeja sus primeros cien días de duración sin sobresaltos aparentes, como si el origen dado no fuera un destino manifiesto y la formalidad forzada proveyera de aceptable legitimidad, ni desde la oposición victimizada por una pérdida política aún no cabalmente comprendida. Pobreza de aceptación autocrítica. Aunque las consejas sinológicas reiteren la importancia de que uno nunca olvide el sabor de estar enfermo y tampoco la experiencia de ser destituido, defraudado, derrotado, pues tales circunstancias, bien asumidas, templan el espíritu y conducen a la lucidez.
Toda teoría del comienzo se acompaña de un postulado sobre cómo terminar adecuadamente. Adelantan de tal modo los anónimos maestros chinos su lección operativa: el gusano de seda teje su capullo y permanece dentro de él, aprisionado; la araña teje su tela y se mantiene afuera, libre y soberana. Pobreza relativa de la colocación. Que el gobierno urda su capullo autocelebratorio y la oposición hile la tela de araña de su rechazo, pues apenas van cien días del régimen y le faltan dos mil noventa para terminar.

Fernando Solana Olivares

Wednesday, March 14, 2007

DE SANGRE Y DE SOL / y II

El libro de Sergio González Rodríguez es un testigo del tiempo que corre. Y un proponente, también: toda reflexión significa un acto creativo que aumenta la comprensión. Sus temas elaboran un tejido intelectual, político, mágico, literario y metafísico sobre aquella dimensión espiritual que la modernidad ha vivido elusivamente, sin que la racionalidad y el sentimentalismo predominantes lo acepten. O más bien: la razón ha rechazado el espíritu, pues no puede encontrarlo en la materia, mientras que el sentimentalismo lo ha mencionado, pero sin encontrarlo igual. De esos chapoteos en los bajos fondos, de esas partidas correctas en direcciones equivocadas se desprende un rechazo. Nuestra época, en suma, es antiespiritual.
El motivo de ello, tal vez, está en que no es posible articular un discurso cabal sin conocer una práctica espiritual. Conocer una práctica es incursionar en eso que René Guénon menciona como al pasar en uno de los textos anotados en la copiosa bibliografía de De sangre y de sol: la ciencia del ritmo. O sea, una técnica psicofisiológica de la atención concentrada ---hay muchas---, sostenida en la postura y en la respiración, en el silencio interior y en la inmovilidad exterior, que se realice diariamente para provocar una transformación mental profunda desde la que pueda comprenderse el ámbito espiritual más allá de los conceptos y las alusiones librescas.
Además existe la otra cara del espíritu: aquella que ha sido advertida como peligrosa, pues desemboca en una energía somática colectiva que en el pasado inmediato ha tenido escenificaciones terribles como el nazismo y los fascismos cesáreos, y a menor escala ha hecho surgir cultos mágicos y pseudoespirituales que van de lo sangriento a lo bizarro, y alcanzan a perjudicar a millones de seres humanos. Tal parte debe contarse entre la amplia zona metafísica del tema: si hay iniciaciones, existen contrainiciaciones; si hay espiritualidad, contraespiritualidad; si hay religiones, surgen seudorreligiones.
Una de las más conspicuas de estas últimas es la de la rusa Helena Petrovna Blavatsky, fundadora, con el coronel Olcott, su asociado, de una seudorreligión teosófica. Un libro de René Guénon documenta exhaustivamente la superchería de esa operación intencionada para introducir masivamente un culto artificial, basado en saqueos de las tradiciones espirituales verdaderas (las que han durado en el tiempo) y en fraudes documentados, en libros insostenibles y en teologías vacuas. Una operación cuyo interés ---nada más apuntado por Guénon, como suele hacer en lo que él considera accesorio, meramente pintoresco--- está en las entidades o instancias desconocidas responsables de utilizar a las Blavatsky y a los Olcott para sus fines seudoespirituales.
Un caso equivalente de partidas equivocadas en dirección correcta lo encarna el mago Aleister Crowley, la Bestia 666, un ocultista extravagante dedicado al lado oscuro de la fuerza, que con toda su parafernalia esotérica de magia sexual ceremonial ---y sin duda, por ello--- no deja de representar una vía sicótica y destructiva hacia el espíritu, donde también hay niveles nocivos, infernales, descarnados. El destino del aprendiz de brujo ilustra las consecuencias del pacto mágico entre Fausto y Mefisto: como los estados del ser son múltiples, en el reino del espíritu también se encuentran entidades inferiores, las cuales terminan por apoderarse de quienes interactúan con ellas.
El espacio termina, pero antes de concluir este comentario apenas sobre un libro múltiple y conectivo (sus mezclas y contactos proponen sugerentes historias potenciales: jardín de senderos que se bifurcan), que debe ser leído sin falta, es indispensable aludir a su emblemática central: la sangre, el sol y el corazón. Acaso la sangre en la historia ---con las graves resonancias geopolíticas y metafísicas que el autor aborda--- no sea tan cercana al verdadero terreno espiritual como lo es el corazón. El sol y el corazón, en cambio, son expresiones del centro, entendiéndose esto de manera literal: el centro de todo. Su valor simbólico entonces cuenta entre los logros intelectuales de esta obra. Aparece un libro cuya nómina de personajes y obras hace una lectura bipolar de ciertas manifestaciones espirituales y no lo dice. Como si un Chejov contara las historias de los ladrones de caballos sin adjetivar de manera alguna y solamente describiendo la acción.
El que una táctica literaria así sobrevenga es una invitación reflexiva para distinguir las dos vías de la acción espiritual que las tradiciones mencionan: la vía seca y la húmeda, la vía izquierda y la vía derecha. La primera fuerza destruye o desvía: es la del mago, la del brujo, el que se vende a las entidades que le dan poder. La otra vía es un desbrozo del camino, una vía de la vida simple, cuyas estrategias son paulatinas y constantes en vez de espectaculares y truculentas. El sol, el centro, el corazón, las mañanas, versus la umbría de la sangre. El bien contra el mal, en territorios donde los opuestos no son relativos sino equidistantes: el espíritu reino de lo inferior o el espíritu reino de lo superior.
El ser es lo que conoce. Conocer brujería es proporcional al empeño: uno se vuelve brujo. Conocer técnicas precisas para despertar a la vida cotidiana del espíritu es, en cambio, un camino de la conciencia despierta que este libro puede abastecer.

Fernando Solana Olivares

Friday, March 02, 2007

DE SANGRE Y DE SOL / I

Somos hijos de nuestro tiempo histórico, en él ---perogrullada--- nos tocó vivir. Signos múltiples indican que estamos al filo de un periodo terminal, conforme dicen apocalípticos e integrados; de un cambio morfogenético, según los bermanianos; de la disolución e integración, como apuestan los cíclicos; de una burbujita que desaparecerá mañana, según sienten todos en la colonia Condesa; de un tiempo sin síntesis, como escribió Robert Musil.
Hay una atmósfera crepuscular en la cultura, pues ella es un espejo de realidades mayores, reflejo de un mundo que cambia a gran velocidad. Quizá este atributo mercurial sea uno de los rangos de un libro de Sergio González Rodríguez De sangre y de sol (Sextopiso editorial, México, 2006) que recién circula en librerías. Una lección de crítica aconseja que en primer lugar se establezcan los valores del texto comentado. Después sus partes débiles, sus inalcances, si los tuviera. Al concluir, deben exaltarse de nueva cuenta sus virtudes ---pues todo libro, diría Borges, posee más de una línea bella que el lenguaje crea.
La velocidad es un atributo de este libro inesperado, también la imaginación y la sensibilidad. Su autor es un prosista muy diestro, sumamente creativo, uno de los mejores escritores iberoamericanos actuales, quien posee un sistema analítico (lectura ilustrada convertida en escritura poderosa) capaz de elaborar una de las grandes obras contemporáneas del realismo trágico nacional: Huesos en el desierto. Y ahora este libro inesperado por la nómina de autores y referencias, imaginativo por la red vinculatoria que logra, sensible pues percibe con lucidez los vientos espirituales dominantes, la necesidad civilizacional de resacralizar lo real, la urgencia para encontrar una pauta que conecte al uno en la multiplicidad.
De sangre y de sol propone la búsqueda de lo que su autor llama una “geografía espiritual”. Ese interés benjaminiano de Sergio González Rodríguez por los reversos, las superficies estriadas, las estrategias de recolocación del sentido, los intertextos, por los otros mundos, diría Eluard, que están en éste, ha derivado ahora en otros nombres, otros autores, otros supuestos donde el término definitorio de su ensayo ---una palabra que viene de gustus: la peligrosa tarea del catador de alimentos de los reyes--- es lo espiritual. ¿Qué es el espíritu? Si no me preguntan puedo decirlo, si me preguntan no.
Se compone de aquello que es inmaterial: ideas, entidades, sentimientos. Ahí radican lo sagrado y todas sus derivaciones religiosas y culturales. El espíritu no es lo mismo que la mente, aunque algunas escuelas afirman su correspondencia: suele estar afuera y a la vez adentro de todos, y no puede suprimirse de la vida común pues su ausencia conduce a la degradación. Lo dicta el evangelista: el espíritu sopla donde quiera. Hay desgracia cuando no. ¿Qué es la modernidad y sus secuelas tardías? El punto histórico más alejado del origen tradicional, es decir, espiritual, desde el que inició el ciclo presente. O la civilización más antitradicional que se conoce, meramente profana y material, el reino desnudo de la cantidad.
Sergio González Rodríguez nombra a su texto como “cartas para navegar en continentes perdidos y siempre recuperados”, y líneas atrás, “el rescate de una perspectiva que llama a la comprensión a través de símbolos originarios y universales: sangre, sol, cruz, círculo, estrella, oro, pentagrama, corazón, pirámide, serpiente, puerta, infinito...”. En el prólogo recuerda la advertencia de René Guénon sobre el símbolo como un recipiente de verdades superiores, metafísicas, y su rebasamiento del raciocinio, el cual no lo puede comprender. Los símbolos ayudan a pensar, comprendiendo pensar no como especulación sino como conocimiento superior, completo e integral entre el conocedor y aquello que es conocido. Los símbolos se refieren a algo que no está en ellos mismos sino meramente aludido, no son organismos literales sino sistemas metafóricos.
Este libro propone una mirada cultural sobre tal paisaje imantado por el espíritu, último gran tema intelectual e histórico cuando sobreviene el encuentro entre Oriente y Occidente y surgen nuevas emulsiones de aquella energía somática que hace del espíritu algo muy peligroso. Pero antes de abordar el tema: el espíritu y sus peligros (o en palabras de Guénon el espíritu y su contrario, las iniciaciones tradicionales y las contrainiciaciones modernas), llama la atención cómo en los temas de este libro se cumple el adagio: poca ciencia aleja, mucha vuelve a llevar. O sea: cuando se sabe poco uno puede mantenerse a cierta distancia de aquello inmaterial y metafísico que está alrededor y que culturalmente ya no percibimos. Cuando se sabe mucho, no: salvo corroborar que el mundo es más vasto e inexplicable de lo que las imágenes mentales prefabricadas permiten percibir de él. Cuando se sabe mucho se sabe que no se sabe en verdad gran cosa, y el mundo invisible del espíritu se percibe como objetivamente real, fronterizo, manifiesto aquí y ahora, adentro y afuera, entre uno y lo demás. Mundo interdependiente, pues.
Así que existen diversos estados del ser. Vemos algunos de ellos, pero dichos estados son incontables. En suma, y antes de referir la nómina de autores que De sangre y de sol integra ---Evola, Guénon, Lawrence, Crowley, Blavatsky, Coomaraswamy, Pauwels y Bergier, Jünger, de Chardin, Eliade, Paz, Calasso, Parvulesco, Kumm Heller, Ewart, et al---, sus enlaces y sugerencias, su carta navegatoria, debe reiterarse que es singular, desde su portada con un simbólico, hermoso corazón de María.
Fernando Solana Olivares

LA METÁFORA Y LA FE

Leo a un autor excepcional (hay tantos, gracias a lo mejor de lo humano, y aunque son pocos resultan más que suficientes para quienes buscamos el sentido de lo existente, ya que somos tardomodernos, es decir, seres condenados a la revelación, sea lo que ella sea y si es que la obtenemos, mediante el encuentro con el libro de algún autor tan profundo y legible como éste), Raimon Panikkar, filósofo y teólogo catalán, especialista en tradiciones orientales y en religiones comparadas, un erudito escritor de más de cuatro decenas de libros que hasta hoy vive retirado en una zona rural al pie de los Pirineos. Lo leo pues necesito preguntarme de nuevo dónde es que Dios se encuentra, y este texto suyo (Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Península, Barcelona, 2001) puede ayudarme a tal empeño insoluble, que en sí mismo resulta una completa aberración.
La teología medieval asevera que cuando un hombre del pueblo llano pregunta dónde está Dios debe contestársele que muy arriba, en el cielo; cuando la indagación la hace un hombre de inteligencia media ha de decírsele que Dios está en todas partes; cuando la cuestión proviene de un sabio la única respuesta posible es que Dios no se encuentra en ninguna parte. De niño creí que la divinidad estaba, como reza la oración, muy encima de nosotros. Años después acepté que moraba en todo lugar. Ahora, cuando antes que volverme sabio comienzo a estar viejo ---y ya se sabe: mientras más viejo, más pendejo---, no encuentro a Dios donde antes creí que solía estar: ni arriba ni a mi alrededor, como si en efecto ya no pudiera saberse nada sobre él. ¿Dios ausente o Dios inexistente?
Cada vez que evoco la terrible sentencia moderna: “Dios ha muerto: Nietzsche”, recuerdo también aquellas camisetas parisinas de los años setenta impresas con la contestación: “Nietzsche ha muerto: Dios”. Y me consuelo, no con el filósofo de Sils-Maria, tampoco con el camisetero ingenioso, sino diciéndome que la muerte anunciada no se refería a la divinidad misma sino a la forma cultural de expresarla. A la teodicea hecha por los hombres, pues. Así que me concentro, con y sin comillas, en Panikkar y su deslumbrante libro para lo que sigue, no vaya a ser que Dios ahí esté y no esté.
Escribe este hombre sabio que la experiencia de Dios no es experiencia de nada, pues no hay un tal objeto para ello: “es aquella experiencia en la que se experimenta que la propia experiencia no agota el fondo de ninguna realidad”. Dicha vivencia no es especial ni mucho menos especializada. Por eso no está en los templos ni tampoco entre sus supuestos intermediarios, sean como Bush, que dice hablar con Dios, o como Bin Laden, que dice actuar por Dios, o como Onésimo Cepeda, que dice oficiar gracias a Dios, o como Marcial Maciel, que dice pecar bajo la mirada de Dios.
Sin los lazos que nos unen a la realidad no podría vivirse tal encuentro: en lo cotidiano, sublime o intrascendente, ahí está la experiencia de Dios, que coincide con la certeza personal de la contingencia humana, palabra que significa rozar la tangente, tocar los propios límites. En ese contexto es donde encuentra su sentido la plegaria, término etimológicamente emparentado con precariedad, pues la plegaria surge de la conciencia de la precariedad. Y cualquier oración puede servir para ese reconocimiento, dado que rezar no es pronunciar algo específico, una petición expresa o una frase de adoración, sino simplemente prestar atención a esa ocasión mediante la cual “nos damos cuenta de que estamos dentro de algo que lo abarca todo y somos conscientes de una doble dimensión de ausencia y presencia, conscientes de que participamos en un más en el que, de una manera u otra, podemos confiar”.
Como la experiencia de Dios no es una experiencia del “yo”, pues al tenerla uno no es sujeto de ella sino al contrario, resulta su objeto, su parte integral, la misma confiere humildad por un lado y libertad por el otro. “Dios es aquello que rompe nuestro aislamiento respetando nuestra soledad”. Y su experimentación quiebra los esquemas racionales, pues la revelación de Dios no está en ella misma y en lo que dice, sino en quien recibe la revelación. Ya afirmaban los filósofos escolásticos que todo lo que se recibe, se recibe según el modo del recipiente: “el problema está en el receptor”. Nueve tesis son enunciadas por Panikkar al respecto de tan grande misterio: 1. Sin el silencio del intelecto, de la voluntad y los sentidos no es posible acercarse al ámbito donde la palabra Dios pueda tener sentido. 2. La palabra Dios es un campo semántico radicalmente distinto a cualquier otro, es un discurso irreductible a cualquier otro. 3. Dios no es localizable con ningún instrumento. Pretender situarlo a nuestro lado, en contra de los otros, es una blasfemia. 4. Dios no es extramundano sino absolutamente intramundano. 5. Dios es un discurso mediatizado por cualquier creencia. 6. La palabra Dios es un símbolo que se revela y vela en el mismo símbolo del que se habla. 7. Hay muchos conceptos de Dios, pero ninguno lo reduce. 8. La misma palabra Dios no es necesaria. 9. El misterio divino es inefable y ningún decir lo describe.
Gracias a Panikkar (un modo de decir: gracias a Dios) dejo de preguntarle a la divinidad dónde se encuentra y concluyo dicha búsqueda escribiendo la metáfora homérica “Aquiles es un león”, para aceptar que sólo mediante la fe, una seguridad de lo que esperamos y una convicción de lo que no vemos, es posible creer tanto en lo que propone la imaginación literaria como en aquello trascendente que llamamos Dios.


Fernando Solana Olivares