Friday, January 26, 2018

LOS DILEMAS DE UN ALFARERO

La vocación es una llamada y el don encarna un regalo de los dioses. También puede significar (todo contiene su contrario) una obligación interminable, una pasión insatisfecha o una tarea cuya repetición incesante a veces amargamente muestra su inutilidad. Ante tal dilema se encuentra el gran artista cerámico Gustavo Pérez: qué hacer con los miles de piezas, muchas extraordinarias, elaboradas en cuatro décadas de producción. ¿Depositar algunas en fondos museográficos, desplazar otras mediante donaciones, destinar un número de ellas a sacrificios necesarios, invitar a los vecinos a que se las lleven o dejar actuar al tiempo, el gran escultor? Eliade cuenta que Eugenio d’Ors acostumbraba quemar una página recién escrita cada noche de año nuevo porque estaba convencido de que el sacrificio es la ley de la expresión. Esta ley, aunque expresada de otra manera, ha determinado la maestría estética de Gustavo Pérez ante el barro, esa humilde materia con la que el creador fabricó a los seres humanos, según la cosmología cristiana. Trabajando en su legendario taller El Tomate un día ya lejano hizo un descubrimiento que alcanzó el carácter de una revelación técnica y dotó a su obra de un poderoso lenguaje original: las incisiones, las heridas o escotaduras tan características de sus piezas. “Era algo que técnicamente podría no ser viable, que podía fallar en el secado o en el horno. Pero resulta que al barro sí le gustó, que los cortes eran correctos”, explicaría después. El sacrificio como ley de la expresión radica en aceptar la condición orgánica del barro, una sustancia de vida propia que manifiesta afinidades o disgustos con quien la toca y manipula, y permite al alfarero interactuar con ella o no. La sabiduría del ceramista sabe reconocer esta relación dependiente: los límites de la materia o las preferencias del barro. Hace poco Gustavo Pérez expuso en el Museo de Antropología de Xalapa el resultado de 33 años de trabajo en esa ciudad, Autorretrato, cuya curaduría fue del mismo artista y concentró miles de piezas colocadas en un laberinto multiforme y desmesurado. Un texto preparado por él para la exposición se preguntó por qué hacerla con miles de piezas: porque las tiene, explicó, porque la mayoría de ellas no han sido expuestas y todas son parte de una interminable secuencia en la que cada una es necesaria para llegar a la otra y encontrar entre ellas las piezas de excepción. Lo mismo afirmaron los maestros griegos: la belleza es un subproducto, un resultado, una consecuencia de hacer. La pieza perfecta también lo es. No se le busca directamente, sino que se le encuentra, surge en el trayecto, en la incesante acción. La exposición mostró las secuencias antes que los resultados. Así tuvo algo de contra-época, de contra-canto, como aquel con el cual Orfeo enfrentó a las sirenas y salió indemne de su engaño. Me explico: hoy, en esta época de erosión y falta de contextos, cuando la memoria se fractura y los objetos se presentan aislados, mostrar las secuencias que conducen a ellos representa una resistencia cognitiva, una lección de pertenencia, un transcurso o un viaje, una perseverancia, hasta una lección. Un sentido. Encontramos lo que buscamos, dijo, y Gustavo Pérez quiso mostrar el horizonte creativo donde esto sucede, cómo y cuánto sucede. La lección del maestro, y acaso también un espejo para sí mismo. Ver la obra creada es ver la vida transcurrida. Por estos días en clase se ha hablado de ascetismo. Ayer se citó la definición mixe de riqueza: la reducción drástica de la necesidad. El concepto fue anotado y quizá, con el tiempo, será comprendido en un sistema que hoy engaña a las masas con la acumulación, la sobreabundancia y a la vez con la descontextualización de las cosas. Concluido el autorretrato y su decidida desmesura, una confesión de parte estética, una catarsis purificante, el artista regresará a la restricción selectiva que se logra mediante la desagregación: soltar, no juntar. Pero el dilema del alfarero seguirá activo: para que una pieza se consiga noventa y nueve la deben preceder. Anoche, cuando quizá en mi inconsciente se estaba haciendo esta nota, soñé que el taller de Zoncuantla donde Gustavo Pérez trabaja abría sus puertas y a él acudía una multitud. Me encontré a viejos amigos y miré gente desconocida. Cada quien salía con algo en las manos. Todos iban alegres, con ese descanso moral que dan los regalos inesperados. El mundo era un buen lugar. Fernando Solana Olivares

Friday, January 19, 2018

MIRANDO A JÜNGER

Hace días, en alguno de sus suplementos, El País publicó uno más de tantos artículos desinformados, entre irónicos y condescendientes, sobre la extendida moda del mindfulness o atención plena, una técnica de silencio interior e inmovilidad física tomada (y también descontextualizada, como los budistas ortodoxos señalan) de aquella psicofisiología de la atención que contienen todas las prácticas meditativas. El articulista de marras cree que el espíritu sólo se cultiva al leer libros, de otro modo es un producto new age, esotérico y comercial, que como gancho mercadotécnico promete la obtención de la felicidad. A saber qué sitios hípsters visitó el escritor para escribir sus medias verdades y mentiras, las habituales incomprensiones de un racionalismo ignorante que sin rubor histórico o cultural todavía considera que las personas son una mente alojada en un cuerpo. Ya Flaubert hace ciento cincuenta años ridiculizó a estos filisteos. La descendencia literal de Descartes, quienes creen que piensan y luego existen, supone que la búsqueda de la serenidad mental es una fuga hacia reinos imaginarios. No es así. Cultivarla lleva a un estado donde todo: el ego, el dolor, la felicidad, la lucidez, los dramas personales, el sueño, la salud, la enfermedad, las compulsiones, las distorsiones cognitivas, la historia de estos tiempos, el cuerpo y sus circunstancias, se va impregnando de aquel aplomo existencial que no es ni una huida metafísica ni un distanciamiento enajenado sino una profundización en la realidad concreta, en las cosas como son y no como se quisiera que fueran. Cuando la mente está en calma, concentrada y atenta, todas las cosas son en calma, afirma un dicho zen. Y la práctica constante de mindfulness puede conducir a lograrlo. Ernst Jünger escribe en Heliópolis, su gran novela, que el universo representa un libro que se ofrece a nuestros ojos abierto solamente por una de sus páginas. El olvido de este conocimiento es la causa del profundo tedio en que se halla la época, a pesar de las derivas tecnológicas en la sociedad del espectáculo. El arte de vivir es el arte de no aburrirse nunca. Para lograrlo, debe aprenderse a dar vuelta a las páginas del libro. Tal es el objeto de lo que Jünger llama metafísica experimental: concebir un universo de secciones múltiples y aprender a pasar de una sección a otra. Jünger asume que cualquier cosa: flores, insectos, acontecimientos históricos, libros o ideas, son signos de la multiplicidad en la que los seres humanos viven. Su método es la razón panorámica, que se distingue de la lógica común porque preserva siempre el contacto con el todo y jamás se pierde en el detalle. Cómo lograr esa razón quedó descrito por el poeta Novalis de un modo que hoy los teóricos llamarían deconstrucción: dar a las cosas comunes un sentido excepcional, a las realidades habituales un aspecto misterioso, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo finito un aire de infinito. Esta operación compleja se basa en la atención. Simone Weil afirma que el ensueño es la raíz del mal. Y el ensueño siempre se apodera de la mente en la desatención. Entonces el mal es la desatención. Para Jünger, practicante del arte del discernimiento, de la ciencia de la balanza de los místicos persas o de la filosofía de las correspondencias de los románticos europeos, el sentido de la existencia está en nosotros y fuera de nosotros, “según la misteriosa dialéctica del cristal y de la luz”. Alejándose así de la psicología y la sociología deterministas que pretenden reducir al individuo a su engranaje social, la obra de Jünger, compuesta de diarios y reflexiones, de narraciones y ensayos, es un poderoso registro espiritual sobre una realidad que a través de la razón panorámica no es mecánica ni absurda sino maravillante en su dramática y conmovedora intensidad. Dicen los críticos que la obra de Jünger es un arte de vivir cuya virtud fundamental radica en el reencuentro de la persona y su destino, refutando las tantas teorías de la modernidad que hacen creer a la gente que su vida personal está desprovista de sentido, que sólo puede existir en la historia y no en la naturaleza o en los dioses. Para Jünger fue un desatino y una desviación de la modernidad separar la subjetividad de la objetividad. Juntarlas, escribió este autor de pensamiento atípico que nada debe a las categorías cartesianas ni al racionalismo circular, es un acto de democracia cognitiva, de atención esencial. Fernando Solana Olivares

Friday, January 12, 2018

LA CONSTRUCCIÓN DE JESUS / y II

Para Pablo Aguirre Solana Al convertirse Jesús, el zelote galileo, en el Cristo trascendente, varios movimientos y prodigios han de suceder. El punto de inflexión de la metamorfosis radicará en la resurrección. Mediante ella Jesús se vuelve divino y origina la narrativa metafísica de los cuatro evangelistas ortodoxos, la cual se desarrollará teológicamente con Pablo, el judío convertido en el camino a Damasco, y dará lugar al canon cristiano. Y la trama de muchas pequeñas historias irán a confluir en ello. A fin de cuentas, toda cosmogonía es literatura. Marcos el evangelista relata algo que según Reza Aslan comenzará a cambiarlo todo. Mientras está hablando del reino de Dios en la sinagoga, Jesús es interrumpido por un hombre de espíritu inmundo, como refieren los evangelios, quien le grita: “¡Ah! ¿qué tienes con nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el santo de Dios”. Jesús lo reprende, le ordena callar y manda al ente maligno salir del hombre. Cuando clamando a voces el espíritu lo hace, la gente se pregunta “qué nueva doctrina es ésta, que con potestad aun a los espíritus inmundos manda, y le obedecen”. Esa nueva doctrina recién aparecida hará crecer la fama del predicador ambulante por toda Galilea. La gente vendrá para ver sus portentos más que para oír su mensaje, y gran parte de tales espectadores considerará a Jesús “otro hacedor de milagros ambulante y exorcista profesional” antes que un mesías liberador. Aslan recuerda que los romanos consideraban al Galileo como un falso pretendiente al reino judío, y que para los escribas y sacerdotes significaba un riesgo blasfemo contra el control del culto. Los primeros que se harán cargo del trasvasamiento divino de Jesús en una heterodoxa interpretación del mesías son quienes Aslan llama “grupo de eufóricos ignorantes”: los apóstoles y sus primeros seguidores, que con la libertad autodidáctica y analfabeta de quien no sabe teología, más la intervención directa del espíritu ---tal es la hipótesis---, fracturan el dogma monolítico judío y proponen algo que hasta entonces era un anatema y de golpe resulta un nuevo paradigma: este “hombre dios”. Así de simple y descolocante. Esteban, protomártir cristiano, proclama en su agonía el inicio de una nueva religión al mirar hacia los cielos y ver que Jesús se sienta a la diestra del Padre porque es de la misma naturaleza que él. Ahí termina la versión inicial de esta historia de un campesino judío, lleno de celo y nacionalismo, que temerariamente se rebeló contra la corrupta casta sacerdotal del templo y la opresiva ocupación romana, que fue crucificado y después de su muerte, ante su tumba vacía, “uno de sus partidarios osó sugerir que era Dios”. El segundo acto del drama cósmico consiste en la construcción de ese traslado mesiánico, fundacional: de la tierra al cielo y de regreso a la tierra entre los hombres, donde deberá actuar el mensaje divino. Cuando Esteban fue martirizado cerca del año 35, en la turba que festejó su lapidación se encontraba un joven fariseo fanático, Saulo de Tarso, que unos quince años después del sacrificio del mártir, “devenido cristiano acérrimo”, se convertirá con el nombre de Pablo e inequívocamente y sin reservas llamará Dios a Jesús de Nazaret. El historiador pregunta cómo pudo haber sucedido algo así: un mesías fallido, muerto vergonzantemente como criminal de Estado, en unos cuantos años se transforma en Dios encarnado. La respuesta funcional que da no resuelve el enigma: quienes vivieron con Jesús tuvieron un muy pequeño papel en la definición de lo acontecido, ninguno de los evangelistas lo conoció, tampoco el artífice Pablo, y la tarea de definir su mensaje quedó a cargo de judíos y gentiles cultos, urbanitas y grecohablantes. Lo demás, es el transcurso de la historia de Occidente. La pregunta quizá es de otro orden: no tanto cómo se hace una fe, una religión (como adviene), sino por qué. Dicen los sabios que lo sagrado, y en ello lo re-ligioso, lo que re-liga, es tan principial y elemental que no es posible limitarse a las maneras en que se manifiesta, porque lo sagrado reside en la naturaleza de la realidad misma. Es decir, el sentimiento religioso no es un dato de la historia de la conciencia humana sino parte integral de ella misma. Religar, reelegir, releer. Lo sagrado y lo profano es una división artificial. El espíritu sucede, cambian sus formas nada más. Fernando Solana Olivares

Friday, January 05, 2018

LA CONSTRUCCIÓN DE JESÚS / I

Para Pablo Aguirre Solana Agripa II subió al tejado del palacio real en Jerusalén y se dirigió a quienes estaban en la plaza. No era tan querido como lo había sido su padre, Agripa I, pero representaba la última esperanza de los romanos para calmar por medios pacíficos el violento clima de insurrección que se vivía en la ciudad. Suplicó a la gente que desistiera de su desafío al Imperio romano. Preguntó dónde estaba su ejército y su armamento, su flota para surcar los mares, el tesoro para financiar tales campañas. Apeló a la riqueza de los galos, a la fuerza germana y la inteligencia griega, todas ellas derrotadas por los romanos, y preguntó si los judíos eran más ricos, más fuertes y más inteligentes que esos pueblos. La muchedumbre ignoró al príncipe entre burlas y amenazas y lo obligó a huir de la ciudad. La respuesta a la pregunta de Agripa la conocían profundamente los revolucionarios judíos, lo mismo que el escritor iraní Reza Aslan, quien la cuenta en su erudito libro El zelote. La vida y la época de Jesús de Nazaret, resultado de dos décadas de investigación académica sobre el tema, escrito con muy eficaz sentido narrativo y cuya condición de best seller número uno del New York Times no resta un ápice a su calidad. Lo que los inspiraba para alzarse ante el poderoso invasor era el celo, aquello que el historiador Josefo llamó una “cuarta filosofía”: el inquebrantable compromiso de liberar a Israel del yugo extranjero, junto con una fanática insistencia en promulgar, aun a riesgo de la muerte, la existencia de un Dios único, el suyo, por quien habían sido designados como el pueblo elegido. De ahí el término zelotes, de celo. La gran perplejidad que los judíos causaban a Roma tenía que ver con lo que consideraban su incomprensible complejo de superioridad. Una insignificante tribu semita en un rincón del imperio exigía y recibía un tratamiento especial por parte del emperador. Séneca, el filósofo estoico, se preguntaba cómo era posible que “los vencidos hubieran impuesto leyes a los vencedores”. Tal es la matriz cultural e histórica del pobre campesino judío que fue Jesús: una oscura aldea situada en una ladera de la turbulenta Galilea rural, a quien Reza Aslan va a encontrar en las modestísimas casas de adobe y ladrillo de Nazaret, pequeño rincón del rincón que después irradiaría al mundo. Su contexto era claramente revolucionario, y en esa perspectiva judía escatológica Jesús era un zelote comprometido con la restitución del cuerpo mancillado de Israel y con la encarnación del mesías liberador. Y es aquí donde radica la condición inexplicable, metafísica o trascendente, como se le quiera llamar, de la transformación de ese Jesús histórico y de su modestísima persona, uno más entre tantos autoproclamados mesías, en una manifestación directa de la divinidad, un mesías apostólico y global que definirá el tiempo, la espiritualidad y la cultura occidentales a lo largo de dos mil años Ese Jesús, escribe Aslan, “el eterno logos del cual surge la creación, el Cristo que se sienta a la diestra de Dios”. El orden mitológico comienza a reanudarse y esta narrativa suprahistórica que construirá al Jesús evangélico debe mostrar el origen de lo divino, su advenimiento, en el lugar más pequeño y humilde de la valoración común, en un pesebre, en el rincón del rincón del rincón. Dicho origen de pobreza será determinante también para el mensaje político que las enseñanzas de Jesús contienen y para la conducción del cristianismo en su primera etapa por Santiago, hermano de Jesús, después de su muerte y resurrección. La construcción de esta divinidad (“la verdad ---escribe Guénon--- es una y es la misma para todos aquellos que, por una vía cualquiera, han alcanzado su conocimiento”) requirió, como la construcción de todas, la mano de los hombres, así el espíritu se apoyara en ellos para actuar. Por eso hay varios desfiguramientos en esta cautivadora y grave historia, la más contada y representada en Occidente. Van de Egipto a Judea a través de Moisés, de los judíos a los cristianos, de Pablo el converso a Santiago el hermano. De los cuatro evangelistas a los evangelios apócrifos. De las pululantes sectas cristianas al Concilio de Nicea que establece el canon definitivo. De la clandestinidad de las catacumbas hasta la púrpura del Estado. Poéticas del conflicto en el reino del espíritu. Fernando Solana Olivares