Sunday, December 30, 2007

ENUMERACIONES

Uno. Escribe George Steiner que a nosotros los contemporáneos ya “no nos quedan más comienzos” porque existe un agudo cansancio en el clima espiritual de la época. Sin embargo, él mismo reitera la dificultad de creer que aquella historia que comenzara en el Génesis está terminando ahora, pues los seres humanos hemos sido durante miles de años (“y creo que lo somos aún”, reconoce esperanzado) huéspedes de la creación. Entonces, concluye, “debemos a nuestro anfitrión la cortesía de la pregunta”.
Dos. Antes de formular dicha pregunta ---¿seguiremos siendo huéspedes bienvenidos en el mundo?---, surge un problema derivado del propio anfitrión: “el muy cabrón no existe”, según recuerda Steiner que descarnadamente Samuel Beckett alguna vez consignó. Ya no es el Dios que ha muerto de Nietzsche y Jean Paul, tampoco el Dios ausente de los gnósticos, sino el dilema de la inexistencia a secas del “muy cabrón”.
Tres. Dícese que todo cambio es la actualización de una posibilidad. Pero la fe y la razón son excluyentes pues la primera afirma la existencia de aquello que la segunda no logra considerar. Si todo lo que existe en el mundo es deseo y voluntad de Dios, entonces el mal que existe en el mundo es tanto su deseo como su voluntad. El filósofo árabe al-Qudat propone al respecto que “el mal es como la medicina, malo en apariencia pero bueno en realidad”.
Cuatro. No otra fuente de origen tiene aquella dudosa sentencia pedagógica vigente apenas una generación atrás: “quien bien te quiere te hará llorar.” Acaso su inspirador fue Jacinto Benavente, un autor olvidado como tantos otros, quien en alguna parte de su obra explicaba que en el dolor nos hacemos y en el placer nos gastamos. ¿Tanto dolor posmoderno como hay nos ha hecho, y tanto placer actual como se ofrece nos ha gastado?
Cinco. Así como los malos libros arruinan el carácter de quien los lee, los buenos textos suelen amargar la perspectiva mundana. Elías Canetti propone dos entre varios atributos indispensables para un escritor: a) amar su época, ser su sabueso, penetrar en ella; b) odiar su época, deconstruirla, vivirla anacrónicamente, pues todo tiempo cultural es una convención. Ahora los mejores escritores, es decir, los verdaderos, no requieren del primer atributo porque viven plenamente esa dura condición del segundo, la odiable época odiosa.
Seis. Muchos y diversos pensadores han afirmado que nuestra fase histórica capitalista instauró como valor social único el tener en lugar del ser. Ahora ni siquiera es el tener lo que predomina sino lisa y llanamente el parecer. Los fetiches del objeto y la religión del consumo devoran las ansias multitudinarias de todo el planeta y en los tianguis de cualquier lugar se compran meras imitaciones: no importa que no sean si a fin de cuentas parecen ser.
Siete. Una lógica de concatenaciones culturales revela la finalidad de la sociedad programada y de su tiempo planificado: el control de todos basado en la comunicación. De ahí que algunos postulen la consolidación hasta hoy incuestionable de una nueva forma civil globalizada, la sociedad persuasora. En ella sólo existen “los hombres y mujeres dirigidos por los otros”, cuya identidad psicológico-cultural es la del individuo dependiente, no autónomo, sin medios para construir una libertad propia que desarrolle su creatividad existencial e imponga su visión del mundo.
Ocho. Hace treinta años escasamente que Erich Fromm criticaba el pertinaz y masivo lavado de cerebro practicado en la modernidad, “este ataque a la razón y al sentido de la realidad que se padece en todas partes y a todas horas: al ver televisión, al conducir el auto por una carretera o al observar la propaganda política de los candidatos”. Y si acaso, así se logra obtener la conformidad pública y provocar el descontento privado. Aunque éste cuente muy poco al momento de construir el tejido ideológico comunicativo que sostiene este “mundo feliz” huxleyano al que nos vamos acercando sin cesar.
Nueve. Los indígenas mixes advertían que solamente hay dos formas de la riqueza: la acumulación de bienes materiales o la reducción drástica de la necesidad. Precisamente porque ahora somos muy poco espiritualmente es que requerimos tener tanta materialidad. La verdadera resistencia política, aquello que Sloterdijk llama “hiperpolítica”, está en el arte de la abstención. Los antiguos persas postulaban el divino No, la negativa, como una condición de la libertad humana, y Michelet hablaba de la pobreza como circunstancia indispensable para alcanzar la comprensión.
Diez. Sonará tonto en esta época dilapidadora y mediática, pero la sustancia del método taoísta sigue siendo la misma hoy como hace tres milenios lo fue: quietud, pasividad, pobreza. Las tres opciones son malas palabras, políticamente incorrectas y extendidamente indeseables: suspenden el consumo, trastornan el sistema, apagan el televisor. Son retaguardias contemporáneas que serán vanguardias después.
Once. Ahora termina 2007 y la plegaria de la legítima esperanza humana debe formularse como un proyecto operativo y personal ante el incógnito, acaso ominoso año de 2008 que comenzará a transcurrir en unos cuantos días más: sufrir la injusticia, adaptarse a las circunstancias, no esperar nada y seguir el camino hasta donde llegue. Hiperpolítica pura, dado que Dios ha de salir al encuentro de aquellos que lo buscan directamente en su interior y sin intermediarios, aunque blasfema, posmoderna y beckettianamente se afirme que no existe el muy cabrón.

Fernando Solana Olivares

DÍA DE LOCOS / y II

El taxista que me lleva a mi destino es poco comunicativo. Las ciudades pueden clasificarse según la abundancia o la parquedad de la charla de sus choferes de taxi. Lo que de ello se derive sociológicamente es tan arbitrario como este periplo donde pasa a toda velocidad el desarrollo inmobiliario, las grandes factorías, los hoteles gabachos, los malls, sus modernas vías de acceso: aquella arquitectura posmoderna del decorado vacío y la sociedad del espectáculo. De pronto, la visión de un multifamiliar ruinoso y lleno de gente empobrecida introduce la verdad del “progreso” capitalista regiomontano: harto desigual y bien descombinado.
Me persigue una sensación de ocaso exacerbada ahora, pues también es una tendencia recurrente de mis pensamientos, por la lectura del maestro Steiner y una de sus corrosivas imágenes: la época es como aquel restaurante donde un mesero sorpresivamente anuncia a los comensales: “Señoras, señores, estamos cerrando.” Pero aquí me abren la puerta, aunque el guardia del recinto al cual voy no se muestre ni amable ni amistoso. Quizá calibra con sospecha mi bolsita de lona verde y teme elaborar la hipótesis de lo que contiene.
En cambio mis agradables y educadas anfitrionas, la directora y la coordinadora de exposiciones del Museo de Historia Mexicana, me reciben cortesmente y después me guían por el edificio vacío empleando el discreto encanto de su género, imprescindible en estos sitios, hasta llevarme a las puertas de la muestra que vengo a ver: Buda Guanyin. Tesoros de la compasión. Me dejan en ella solo y a mis anchas. Durante dos horas deambulo entre la estatuaria budista china, observo sus figuras, me sumerjo entre sus formas, escucho los sonidos ambientales que la exposición incluye, veo las interesantes imágenes de posiciones de manos (mudras) y posturas (asanas), miro en el piso de las salas impresiones lumínicas de signos y atributos budistas, ingreso a una sala multimedia en forma de estupa y descubro una exacta instalación que alude a la leyenda de las cuatrocientas sombrillas que el Buda recibió de tal número de deidades, y que para agradecerlas debidamente se multiplicó un igual número de veces. Me fascina lo que veo.
Debo trabajar, sin embargo. Percibo un subtexto que luego consignaré en mi reporte. La extraña potencia emergente china, dominadora de un mundo que no le importa depredar para su monstruoso crecimiento (600 millones de vehículos a vender próximamente en el planeta: entonces estará concluida su industrialización), hace diplomacia cultural y propone un subtexto publicitario a través de este exquisito arte sagrado: el vínculo histórico entre China y Tíbet se enfatiza, lo mismo que la sugerida normalidad budista en ese país. Los chinos recién persiguieron ferozmente a un culto meditativo y durante el maoísmo toda práctica religiosa estuvo prohibida. Hace más de cincuenta años invadieron el Tíbet, expulsaron a su autoridad legítima, el Dalai Lama, y masacraron el budismo tibetano y a sus miembros, destruyeron monasterios y escrituras milenarias, apresaron y mataron monjes, instalaron bares y zonas rojas alrededor del Potala, llevaron colonos chinos, contaminaron las cumbres del País de las Nieves, etcétera. Y de pronto todo parece estar terso y resultar habitual. Hay más por discurrir: la condición china de diosa en una ciencia del espíritu como el budismo que postula un ateísmo religioso. En fin.
El Buda de la compasión supera, desde luego, estas dramáticas, unas, y otras sólo conceptuales, aunque todas relativas cuestiones. Pienso otras cosas: en Alexandra David-Néel, quien contaba que muy joven y estando en el Museo Guimet de París miró la sonrisa de un Buda y se convirtió. No deja de ser operativa la doctrina de la aparición simultánea. Escribiré en mi reporte que esta exposición será un acontecimiento cultural, estético y tal vez espiritual para muchos de sus visitantes. Exhibida en el Castillo de Chapultepec, como lo será, promete significar una ocasión visual y cognitiva extraordinaria.
Luego salgo al mundanal ruido regiomontano. El Cerro de la Silla oculta entre nubes su cima de media luna y otro taxista me lleva al aeródromo, como le pido, nada más por mamón. Este es más elemental que el anterior, pero logro averiguar que nació veracruzano y cuenta con dos hijos muchachotes y excursionistas que lo han llevado hasta arriba de la media luna que en el nublado día no se deja ver.
Ordeno mis ideas en la terminal aérea, escribo algunas líneas y saludo a un hombre poderoso que llevaba tiempo de no encontrar. Nos tratamos como siempre, aparentando que nos conocemos más. Luego el tiempo me envuelve, comprimido a las 18:00 horas en el avión que se demora en salir de Monterrey, en llegar al Benito Juárez y en bajar al pasaje. Salto al primer camioncito que al fin va por nosotros hasta la posición sumamente remota donde estamos a las 20:15, cinco minutos antes de la salida de mi último avión a Aguascalientes, destino urgente y final del día de locos: todos estamos locos, pero hay quienes lo saben, son escasos, y hay muchos que no.
Mi tranquilidad búdica comienza a resquebrajarse. Sólo confío en que la diosa Guanyin suspenda el inclemente gotear de los instantes en esta estación atiborrada, que parece operar con alfileres, y detenga mi avión hasta que yo suba a él. Encuentro por puro instinto un atajo providencial, el guardia me deja pasar y en una esforzada carrera sorteo el mostrador y subo al aparato. Vuelo por la noche y entonces llego: mi mujer está ahí.

Fernnado Solana Olivares

DÍA DE LOCOS / I

El despertador suena a las cuatro de la inclemente mañana. Es la misma hora en la que el monje budista U Nandisena comienza la primera meditación de su jornada, concentrado e inmóvil en un silencioso monasterio cobijado por los bosques de niebla veracruzanos, muy lejos de donde yo estoy. Desde niño detesto levantarme en la madrugada: una de las imágenes mentales más tempranas de mi autoconmiseración consiste en verme a los cinco años esperando el camión de la escuela rodeado por la noche todavía obscura. Da lo mismo, pues tantas cosas que hacemos no nos gustan.
Lo que empieza bien así acaba, propone la regla analógica. Entonces la teoría del principio funciona adecuadamente, los suyos son pequeños signos a tomar en cuenta, nanoacontecimientos que podrán ser determinantes. El viaje que emprenderé es casi de relojería, de tal modo que lo que ocurra en este instante marcará lo que venga después: llega el taxi a las 5:30 puntuales, acción mínima ante la costosa tarifa que cobra; me despido de mi mujer, esa princesa que todos estos años me ha dado algo al partir y quien ahora me entrega dos galletas energéticas y dos mandarinas para la travesía, junto con su amorosa bendición.
Salimos del camino rural hasta la carretera secundaria y más adelante entroncamos con la super, otro fraude carretero neoliberal pero que nos llevará más rápido al aeropuerto de Aguascalientes, desde el cual a las 07:15 volaré al de la Ciudad de México para de ahí salir a las 10:00 horas hacia Monterrey. El chofer del taxi, uno de los únicos tres que dan servicio en el pueblito alteño vecino a mi casa, no para de conversar acerca de trocas, migrantes, narcos u otras dejadas que recién ha tenido: la aldea y su runrún.
La terminal de Aguascalientes luce llena de pasajeros desmañanados y es al verlos cuando resuelvo un dilema que tuve ayer mientras cavilaba sobre este viaje: qué elegir para las cosas que suelo cargar a modo de objetos transicionales: un libro, una libreta, una pluma de repuesto, unos lentes y su estuche, una agenda, dos mandarinas, dos galletas energéticas, etc. Me doy cuenta que la bolsa verde escogida para ello no viene al caso. Parece ser la de un joyero con piedras valiosas en su interior, o mejor, la del mensajero de uno de ellos. Decido entonces que así seré considerado. La experiencia enseña que uno siempre es otro para los otros, no importa el autoconcepto que se tenga porque tal cuestión no existe para los demás.
Aunque aquí están aguardando unos sujetos cuyo autoconcepto calza muy bien con la imagen pública que ofrecen. Todos llevan traje negro, portafolio negro y cabello lustroso y negro. La diferencia entre sus corbatas no es más que una variante de la uniformidad. Son ejecutivos metrosexuales viajeros, desde jóvenes hasta maduros, cuya prótesis para moverse en estos nuevos espacios resulta ser un teléfono celular. Lo ven, lo acarician, lo contemplan y constantemente lo utilizan. Mi bolsita de lona verde, que con dificultad puedo colgarme del hombro, resalta como una anacronía en la que los hombres de negro reparan apenas con indiferente extrañeza.
Ya me he zambullido en este mundo del que entro y salgo, pues yo vivo o en la retaguardia de la época o en la vanguardia que será pasado mañana, porque aún no lo es. Podría decirse, sin que fuera exacto, que significa un dilema clásico entre el santo oculto y el héroe público, entre quien vive apartado, una microminoría, y quien vive en generalizada sociedad. Pero cuento con una ventaja equivalente a la invisibilidad: ninguno de estos ejecutivos posmodernos concibe que exista otra opción existencial distinta a la suya. Así que aunque me vean distinto piensan que debo ser pariente lejano pero pariente al fin de su propia clasificación operativa. Acaso les sobrevenga una duda al observar que no cuento con celular. Debo de traerlo guardado, concluirán.
Cada vez que subo a un avión por la escalerilla como ahora recuerdo algún antiguo filme en blanco y negro. La uña del sol quemante asoma a la distancia y todos volamos apeñuscados en los microasientos del avión, máquina capitalista que busca extrema plusvalía y ofrece un mezquino refrigerio de dos microgalletas y una microbebida antes de hacernos bajar en una posición remota del atestado y lento aeropuerto capitalino. Me voy, me voy, se me hace tarde hoy. Miles de conejos de Alicia febriles se apresuran por los corredores y llenan las salas multiraciales y cosmopolitas.
El mensaje tácito de prácticamente todos los viajeros solitarios es déjenme en paz. Se respira aquello que los freudianos y sus continuadores llaman alteridad: el hecho inquietante de estar entre los otros desconocidos, pues si los otros que son conocidos la producen, los otros-otros que nunca se han visto la producen más. A tiempo se anuncia en la pantalla la sala de abordaje de mi vuelo, cubro los trámites y surco un cielo lleno de aborregadas nubes, sentado encima de unos cuantos centímetros de espacio y leyendo un par de páginas de George Steiner, hasta llegar a las 11:00 horas a Monterrey.
Me desvío por un largo corredor del puerto aéreo que lleva a la salida internacional. Un guardia aduanero me cierra el paso y acepta dejarme pasar si meto mi bolsa por su máquina detectora. Es un rápido acuerdo a la mexicana, inclusive en esta ciudad que escasamente parece ser México. El milagro económico regiomontano ya presenta cuarteaduras que se muestran mientras circulo en un taxi hacia el lugar donde voy a cumplir el encargo que me dieron: analizar una exposición.

Fernando Solana Olivares

Friday, December 07, 2007

LA VEJATORIA CORTE

Será “legal” porque esté jurídicamente fundado, pero el reciente fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación a favor del gobernador Mario Marín y en contra de la periodista Lydia Cacho es aberrante. Su formalismo, si lo hubo, privilegió los detalles del asunto para obtener la impunidad del gobernador facineroso y declarar, urbi et orbi, implícita pero inequívocamente, la completa indefensión de la periodista gangsterilmente agraviada.
Más lo que ella representa: la libertad de escribir y decir, sin duda, pero quizá antes que ese derecho esencial, uno de los pocos que hacen tolerable al tiempo histórico actual, Lydia Cacho encarna la valiente y admirable defensa de los niños y las niñas explotados sexualmente en nuestro país, segundo lugar productor de pornografía y uno de los primeros en prostitución infantil y turismo sexual del mundo. No puede argüir la Suprema Corte de Justicia de la Nación que tal no era también el caso que se ventilaba, implícita pero inequívocamente, pues había dado origen al secuestro de Lydia Cacho orquestado por Mario Marín y sus cómplices, el patibulario Kamel Nacif entre ellos.
¿De qué sirve un tribunal supremo si no es para considerar todas las causas concurrentes en el asunto que juzga, así deba obviar la formalidad de ciertas leyes menores para cumplir simplemente con la ley mayor, que además de estar constitucionalmente escrita responde al sentido común, a aquel que sostiene o derrumba sociedades? ¿No se dan cuenta los jueces del significado y el impacto colectivo de lo que discuten y resuelven? ¿No es acaso tarea suya, siendo altos magistrados altamente pagados con dinero público como son, definir en última instancia litigios y cuestiones que sentarán jurisprudencia y al fin y al cabo definirán usos éticos para toda la sociedad?
Se aperciban o no los jueces de ello ---es muy grande la pérdida del sentido de realidad que el poder y las dignidades provocan---, el mensaje semántico de su sentencia exonerante resulta pavoroso. Y no por lo que no hay en ella sino por lo que fue sostenido por la mayoría de jueces que fundamentó estas conclusiones: primero, que no hay vínculo alguno entre el caso y las redes de pederastia y pornografía infantiles, a pesar de que podría pobrarse la relación al respecto de Marín a través de Nacif, socio de Succar Kuri, uno de los pederastas ahora preso y denunciado en el libro de Lydia Cacho Los demonios del Edén; segundo, que no son suficientes las pruebas para confirmar la responsabilidad del bárbaro gobernador poblano en la persecución y secuestro de la periodista a solicitud de su asociado Nacif; tercero, que las 30 horas del aterrador viaje desde Quintana Roo hasta Puebla, rodeada de ocho hombres armados que la detuvieron sin mostrarle orden alguna, no suponen una violenta tortura para la víctima y tampoco un acto castigable para la ley; cuarto, que la impunidad de los poderosos es la verdadera justicia en este país.
Si existe la ley del karma, esa retribución que indica que toda acción actual provocará una condición futura, seis de los jueces de la Suprema Corte pagarán un yerro que, digan las formas procesales lo que digan, resulta una inmoralidad: Aguirre, Azuela, Ortiz Mayagoitia, Valls, Luna y Sánchez Cordero, esta última una glamorosa jurista que ni siquiera por solidaridad de género, por sentimientos maternos reales e imaginarios o por mero buen gusto se abstuvo de construir retóricamente la exoneración expresa de Mario Marín y con ella la condena tácita de Lydia Cacho y de todo el asunto del cual se trata: esta extrema podredumbre institucional, oligárquica, política y sexual que vuelve a quedar intacta e impune una vez más. Cosa juzgada, dicen estos jueces a la mexicana. ¿Será?
Parece darse una simetría entre esta sentencia vergonzosa y aquella otra del insuperable Tribunal Electoral que no hace mucho tiempo afirmó que la intromisión foxista en el proceso era punible pero no lo suficiente para aplicar la ley. Acaso los ministros no se dieron cuenta, ni en ésta ni en aquella ocasión, de los degradantes efectos públicos que sus resoluciones provocan. Las sociedades tienen éxito mientras sus miembros creen en ellas. ¿Cómo apostar por la viabilidad de un sistema institucional que está al servicio de los intereses particulares, sometido a los poderes fácticos y a sus presiones y cabildeos, incapaz de actuar decente y republicanamente para tutelar el bien común?
Echando mano de nuestra idiosincracia no habría que ponerse tan melodramáticos: así ha sido y, hasta cierto momento que parece cada vez más cercano, así seguirá siendo hasta reventar. Existen momentos donde la palabra resignación se pronuncia distinto: reasignación. Ya advertía el viajero Emilio Cecchi que “México no es alegre. Pero es mejor que alegre: está lleno de una furia profunda”. Quizá la razón de ello sea la impunidad que como columna de acero, como vértebra estructuradora corre a lo largo de una historia nacional donde los poderosos y sus ministros en turno se atreven a cualquier cosa pues cualquier cosa les está permitida.
Hace años un colombiano de mente plena ---abundantes conceptos y abundantes experiencias--- explicó que su país tendría remedio hasta que terminara de pudrirse. Fue una manera de señalar que las culturas sólo cambian mediante la catástrofe. ¿Pero qué pasa cuando la catástrofe de un país se expresa en su cultura jurídica y en la frivolidad de sus jueces supremos, como ocurre en este caso? Acaso más temprano que tarde esa furia profunda se verá.

Fernando Solana Olivares