Friday, July 30, 2010

LA ZOZOBRANTE INSUFICIENCIA / I

Hace ya sesenta y un años que el filósofo mexicano Emilio Uranga publicó un célebre texto substancial para analizar y eventualmente comprender ---todo lo que se comprende adquiere sentido, todo lo que adquiere sentido puede transformarse--- el carácter nacional contemporáneo: su “Ensayo de una ontología del mexicano”. Con resonancias y ecos que invocan una lamentable actualidad urgente, como si hubiera sido escrito esta misma semana para responder al momento coyuntural, Emilio Uranga finalizó ese texto preguntándose: “¿Qué haremos en la zozobra? ¿Qué levantaremos sobre el accidente? ¿Cómo escapar a la proximidad de muerte y zozobra?”
Más allá de catastrofismos mórbidos o retóricas terminalistas (“¡Despéñate, torrente de la inutilidad!”, decía aquel Maestre de Santiago, un héroe literario que condenaba la conquista española de las “Indias” advirtiendo que las colonias se ganaban para perderse pues nacían con la cruz de la muerte en la frente, y el cual no fue mexicano sólo por una cuestión de oportunidad), es del todo evidente que el país ha llegado a un grado de descomposición cuya perspectiva sólo parece agravarse. El estado de las cosas nacionales es tan esperpéntico que uno ya no puede oscilar espontáneamente entre la tragedia griega y el punto de vista irónico al calibrarlo. Y sin embargo sigue siendo indispensable intentar dicha oscilación, a la manera de “los grandes talentos, constituidos todos con la fuerza suficiente para poder considerarlo todo en su doble forma”, como querría Balzac, un autor bien apreciado por Emilio Uranga, quien hizo de ese péndulo reflexivo el método de su aproximación intelectual.
El filósofo propuso a Samuel Ramos, autor del legendario estudio El perfil del hombre y la cultura en México publicado en 1934, reemplazar la expresión de inferioridad aplicada al mexicano (“Ya otros han hablado del sentido de inferioridad de nuestra raza ---escribió Ramos---, pero nadie, que sepamos, se ha valido sistemáticamente de esta idea para explicar nuestro carácter”) por la de insuficiencia. Uranga argumentaba que si bien tal inferioridad podía aceptarse en el caso de la conquista española, en la época de la Independencia no, porque “la relación con el europeo no era ya de padre a hijo sino de maestro a discípulo”, y en ella se enfrentaban dos procesos culturales, dos “Ilustraciones” cuya diferencia radicaba entre la suficiencia y la insuficiencia y no entre la superioridad y la inferioridad, pues esta condición, postulada por Ramos como una psique nacional, sólo representaba una modalidad de la insuficiencia.
El mexicano es caracterológicamente un sentimental, afirma Uranga, un ser que mezcla “una fuerte emotividad, con la inactividad y la disposición a rumiar interiormente todos los acontecimientos de la vida”. La vida mexicana, según el autor, está impregnada por el juego perverso, constante y circular entre las emociones, el desgano y la autoconmiseración. La emotividad representa una fragilidad interior, una vulnerabilidad anímica que lleva al mexicano a desarrollar técnicas y tácticas de preservación y protección que pueden percibirse en modales, comportamientos, costumbres públicas, imperativos familiares y formas estéticas, en disimulos e hipocresías idiosincráticas. “La fragilidad ---escribe--- es la cualidad del ser amenazado siempre por la nada, por la caída en el no ser.” De ahí el característico desprecio del mexicano por la vida humana y su proverbial cercanía con la muerte, de ahí su proclama vernácula de que la vida no vale nada, de ahí su explosiva e indiferente crueldad. Diría Hannah Arendt que el sentimentalismo siempre es la superestructura de la brutalidad.
La inactividad mexicana, la desgana caracterológica ---esas resistencias que se oponen a la realización, que repliegan al sujeto y lo ensimisman, que lo hacen desconectarse de sus quehaceres y dejarlo todo para mañana, que lo muestran aparentemente aburrido--- “es la tara del carácter sentimental”, afirma Uranga, una antípoda de la generosidad, que entiende como “una decidida elección de colaboración, una voluntad de simpatizar, de entrar en contacto auxiliador con las cosas, con la historia, con los movimientos sociales”, en suma, con los otros. Tal voluntad ausente debida a la desgana lleva a distanciarse del sentido de lo existente, de las significaciones que ello contiene, y conduce también ---“desgana por no ser otro, por no ser otra la historia, por no ser otras las costumbres”--- al desprecio de lo propio y a la exaltación de lo ajeno, de lo extranjero que es admirado como suficiente y superior.
La inactividad o desgana percibe toda acción como un compromiso ilegítimo con aquello que al considerarse extraño o desconocido se percibe como abyecto. Por eso, explica Uranga, la inactividad suscita un sentimiento que si bien puede llamarse de dignidad queda determinado por la emoción que constata su inexistencia, su incumplimiento en lo exterior. “El mexicano vive siempre indignado. Ve que las cosas van mal y siempre tiene a la mano el principio de acuerdo con el cual las condena; pero no se exacerba por esa constatación, no se lanza a la acción, lo único que hace es protestar, dejar escapar su indignación.” Como si fuera una dipsomanía de la moral ejercida exclusivamente sobre los demás y nunca sobre sí mismo, el talante caracterológico mexicano ve pajas escandalosas en el ojo ajeno y no repara en las prominentes vigas del propio. Una dignidad paradójica cuya satisfacción consiste en la testificación morbosa de su ausencia, de su inaplicabilidad.

Fernando Solana Olivares

Friday, July 23, 2010

USTED Y LA MÁSCARA / y II

Dejar de ser como se es. Este texto, y el libro que eventualmente integraría, está dirigido a todos aquellos que acepten la necesidad moderada o urgente de lograr un cambio personal. Ello requiere sentirse insatisfecho con uno mismo. Así que si usted cree estar muy contento con su persona, lo que sigue no le servirá. Pero a pesar de su autofascinación, quizá usted experimente momentos donde su vida y sus mentiras vitales no impiden que se sienta vacío, como si estuviera en medio de un desierto emocional y fuera habitante de un mundo duro, ajeno y aburrido. Entonces siga leyendo, porque su conciencia es como la de todos: está condenada a la infelicidad. Propóngase el asunto como una cuestión de energía: si todo su tiempo biográfico ha estado ocupado en la construcción de su persona, ayudado por la familia, la escuela, los amigos, ¿por qué no dispone de un poco de su energía diaria y la emplea en decirse a usted mismo que es generoso si es avaro, valiente si es miedoso o sereno si es ansioso? Las palabras hacen maravillas, todo defecto contiene como su reverso a la virtud y éste es un primer paso, un pequeño antídoto contra el tóxico mental que su persona se administra frecuentemente diciéndose quién y cómo es.

Los riesgos y las ventajas. Aunque usted puede engañarse y seguir siendo avaro, miedoso o padecer de ansiedad, por más que se repita muchas veces al día lo contrario. ¿Cómo lograr, entonces, que las palabras modifiquen su conducta, que supriman aquellos malos hábitos que padece y disuelvan tantos irritantes psíquicos como suelen llegar a su mente para después convertirse en sentimientos y conducta? Incontrolados, además, porque usted logrará, si tiene suficiente entrenamiento en el autodominio, reprimir la conversión de sus pensamientos en conducta, no es capaz de evitar que surjan en su mente y en su corazón. De todas maneras, cambie el lenguaje con el que se habla a usted mismo. Tal vez haya aceptado ya considerar la idea de que la persona que llama usted se construyó con un lenguaje, ciertos términos, un modo de hablar. Usted debe saber cuáles son, no me pida a mí que se los diga. De ahora en adelante cámbielos, aunque sea esporádicamente. Mucho le servirá.

La máscara de la persona. Resumiendo, usted es un individuo que lleva una máscara a la que llama su persona. Un día su conciencia dijo “yo soy yo” o bien “yo no soy eso”. Desde entonces usted viene reiterando su distancia ante la gente y las cosas ---cada vez que reafirma su identidad, cada vez que utiliza el lenguaje, cada vez que establece comparaciones y diferencias mentales---, aunque actúe más o menos como si esto no pasara. La reiteración de esa distancia lo vuelve infeliz porque lo aísla, igual que a cualquiera. Aunque usted, como casi todos los demás, viva inmerso en grupos y entidades que le ofrecen un sentimiento de pertenencia: la pareja, la familia, el club, la empresa, el equipo, el país. Pero más allá de ellos usted está solo, observando y sintiendo el mundo desde su propio interior. Esta es la causa de que ninguna plática entre varios adultos tolere con naturalidad aquellos momentos cuando surge el silencio en la conversación: los participantes se sienten incómodos. Se dice que es entonces cuando aparece una “falla básica”, la que sufre toda conciencia humana: el sutil pero poderoso recuerdo de cuando el mundo y los otros no eran externos y ajenos a uno sino la extensión y el complemento de cada quien.

El obstáculo a superar. Se trata de salir del laberinto construido por su propia persona, se trata entonces de habituarse a salir de ella. Pero nunca olvide que saber irse es poder regresar. Digámoslo así: quien no aprende a regresar al lugar donde vive se extravía. Eso le sucede a aquellos que pierden la razón: no vuelven a ellos mismos. Así que usted debe aprender a ir y venir de un discurso interior que lo tiene aprisionado y cuyo concepto principal es “yo”. Parece una tarea simple pero es compleja, y representa la única vía por la que puede obtenerse la metamorfosis personal. “Salir de sí, buscarse entre los otros”, como escribiría el poeta. Por el contrario, usted ni se busca ni se encuentra entre los otros: más bien se protege de ellos. ¿Quiere curarse de ese agudo sentimiento de distancia? Comience con quienes tiene más a la mano y haga aquello que antes se decía en el lenguaje popular: “póngase en mi lugar”. Sí, póngase en el lugar del otro. O cuando menos, inténtelo en cualquier situación. Desde luego, es relativamente más fácil hacerlo con los que se tienen ligas afectivas o identificaciones emocionales y mucho más difícil con los adversarios y los desconocidos. Por eso tiene más mérito hacerlo con éstos. Un principio del aprendizaje en hacer excursiones mentales fuera de usted y volver sano y salvo a su interior radica en su capacidad para intercambiarse con los demás, aunque sea por algunos instantes. Recuerde que si usted se hizo a sí mismo en gran medida, usted también puede rehacerse. Todo consiste en que se esfuerce consistentemente para desarrollar una psicología de la mutabilidad. Así se volverá más ligero, superará su esclavizante sentido de importancia personal y suavizará su ego, esa hipótesis inútil. Sólo requiere usar su imaginación: “yo soy otro”, dígase de cuando en cuando; o “yo soy él”, y actúe en consecuencia; o “yo es otro”, si usted está francamente dispuesto a quitarse la máscara. Y no crea que estos alcances son inusuales o inaccesibles. Cualquier momento de atención plena al instante presente representa un olvido de sí, como un niño cuando juega.

Fernando Solana Olivares

Friday, July 16, 2010

USTED Y LA MÁSCARA / I

La primera vez que dijo “yo”. Algunas personas recuerdan un momento de su vida cuando dijeron “yo”, es decir, la primera vez que tuvieron conciencia de sí mismas. Ese momento pudo haber sucedido como una negación: “yo no soy eso”, dijeron algunas. O como una afirmación: “yo soy yo”, dijeron otras. Mucha gente, en cambio, no recuerda un instante así. Pero se recuerde o no, el momento en que aparece en cada quien la conciencia de la identidad personal es importante. ¿Quién era usted antes de pronunciar esa sílaba utilizada sin descanso y alrededor de la cual se deposita prácticamente todo el interés vivencial? Antes de ello su identidad no estaba establecida por ninguna división. Usted no distinguía entre lo que era usted y lo que no era, como el niño de meses no distingue entre su propio cuerpo y aquello que ve. A esa circunstancia, que se encuentra en todo ser humano hasta que comienza a perderse entre los tres y los cinco años de edad, se le llama “conciencia participativa”. Ello significa que es una conciencia que está integrada en el mundo y forma parte de él como si no hubiera diferencias entre adentro y afuera de uno mismo, y no una conciencia que se vive a sí misma separada del mundo y percibe que el osito de felpa con el que se juega no es parte de ella sino algo exterior, algo que es “otro”.

El trámite de la separación. Sin embargo, para adquirir conciencia de sí mismo, cada quien debió aprender a definir lo que está afuera del cuerpo: los objetos y las otras personas, incluidas nuestras madres, es decir, lo que uno no es. Esa actitud se conoce como “conciencia discriminativa” y es necesaria para que la identidad personal se establezca en todo individuo, para que cada uno cobre conciencia de sí. Nuestro ego, nuestro yo, nuestra persona misma es el producto de la conciencia de esa separación, de esa discriminación entre nosotros y todo lo que está a nuestro alrededor. Si usted no puede recordar el primer momento cuando dijo “yo” o cuando dijo “yo no soy eso”, o cuando lo pensó, quizá tampoco pueda recordar la segunda ocasión en que sucedió. Pero desde entonces no deja de hacerlo sin cesar. Es la palabra más repetida por los seres humanos: yo, yo, yo. No olvide que cada vez que pronuncia ese monosílabo también está refiriéndose a la distancia que hay entre usted y el mundo físico, entre usted y los demás, aun aquellos a quienes ama. De tal modo que la conciencia de uno mismo, indispensable para ser un individuo con nombre e identidad propios en la sociedad, está fundada sobre todo en la discriminación de lo que no es cada cual, en oposiciones como “yo” y “tú”, “afuera” y “adentro”, “mío” y “suyo”.

El mundo instrumental. Todos aprendemos muy pronto en nuestras vidas a tratar el mundo de un modo instrumental: las cosas y la demás gente son herramientas para nuestro uso, placer, interés y explotación. Logramos entonces vivir separados de las cosas y de la gente, que es también la vía para separarnos de nosotros mismos. Recuerde lo siguiente: alguna vez, en sus primeros años, por más infeliz que haya sido, usted vivió una relación con el mundo no de hastío, miedo o distancia, sino de plena empatía. ¿Qué fue lo que ocurrió después? Que comenzó a considerar como ajeno todo aquello que estuviera fuera de su cuerpo, todo lo que fuera “otro”. Afuera y adentro: usted perdió esa habilidad infantil para sentirse en verdad parte del mundo. Y ahora es irremediable que usted sea usted y se comporte en el mundo como si éste estuviera compuesto de instrumentos y su satisfacción consistiera en utilizarlos: personas, objetos, usted mismo. Y como si su infelicidad dependiera de la incapacidad para manipular satisfactoriamente todo lo que está fuera de usted, todas esas herramientas. Entonces la frustración de su deseo y la sensación de fracaso provocados por su inhabilidad para controlar lo incontrolable son emociones que usted vivirá constantemente. ¿Quién puede manejar el mundo real según sus apetitos? El que lo crea se equivoca. Es cierto que los sujetos cumplen ciertos deseos, algunos pocos y otros más, pero nadie escapa a las realidades inevitables: el paso del tiempo, la presencia del dolor y la enfermedad, las pérdidas afectivas, la muerte.

¿Cómo se llama usted? No me lo diga, en realidad no importa. Usted es quien es sobre todo porque lo dice constantemente, va contando por la vida su biografía, repitiendo su nombre e identificándolo con su persona. Usted es como es porque se dice a sí mismo que así es. Si hubiera invertido la misma cantidad de tiempo y la misma energía emocional en decirse lo contrario, seguramente sería diferente, aun llevando el mismo nombre y viviendo las circunstancias propias de su existencia individual. Así como se afirma que el nombre es la cosa, muchas veces el nombre también es la persona. Es decir, que la historia de cada quien, condensada a través del nombre propio, determina la manera en la cual somos y las características de la personalidad que en parte se recibe del medio ambiente y se va construyendo a lo largo de la vida. Usted no pidió ser quien es, quien cree que es y quien los demás asumen que es: uno siempre es otro para los otros. Juegue entonces a llamarse de distinta manera: usted ya no es usted, su nombre es Nadie y su apellido Ninguno, sus tarjetas de presentación están en blanco. Así podrá encontrar la punta del hilo que lo irá sacando poco a poco del laberinto donde hasta hoy ha quedado confinada su persona y descansará por una vez de la máscara irremediable que durante toda su vida ha asumido como si fuera de verdad usted.

Fernando Solana Olivares

Friday, July 09, 2010

HAMLET DESINVESTIDO

De pronto llega la hora. Es tan arbitraria, tan inesperada, como todo aquello que sucede en la conciencia profunda: nunca se conocen las razones actuantes aunque secretas de esto que súbitamente se convierte en realidad. Pero los trámites del oficio continúan, las preces siguen diciéndose para entender lo que ocurre, o cuando menos para tolerarlo hasta el final. Y mientras tanto sólo queda estar donde uno está: no hay otro lugar.
La memoria es una sustancia arbitraria, no es lineal ni progresiva como una flecha lanzada hacia adelante sino más bien se comporta como las mareas del mar: viene y va. Un cierto gesto, un sabor perdido, un olor recobrado, una palabra olvidada o una fecha en el calendario lanzan el recuerdo hacia momentos pretéritos que convierten al tiempo en un teatro plástico cuyas escenas acontecen de nuevo, tan vivaces como si estuvieran siendo por primera vez.
Hubo una vez un niño que a los nueve años perdió a su padre un nueve de julio de hace tantos años que ahora se han acumulado como ladrillos en su biográfica pared. Al principio, como todos, alma de bronce, fue hijo de su padre, hasta aquel punto catástrofe una mañana cuando éste incurrió en esa costumbre irreparable, la muerte, que suele tener la gente. Después, como les toca a algunos, alma de plata, no pudo ser padre de su padre porque tempranamente lo había perdido. Ahora se pregunta si ya logró, como lo logran tan pocos, alma de oro, ser padre de sí mismo.
Ese niño que antes fue tuvo que hablar con el fantasma de su padre. Ser o no ser: he allí entonces el problema. Hacer o no hacer, creer o no creer, vengar o no vengar, decir o no decir, ir o no ir, lograr o no lograr, tener o no tener. El espectro paterno le contó la historia de la traición materna y le exigió el cobro de tales cuentas, como si el reino hubiera sido usurpado y a partir de ese nueve de julio todo estuviera podrido en Dinamarca y el castillo de Elsinore fuera la sofocante prisión universal de su misma casa enlutada. Y entonces comenzó una tragedia en sordina, cuestión propia de toda vida humana, pues para el niño ocurría lo que se sabe ocupa las vicisitudes de dicho género: poéticamente debe omitir la verdad.
De entonces en adelante la vida del huérfano precoz, a continuación adolescente y más tarde adulto, siguió aquel guión que los entendidos nombran el más enigmático malestar en toda la literatura occidental: el carácter y el destino como antitéticos, como excluyentes, al modo de fuerzas opuestas que sin embargo parecen necesitarse una a otra, pues a fin de cuentas todo carácter representa y significa un destino. Dualidades, contradicciones, serpientes que se muerden la cola: lo que ocurre es accidente o bien no hay accidentes; lo que se vive es porque sí o lo que se vive es para sí.
Alguien diría que la personalidad consiste en una serie de gestos afortunados. Este hijo de su padre tan poco tiempo, este no padre de su padre para siempre, este quién sabe si padre de sí mismo alguna vez, bregó con la dicotomía que tal muerte tutelar le había impuesto. Su destino inesperado, la orfandad, no traía consigo más que los desafortunados gestos de un carácter, aquel de quien queda a la intemperie emocional y así debe intentar cuando menos dos tareas: la sustitución de la figura ausente o directamente prescindir de ella. La primera acción es resbaladiza, la segunda es heroica. Una nunca logra concluirse por completo, la otra tarda tanto tiempo en alcanzarse que puede resultar fatal.
La memoria es una entidad de recursos varios: emerge cuando menos se le espera, anuncia su presencia sin antesala alguna, domina la mente antes de avisar. Erase una vez un niño que fue visitado por el espectro de su padre muerto y no se supo ante él ocultar. No tendría por qué, tampoco, pues entonces no habría sido lo que fue: un Hamlet atribulado por la pérdida temprana, por el fantasma que emanó de ella y por la traición que cualquier muerte entraña, traición a la vida misma si no al amor.
Y como aquel príncipe malogrado, ese niño que hoy casi es un hombre viejo debió labrar con el lenguaje su redención: la casa del ser es el lenguaje y siempre llega la hora de ver pasar la vida propia como si fuera de los demás. Se levanta uno sobre el barandal de su existencia y observa a la distancia actos que por fin bajaron el telón. Queda el último este viernes nueve de julio cuando la remembranza lo trae a colocación. El espectro del padre se ha desvanecido, la reina Gertrudis ya no existe y el usurpador de Claudio se marchó. Quizá hubo un alma de bronce sin pasar por la de plata y acaso la de oro nunca se pueda alcanzar. Pero desinvestirse no significa desautorizarse, pues este Hamlet no está más en el negocio familiar: su recuerdo es su propia cura, su autocuración.
Así la purga es un acto de metamorfosis y llegó el momento del acto V, el final. Sin duda el niño huérfano, como todo Hamlet, morirá, pero antes tendrá una victoria donde se reúnan el carácter y el destino, dejará entonces que sea lo que sea y aceptará el final de la apariencia: ni el dilema de ser o no ser atribulará su mente, ni la encrucijada de hacer o no hacer castigará su corazón. Será la historia tan común como extraordinaria del médico de sí mismo, del veneno que cura del veneno, de la terapéutica línea terminal: “El resto es silencio”, dijo el Hamlet trágico. “El silencio es el resto”, dice este niño que alguna vez lo fue. Ahora sólo es un hombre que menciona ciertas cosas expuestas a su mente por la memoria, tan confortante y plena arbitrariedad.

Fernando Solana Olivares

Friday, July 02, 2010

DERROTAR EL MIEDO

El crimen del candidato priista a la gubernatura de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, representa un punto de torcimiento en el brutal y acelerado proceso de descomposición e ingobernabilidad nacionales. Ya se encargarán los tantos analistas con que contamos, y la valiente prensa independiente que aún nos queda, de precisar las causas concurrentes en el desolador magnicidio: si fueron Los Zetas o los sicarios del cártel del Golfo quienes perpetraron el atentado como parte de su sanguinaria guerra por dominar el estado; si la muerte del candidato es un mensaje al PRI nacional y a sus jeques como Peña Nieto y Beltrones con miras a la elección de 2012; si la emboscada al delfín del gobernador Hernández Flores es un cobro directo a un sexenio desbordadamente corrupto e interesadamente omiso que cedió con total impunidad sus funciones públicas y perdió (o vendió) el control del territorio ante el cártel del Golfo; si todas estas razones juntas, y otras más, explican tan ominoso asesinato.
Pero sea lo que fuere, ha venido imponiéndose en el país una política de la angustia y el miedo que hoy tiene expresiones más obvias y directas por descarnadas, aunque al fin casi iguales, a las que apenas ayer tuvo. Y el drama público de todo ello es que dicha política de la intimidación y el atemorizamiento es ejercida tanto por el crimen organizado como por quienes deberían encargarse precisamente de lo contrario: brindar confianza, garantizar seguridad.
La definición clásica establece que el miedo es una pena anticipada y una agitación presente producida por la perspectiva de un mal futuro que pueda producir muerte o dolor. Los fisiólogos contemporáneos distinguen la angustia del miedo porque la primera ocurre sin un objeto determinado, como una emoción difusa, y en cambio el segundo sucede siempre a partir de algo a lo cual el sujeto se opone, de lo que intenta desembarazarse o inclusive huir. El miedo, paradójicamente, es más tolerable que la angustia porque siendo un objeto nos permite examinar el modo de comportarnos ante él, de fijar la mirada sobre su causa, la cual aparece en el espacio y ante nosotros. La angustia es menos concreta, más abstracta, y obedece a un sentido de ruptura entre el sujeto y el mundo, a la pérdida de la posibilidad de dicha relación. De ahí que sea la aparición de la angustia lo que lleva al miedo, y que éste pueda entenderse y superarse partiendo de aquélla y no al revés.
Y si bien filosóficamente se afirma que la angustia es la emoción propia del ser humano porque le hace percibir su existencia y por lo tanto su condición en el mundo, su ser para la muerte (“Todo comprender es encontrarse, mas el encontrarse es la angustia”: Heidegger), entre nosotros prevalecen acontecimientos y sucesos que conducen a angustias quizá menos fatales pero sin duda más desdichadas, puesto que son rupturas sistemáticas y constantes entre los ciudadanos, los sujetos sociales, y el sentido lógico, admisible o positivo que debiera tener la realidad común. Angustias mexicanas pertinaces que desembocan en el extendido miedo nacional.
Es angustiante (y también encabronante, escandaloso, decepcionador, etcétera) que la Suprema Corte de Justicia se haya rendido a las presiones políticas en el caso de la guardería ABC y exonerara de toda responsabilidad a Molinar, Karam y Bours por la espantosa muerte de decenas de niños. En cualquier otro país un simple juez los hubiera indiciado o ellos habrían decorosa y humanamente renunciado. El miedo mexicano: la justicia máxima es cínicamente venal y los funcionarios absolutamente inmorales. Es angustiante que las campañas políticas sean torneos de frivolidad delictiva y enmierdamiento irreparable y toxicidad mediática mientras el país se va deshaciendo cada día. El miedo mexicano: ¿a quiénes, si todos son iguales, debe elegirse ya no para que compongan el desastre de la república sino para que no lo profundicen todavía más? Es angustiante que ni Salud ni Educación sean capaces de imponer su autoridad y el interés del país ante los fabricantes de comida chatarra que han llevado a nuestros niños y adolescentes al primer lugar mundial de sobrepeso y obesidad. El miedo mexicano: no hay poder formal que se oponga al poder real del dinero, así el futuro del país quede destruido mañana mismo entre refrescos, frituras y publicidad.
La angustia que deriva en temor puede producir una conducta meramente emotiva donde el sujeto responda a su situación con una reacción de fracaso o de desastre. La política del miedo está diseñada para eso: paralizar, decepcionar, aterrar. El coraje, el temple, el ánimo son el único camino, personal y colectivo, que permite salir de la angustia, encarar el miedo y alcanzar una actitud donde la situación particular se subordine a un conjunto mayor: las posibilidades aún no realizadas. ¿Cuáles? Aquellas que suponen la construcción de un país mejor, más justo, más coherente, más solidario, más seguro. Derrotar el miedo puede hacerse desde las acciones individuales, los pequeños actos íntimos que traen consigo la defensa del individuo al defender a la sociedad. Hoy uno de ellos parece central, así sea paradójico y hasta contradictorio: salir a votar el domingo 4 de julio, a pesar de que no haya por quién votar.
El principio estratégico de toda guerra reza: el punto vital de mi enemigo es mi propio punto vital. La precaria, contrahecha y amenazada democracia mexicana es lo poco que nos queda: ejercerla es una forma de superar la angustia y vencer el miedo, de doblegar al mal.

Fernando Solana Olivares