Thursday, November 25, 2010

EL SENTIDO DEL CINCO

Quince entradas presenta el Diccionario de los símbolos de Chevalier y Gheerbrant (Herder, Barcelona, 1995) sobre el número cinco. Dicha cifra es signo de unión, representa el centro, la armonía y el equilibrio, alude al principio celeste y masculino, cuyo número es tres, reunido con el principio terrestre y femenino al cual se le otorga el número dos. Simboliza al hombre y también al universo en sus dos ejes, uno vertical y otro horizontal que convergen en un punto central, refiriéndose así al orden y a la perfección, atributos propios, asimismo, de la voluntad divina que se resuelve en tal ordenamiento perfecto.
Los sentidos, las extremidades del cuerpo y los dedos de la mano son cinco, igual que las formas sensibles de la materia, pues ese guarismo condensa la totalidad del mundo manifiesto, la totalidad de la vida como se manifiesta para nuestra condición. Cinco es el número de la perfección para los mayas y cinco es una cifra fausta para el Islam que la tiene por predilecta. Así, el cinco simboliza la manifestación del hombre, “pues el quinario es el número de la criatura y de la invididualidad”.
Tal es la cifra utilizada por Howard Gardner, psicólogo estadounidense creador del imaginativo y afortunado concepto de la inteligencia emocional, para designar los alcances simultáneos, sucesivos y secuenciales que deberá tener la mente humana indispensable para vivir en la época que recién comienza, esa que se denomina como la Sociedad del Conocimiento o la Era de la Información. Su libro Las cinco mentes del futuro (del cual debe haber traducción al español y donde el tiempo verbal futuro corresponde a un presente en estado de germinación) propone un pentaedro de la conciencia que consiste en las siguientes capacidades: 1) La mente disciplinada, 2) La mente sintetizadora, 3) La mente creativa, 4) La mente respetuosa y 5) La mente ética.
La primera de ellas, vinculada al conocimiento organizado, memorístico, y a la erudición, es característica del siglo apenas anterior dado que en gran parte consiste en la acumulación específica de saberes especializados. En la hipótesis de Gardner esta clase de mente es importante pero no esencial, ya que no puede competir contra el inmenso bagaje de información disponible en los archivos electrónicos disponibles a partir del veloz perfeccionamiento ocurrido desde unas décadas a la fecha en la cibernética. Sin embargo, implica un término poco habitual para la mente común de nuestro momento histórico: la disciplina, es decir, la cultura del sacrificio, del empeño repetitivo, del aprendizaje dirigido, en suma, la lucha contra la desatención. Si bien se sabe que la inteligencia es una facultad que se abstiene, la monstruosa democratización del deseo predominante y la exaltación acrítica del principio del placer son factores que conspiran contra la noción de la mente como un instrumento a desarrollar mediante el autodominio, ese empeño humano equidistante de la sociedad del espectáculo, del entrenamiento, que fomenta a nivel masivo una permanente indisciplina mental.
La segunda, la mente sintetizadora, es valorada por el autor como la virtud clave para ese futuro civilizacional porque permite elegir piezas de información antes no conectadas entre sí, que al ser sintetizadas por el sujeto en nuevas formas vinculantes, en nuevos significados, en nuevas interpretaciones, hechas entre la multiplicación inconexa de contenidos, imágenes o datos característicos del “ruido” existente en el mundo actual, permiten encontrar y construir sentido para la mente de quien realiza tal tarea. La noción de “curador” proveniente de las artes plásticas ---con su doble acepción semántica: elegir a la vez que sanar--- es un equivalente para designar tal facultad sintética. Italo Calvino lo diría así: “saber qué y quién no es infierno, hacerlo durar y darle espacio”. La mente creadora, un tercer factor según Gardner, es aquella posibilidad que permite salir del pensamiento convencional, de la opinión y la creencia personales, del pensamiento recibido, para hacer nuevas y creativas preguntas sobre la naturaleza de uno mismo y sobre las manifestaciones de la realidad. Comprende, paradójicamente, la facultad mental para desagregar o desechar lo que se cree saber, para olvidar lo rutinariamente aprendido y moverse creativamente hacia una nueva originalidad. Significa formular otras preguntas antes que repetir las mismas respuestas. Significa, simplemente, preguntar.
Las dos mentes finales, la mente respetuosa y la mente ética, integran el contenido urgente de una nueva conciencia colectiva: el respeto mental es la aceptación de la diferencia y la diversidad humanas, el desarrollo de una verdadera empatía con los otros, la consideración de los varios puntos de vista como única vía para la solución de cualquier conflicto; y la actitud ética es el desarrollo renovado de una perspectiva humanitaria a partir de estas nuevas capacidades mentales, la puesta en marcha de una visión integral que permitirá la reconstrucción cultural y civilizatoria de la interdependencia y del bien común.
De nueva cuenta regresa al discurso cognitivo contemporáneo aquello que el budismo desde hace siglos postula: la mente es el punto de partida, el punto focal y el punto culminante de lo real. La mente precede a las cosas, las domina y las crea. De ahí sus tres requisitos que al fin son cinco: conocer la mente, tan cercana y a la vez tan desconocida; formar la mente, tan indómita y a la vez tan manejable; liberar la mente, tan esclavizada y a la vez tan autónoma como puede ser.

Fernando Solana Olivares

Monday, November 22, 2010

EL TIEMPO TERMINADO

La historia es una lenta marcha hacia lo desconocido. Aunque de pronto apresura su transcurso y parece acercarse a algún desenlace, a algún cambio abrupto, a alguna fecha terminal. Antes podría definirla aquella legendaria dualidad percibida por Dickens en su novela sobre las dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”, porque la historia resultaba una cuestión de perspectiva, de punto de vista o de interpretación. Su narrativa era escrita por los vencedores como una epopeya lírica y se imponía a los vencidos como una fatalidad natural. Pero hoy, salvo una mejor o más elaborada comprensión de los hechos que acontecen ---la cual debería situarse por encima del significado inmediato de tales hechos, su cuenta corta, para penetrar en su sentido simbólico, su cuenta larga, una tarea más propia de la mente divina que de la humana---, la historia contemporánea es una densa oscuridad materialista falsamente iluminada por la enajenación tecnológica, una pesadilla capitalista común al planeta que amenaza con agravarse antes de terminar.
Ahora se cumplen cien años de una revolución mexicana que se vio descarrilada, interrumpida y traicionada. No es la única, desde luego. Todas las revoluciones devoran a sus hijos y concluyen como sucedió con la francesa, que de la libertad, la igualdad y la fraternidad propuestas desembocó en el sangriento y belicista imperio napoleónico. Las dos últimas insurrecciones del siglo pasado confirman esta tendencia contradictoria: la revolución sandinista dio paso a un podrido régimen vestido discursivamente de izquierda, y la revolución iraní contra el Sha terminó en el sofocante gobierno teocrático de los ayatolas.
No debería hacernos falta ya, entonces, acusar la perversión sufrida por el proceso revolucionario nacional ---un movimiento iniciado con intenciones de transformación radical pero concluido con aquel caracterológico gatopardismo a la mexicana: que algo cambie solamente por encima para que todo lo profundo siga igual---, sino proceder a preguntarnos por las formas de curación de una patología nacional que parece insalvable y avanza sin disminuir o siquiera mejorar.
¿Dónde requeriría situarse ese comienzo, quizá utópico, de la curación nacional? ¿En las instituciones estatales, postradas por la corrupción y la impunidad, los dos males históricos y estructurales de nuestro país que han llegado a extremos siempre sobrepasados, como si nuestra capacidad pública de escándalo y sorpresa tampoco tuviera límites? ¿En el poder legislativo, una feria insensata de beneficios fácticos y grupusculares, donde el dinero de la nación se malgasta impune, grotescamente, mientras el país va desgajándose sin que un principio de realidad mínimo contenga tal deterioro? ¿En el poder judicial, alquilado al mejor postor del crimen y el delito, incapaz por remiso para hacer justicia tanto en lo grande como en lo pequeño, penetrado orgánicamente por aquellas fuerzas delictivas que debería de combatir? ¿En el poder ejecutivo y sus secretarías ineptas, productores de arbitrariedades y discursos huecos, adictos al poder por el poder mismo, subordinados a los intereses privados, partidistas y transnacionales, nunca al bien auténtico del país? ¿En el duopolio televisivo, ese Big Brother omnipotente y omnipresente, destructor de la democracia y responsable de la nihilista sustitución del ciudadano reflexivo por el consumidor alienado, responsable asimismo de la antipedagogía de la violencia y de la exaltación de la banalidad? ¿En las jerarquías eclesiásticas ajenas al mensaje evangélico, hipócritas y ciegas, simoniacas y venales? ¿En los gobiernos de los estados y sus mandatarios falaces, esperpénticos, intelectual y moralmente tan por debajo de su función? ¿En las administraciones municipales infiltradas por el narco y los cacicazgos sectarios, ansiosas de expoliar las arcas locales como lo hicieron las gestiones anteriores y lo harán las que sigan después de ellas? ¿En las universidades públicas sometidas al productivismo neoliberal y a la mercantilización del conocimiento, al gasto suntuario de las élites que las hegemonizan y no a la formación integral de su alumnado? ¿Entre los maharajás del capitalismo criollo que ya tienen todo y sin embargo quieren más? ¿Dónde, pues, más allá de las contadas excepciones que confirman las siniestras reglas decadentes en todas partes del panorama mexicano, ha de dar comienzo esta sanación nacional?
Aquel tiempo nublado colectivo que hace veinte años vio llegar Octavio Paz, ha derivado en un atroz meteoro cuyo beneficio, de tener alguno, radica en su misma y desatada intensidad. La cura de este país tan enfermo se oculta entonces en la misma naturaleza de su malestar. Cuando los órdenes públicos se derrumban sólo pueden ser restituidos desde los más pequeños formatos de la sociedad: el individuo, las parejas, las familias, la diminuta colectividad. El primer paso terapéutico es describir la enfermedad, luego avanzar hacia el diagnóstico, después instrumentar la curación y finalmente aplicar al tratamiento. La tarea da inicio en cada cual: como es adentro es afuera. Así entonces, dueños de ellos mismos e incapaces de decepción, aquellos que porfían en sanar su circunstancia externa proceden a curar su propia interioridad en una acción simultánea: quien trabaja consigo mismo a la vez trabaja para los otros que están a su alrededor. Emplea un método emocional y cognitivo que llama comprensión, así supera el autoengaño y la sentimentalización. Supera la época misma: en adelante se ocupa de su transformación.

Fernando Solana Olivares

Friday, November 12, 2010

8 NOTAS SOBRE LA DROGA

1. Las minorías, escribió Goethe, son las dueñas de la razón. La misma reflexión está en Marguerite Yourcenar cuando señala que las retaguardias de hoy serán las vanguardias de mañana. ¿Qué pasa cuando dichas minorías se convierten en mayorías, así la ideología imperante no las reconozca como tales, y qué ocurre cuando esas retaguardias se transforman en vanguardias porque el mañana ya llegó? 2. Sigo a Guy Sorman en estos apuntes (Esperando a los bárbaros, Seix Barral, Barcelona, 1993), pero hay otros muchos ciudadanos en cualquier parte del planeta ---minorías que son mayorías, retaguardias que son vanguardias--- afines a su percepción. ¿Qué es una droga?, se pregunta este investigador francés. La respuesta es escandalosamente obvia: una droga es una sustancia que el Estado define como tal. Su prohibición es entonces una historia principalmente política y moralizante antes que médica o sociológica, y la “guerra contra las drogas” responde a un diseño geopolítico que el gobierno de Estados Unidos ha ido imponiendo al mundo desde fines del siglo XIX no para aliviar el dolor de los toxicómanos o destruir a los narcotraficantes sino para satisfacer la adicción estadounidense a la guerra, adicción que ha sido la base de su predominio y poder globales. 3. La investigación objetiva e imparcial demuestra que la guerra contra las drogas causa más víctimas y mayor desestabilización social que las drogas mismas. Pero como esta guerra no es racional sino ideológica y responde a un montaje escenográfico de manipulación permanente, dichas evidencias no existen porque el poder político las niega. Hasta ahora es inútil discutirlo con los representantes del “Imperio del Bien”. Ya desde los años noventa del siglo pasado un tal Bob Martínez, el zar antidrogas gringo de entonces, recitaba los clichés y los lugares comunes que siguen repitiéndose hasta hoy: “esta guerra la vamos ganando y con ella protegemos a los más débiles en la sociedad”, etcétera. El guión escénico sigue siendo el mismo, el problema no. 4. Más que una guerra, el asunto es una cruzada moral. La prohibición del opio ocurrió en Filipinas durante la colonización estadounidense y fue encabezada por un obispo protestante, monseñor Brent, quien no paró hasta obtener su ilegalización mundial en la Conferencia de la Haya en 1912, demonizando tal sustancia con argumentos religiosos y seudoéticos, nunca científicos, como se suele hacer. Por eso diría Mario Cuomo, gobernador de Nueva York en 1990: “Los que no creen en el diablo piensan en la droga.” 5. Dos discursos sobre la droga se oponen. Uno de ellos, de inspiración liberal (simbolizado por el conspicuo Milton Friedman, padre del modelo económico imperante), afirma que el toxicómano elige hacerlo y así ejerce un derecho personal e inalienable. Es considerado responsable de sus actos y si comete un delito será castigado no por ser toxicómano sino por el delito mismo. El otro discurso, el prohibicionista, argumenta que la toxicomanía hace desaparecer el libre arbitrio. El adicto no es libre de elegir o rechazar la droga y esta incapacidad es precisamente la manifestación de su enfermedad. Corresponde entonces al Estado preservar a la población de todo contacto con la droga que transmite la enfermedad que incapacita para evitar esa misma enfermedad. La demostración de esta hipótesis radica en experimentos hechos con ratas de laboratorios gubernamentales a las que se administra drogas para fundamentar “el carácter químico-biológico de la toxicomanía”. Los experimentos no distinguen a la rata del ser humano. Toda la lógica de la represión, como apunta Sorman, deriva de este postulado de laboratorio: “jamás un gobierno tan poderoso habrá debido tanto a un grupito de ratas.” 6. La guerra contra la droga ha sido siempre un pretexto para la represión. La persecución estatal china contemporánea contra los consumidores de opio, argumentando que no contribuyen a la edificación del socialismo y que son parásitos sociales, demuestra que los regímenes totalitarios consideran a la toxicomanía como algo mucho más peligroso que una enfermedad orgánica: la consideran una disidencia política, un crimen del pensamiento, pues la droga induce una dualidad imaginativa y un escape mental de las condiciones de ese modelo ideológico único impuesto a la sociedad. La misma reflexión está soterrada en la lucha contra la droga emprendida por las democracias modernas: drogarse con sustancias ilegales es un acto de disidencia y deslealtad ante los valores dominantes que manipulan al ciudadano promedio, aquel egocéntrico consumidor que debe obsesionarse con las adicciones legales y no con las que han sido declaradas ilegales. 7. El psiquiatra Thomas Szasz considera que la prohibición es una religión y que la guerra contra las drogas es una guerra santa donde toda argumentación racional está condenada de antemano. La prohibición no obedece a criterios funcionales sino a autoritarismos de tipo religioso, a dogmas que se sostienen en el miedo a la libertad. Y Henri Atlan, químico célebre, explica que las drogas dan acceso a formas de conocimiento destructoras para el orden de la modernidad, que eliminó dos de las tres formas de conocimiento conocidas: lo sagrado y el inconsciente, para sostener solamente el conocimiento por la racionalidad. 8. El asunto, pues, condensa y significa mucho más de lo que en apariencia muestra. Resolverlo supondrá modificar radicalmente los procesos sociales, las formas de gobierno, las estructuras de poder y la mentalidad enajenada de las mayorías humanas. Superar esta época histórica e iniciar otra. Habrá quien lo viva, habrá quien lo verá.

Fernando Solana Olivares

Friday, November 05, 2010

LA PERSEVERANTE NECEDAD

No es que no puedan, es que no quieren. La iniciativa californiana para legalizar formalmente, porque en la práctica ya lo está, el uso y el cultivo individual de la mariguana ---iniciativa derrotada por un margen relativamente escaso (o bien aceptada por un porcentaje de votantes llamativo en número: nada es grande ni pequeño salvo por comparación), sobre todo si se toman en cuenta las poderosas fuerzas que fueron puestas en juego para impedirlo: esas campañas falsamente moralizantes de la revitalizada y fascistoide derecha norteamericana, aquellos intereses económicos y políticos ocultos en el tema del narcotráfico, y el empeño de todo el biopoder estatal propio de la mentalidad común inducida publicitariamente en nuestras sociedades “democráticas”--- ha vuelto a evidenciar la radical incapacidad del gobierno mexicano para comprender el problema de las drogas desde otra perspectiva que no sea la misma de su perseverante necedad punitiva, de su fallida persecución policiaca y de su ominoso e inútil cerco militar.
Una buena política se mide por su eficacia final y no por su pureza declarada, y la única moralidad que rige el orden de lo público se compone de resultados antes que de buenas intenciones. Este principio del arte de gobernar, activo desde la antigüedad clásica hasta nuestros días, es lamentablemente ignorado por un régimen inepto cuyo vocero condenó la iniciativa californiana aun antes de ser decidida en las urnas mediante los votos ciudadanos, argumentando retóricamente que la legalización de la mariguana no detendría al crimen organizado local en cuanto a los otros delitos que componen su nocivo quehacer: secuestros, extorsiones, trata de personas, etcétera. El Sr. Poiré, dicho vocero cada vez más sentencioso y telegénico que ya no sale a cuadro aunque sea para aludir las sucesivas matanzas cotidianas, parecería invocar metafísicamente una solución providencial y milagrosa ante el fenómeno del crimen organizado ---el cual es sobre todo un efecto y no una causa, como insisten en presentarlo los bienpensantes ante la opinión pública, ese ente ahora compuesto por las “amigas y amigos” del presidente Calderón---, antes que convocar una estrategia lógica que paulatinamente vaya reduciendo su campo de acción y el devastador poder económico que de él se deriva.
No es que no puedan, es que no quieren. Ya Thomas Hobbes en su Leviatán de 1651 escribió que “antes de que los conceptos de justo e injusto puedan darse, debe existir algún poder coercitivo”, pues “allí donde no ha precedido ningún pacto […] cada hombre tiene derecho a todas las cosas, y, en consecuencia, ninguna acción puede ser injusta”. Mientras la impunidad y la corrupción mexicanas sigan siendo brutalmente estructurales, profundamente orgánicas, no habrá forma de enfrentar un poder paralelo que ha acelerado la putrefacción y la ausencia del Estado nacional, pues aquel pacto social plasmado en las leyes y su aplicación objetiva no existe más entre nosotros, o ha quedado circunscrito a los ciudadanos comunes y corrientes que no pueden comprar o pervertir o someter a la justicia, como lo hacen cotidianamente las oligarquías políticas, financieras, económicas y delincuenciales mexicanas, una denominación redundante pues de facto engloba a las otras tres.
Entonces, no habiendo un pacto social verdadero que categorice lo justo y lo injusto, que castigue esto y proteja aquello, no es posible poner orden público, pues “un acto es inmoral tan sólo si es punible, y sin un Leviatán que castigue lo que es incorrecto, no puede haber escapatoria del caos del estado natural”, como comenta Kaplan siguiendo a Hobbes. ¿Cuántas masacres, cuántos asesinatos, cuántas corruptelas, cuántos secuestros, cuántas extorsiones, cuántas desapariciones, cuántas afectaciones a los bienes públicos, cuántas privatizaciones indebidas, cuántas cesiones del patrimonio nacional, cuántos crímenes de Estado se han castigado por parte del Leviatán mexicano? No es que no puedan, es que no quieren. Por ello los dirigentes políticos y los funcionarios gubernamentales, los policías buenos, si los hay, y los policías coludidos, los comentaristas a modo y los locutores manipulantes, entre tantos otros, siguen desestimando las evidencias comprobables, científicas incluso, que demuestran que la mariguana es una droga muchísimo menos nociva que el alcohol y un tóxico menos dañino que el tabaco, anatematizada en el imperio norteamericano por razones económicas (el cáñamo es un serio competidor de las fibras sintéticas derivadas del petróleo) y por motivos de control social (la mariguana no lleva a la exaltación de los valores consumistas egodominantes, sino al contrario).
No pueden, no quieren y no comprenden. Es tan triste como irritante observar el trayecto autodestructivo de un Estado-nación como el mexicano que, según afirmara lúcida y amargamente Porfirio Muñoz Ledo hace poco (Proceso 1773), parece ya no tener remedio, excepto quizá para los tangibles efectos de su dramática desarticulación.
La distinción política básica concierne no a la forma del gobierno sino al grado de gobierno existente en una sociedad. Y si el Estado se establece para sustituir el miedo a la muerte violenta por el miedo a infringir la ley, es obvio que en México ya no es así. Y mientras el pasado y el presente son visibles puesto que están delante de nosotros, el futuro nacional es algo desconocido porque está a nuestra espalda y no lo podemos ver. Para saber lo que ocurrirá es necesario ver lo que ha ocurrido: no es que no puedan, es que no quieren poder.

Fernando Solana Olivares