Friday, December 28, 2018

NUESTRA SEÑORA DEL POTALA / y II

Una frase apócrifa del canon griego afirma que cuando las formas y los ritmos cambian se producen cambios en los acontecimientos humanos más importantes. La poderosa irrupción de Oriente en Occidente durante el siglo diecinueve se había hecho visible desde la filosofía de Schopenhauer y Nietzsche hasta el simbolismo europeo. Sobre todo a través de sus representaciones visuales y escultóricas, las cuales mostraban una concepción filosófica radicalmente distinta al materialismo frenético y al racionalismo cartesiano del momento. Si bien Alexandra ya había entrado desde los trece años en contacto con la mitología budista cuando estudiaba en un liberal colegio religioso de Bruselas, fue aquella mañana del Museo Guimet parisino que la profunda serenidad en la expresión de budas y bodhisattvas, junto con el misterioso vacío de las pinturas chinas y japonesas, la decidieron a dedicar su vida al estudio y a la práctica de esa antigua y venerable ciencia del espíritu. En febrero de 1924, después de entrar a Lhassa disfrazada de dama lama y visitar el Potala, el legendario y vaticanesco palacio del Dalai Lama ---en aquel momento el decimotercero del linaje---, peregrinando en mendicidad por cientos de kilómetros durante meses, dueña de un tibetano culto pero con un extraño acento que se cuidaba de no mostrar durante largas partes del trayecto que hacía al lado del lama Yongden, su hijo adoptivo, escribió al comprensivo marido, Louis David, su querido Mouchy, del cual llevaba años lejos y a quien no volvería a ver con vida: “He realizado satisfactoriamente el paseo que inicié cuando te mandé la última carta”. Le llamaba simplemente paseo a una hazaña que abriría, como si fuera una bisagra, la fusión de horizontes que representaba aquel encuentro de culturas, el suceso más importante del siglo veinte (Mircea Eliade) o la posibilidad de que la civilización global tenga un futuro (Arnold Toynbee), como se quiera. Era una forma de eludir la censura de los ingleses, contra cuya prohibición expresa había ingresado al Tíbet y llegado a Lhasa, pero también representaba una palabra engañosamente ligera empleada con toda intención, una perspectiva propia y distinta. Alexandra siempre sería una paseante sabia de las altas planicies espirituales, tanto geográficas como mentales, y en ellas recibiría enseñanzas e iniciaciones rituales bajo la dirección de sabios y con los objetos ortodoxamente simbólicos: el cáliz, el rosario, los anillos, los mantos, los textos sagrados. Su peregrinar representaba un paseo, una búsqueda fantástica y mística, pero un paseo al fin. “De momento confórmate con saber que llegué a Lhassa hecha un auténtico esqueleto. Cuando me paso una mano por el cuerpo, encuentro apenas una fina capa de piel cubriendo los huesos”. La dama aristocrática, rutilante, cantante por alguna temporada, ahora, ya cincuentona, se disfrazaba con aumentos de pelo de yak en la cabellera, comía con los dedos en la misma escudilla, no se bañaba y tenía el rostro tiznado para ocultar el color de su tez y sus rasgos extranjeros, llevaba dedos ennegrecidos que varias veces estuvieron a punto de delatar su origen al mojarlos y despintarse en el té con mantequilla, alimento acostumbrado. David-Neél había cumplido un anhelo confiado a Mouchy: escribir, viviéndola, una Ilíada oriental. También era una Odisea, el regreso del héroe sin género, la historia de una Ulises mañera, capaz de seguir la senda atrevidísima de su voz interior, superar graves pruebas físicas e intelectuales ---literalmente hazañas del cuerpo y la voluntad que rozan lo inexplicable---, dejar detrás de sí el mundo conocido, los afectos y las posesiones, para retirarse a la soledad y aprender, bajo la dirección de maestros calificados, miembros de la élite intelectual y mística lamaísta, lo que ningún occidental, hombre o mujer, había hasta entonces experimentado. En 1942 la benemérita editorial madrileña Espasa-Calpe publicó el libro más pintoresco de Alexandra, un tono divulgativo que debía adoptar para ganar dinero con publicaciones dirigidas al público en general: Místicos y magos del Tíbet. En él aparecen portentos, como el del Tumo, una técnica psicofisiológica que permite a sus practicantes secar con la mente sábanas heladas puestas sobre su cuerpo en las altas montañas del Himalaya. Pero debe leerse sobre todo como una Iliada-Odisea en la que resuenan ciertos ecos de El Quijote ---otra confesión de preferencias literarias hechas por la viajera a Mouchy---, con una temática nueva cuya materia narrativa es lo físico y lo espiritual. Esta condición, presente por primera vez en la literatura occidental, significa una mutación. Un salto cuántico, dicho en posmoderno. Otros libros son más abstractos, propios del nivel donde los rituales y los panteones beatíficos o demoniacos son vistos como religión para niños. Proponen sabidurías y métodos lógicos que la lectura atenta puede poner en práctica. Anótese en la cuenta el contacto que entre Oriente y Occidente construyó Nuestra Señora del Potala. Una acción más del Eterno Femenino. Murió a los 101 años de edad. Estaba intacta. Fernando Solana Olivares

Friday, December 21, 2018

NUESTRA SEÑORA DEL POTALA/ I

El 24 de octubre de 1868 nació Alexandra David-Néel en el elegante barrio parisino de Saint-Mandé, y la madre montó en cólera porque lo que esperaba era el alumbramiento de un varón. Su padre, Louis David, un hombre de letras francés dedicado al periodismo y la política, y su madre, Alexandrine Borghmans, una joven belga de familia acaudalada y ella misma empresaria textil, habían formado un matrimonio burgués tal como la época acostumbraba, negociando una respetable fusión de apellidos e intereses. Louis David era hugonote de confesión, masón, socialista activo y antimonárquico. Tuvo que salir al exilio durante el imperio de Napoleón III perseguido por sus ideas republicanas. Alexandrine, en cambio, era una católica ferviente, partidaria fiel de la monarquía belga y muy conservadora. De tal disparidad e indiferencia materna nacería una niña budista extraviada en Occidente, como ocurriría a menudo en Europa durante todo el siglo diecinueve, en aquel importante encuentro entre Oriente y Occidente profetizado por la literatura, el pensamiento, y la imaginación desde siglos anteriores. Según cuenta su biógrafa Ruth Middleton, el leitmotiv de la larga aventura que sería su vida quedó manifiesto una tarde cuando a sus escasos seis años se negó a dar su nombre al gendarme que la sorprendió paseando sola por el parque. Aquel motivo principal sería la pregunta de la afligida institutriz al encontrarla enojada por la intromisión del guardia y en hosco silencio ante él: “Alexandra, ¿dónde has estado?” La pequeña estaba buscando su árbol, el que a ella le pertenecía, según contó muchos años después siendo ya anciana. Desde entonces se haría especialista en evasiones, yéndose sin avisar un día para cruzar Francia de norte a sur y parte de España en bicicleta, u otra vez marchándose a Inglaterra para estudiar durante meses textos orientales e historia, religión, política, literatura, y para vivir a su soberana, anticonvencional, adelantada y valiente manera. Se haría especialista también en viajes asombrosos y atrevidísimos, no sólo para su condición de mujer sino para su origen occidental y su extracción de clase, para la escandalizada mentalidad burguesa de los suyos, con la notable excepción de su padre, siempre comprensivo y tolerante ante una hija tan singular. Alguna vez el filósofo jesuita Teilhard de Chardin, sentado a su lado en una cena, cuando ella había vuelto ya de sus insólitas excursiones al Tibet y era reconocida como una celebridad, le dijo: “Supongo que no creerá usted en los milagros, señora”. David-Néel le contestó con ironía: “Claro que creo, padre, porque los hago continuamente”. El paleontólogo e intelectual católico también creía en ellos sin aceptarlo. Haber afirmado, como lo hizo, que todo acontecimiento resulta adorable porque es la forma que lo real toma para manifestarse, representaba mucho más que una confesión de docta credulidad. De ahí que el lema de su vida milagrosa lo tomaría de una frase del Eclesiastés: “Sigue las sendas y los impulsos del corazón y las escenas que atraen tu mirada”. Una mañana tal determinación quedaría radicalmente manifiesta en su visita al Museo Guimet ubicado en el número 6 de la Plaza d’lena en París. Ese sitio extraordinario y mágico fundado en 1876 por el industrial y viajero Émile Guimet, a encargo del ministro de Instrucción Pública para el estudio del arte y las religiones del Extremo Oriente, cautivó a la muy joven Alexandra por la expresión de las imágenes budistas y la atmósfera de plena serenidad que ellas emitían. La dulce sonrisa de sus rostros y la confiada naturalidad de sus posturas era exactamente lo opuesto a la concepción plástica occidental de Cristos lacerantes y crucificados, o de pensadores llevados al extremo de la tensión del cuerpo y de la mente como el de Auguste Rodin, escultor contemporáneo de aquella jovencita que en el Guimet alcanzaba una revelación, un pequeño satori, y decidía convertirse a una exótica ciencia del espíritu que hasta ese momento le era ajena. Tal afirmación sobre la ajenidad es inexacta: corresponde al modelo mental propio de la razón cartesiana que separa la realidad en un juego de oposiciones. El budismo, en cambio, postula el principio del karma, una palabra sánscrita que proviene de la raíz “obrar, hacer”. Karma significa “acto”, “acción”, en un sentido semántico que subraya la eficiencia del acto. Significa la fuerza motriz, el carburante de la existencia humana en el samsara, esa rueda inagotable del nacer, vivir y morir al que todos están sujetos. El karma se explica como “acción anterior que causa el presente actual”. De tal modo que era el karma de Alexandra David-Néel manifestándose en el memorable encuentro con el Buda y su sonrisa. Esa graciosa y flotante comprensión que la envolvía en el abrigador recogimiento del Guimet. Dicha mañana epifánica se encontró con su destino, determinado por lo que los tibetanos enuncian en dos palabras: Lags thong, “ver más”. El secreto para salir de la ilusión de la conciencia: ver más para saber más. Nuestra Señora del Potala, como después será llamada, ahí comenzó a ser. Fernando Solana Olivares

Friday, December 14, 2018

ACTOS GRATUITOS

El viejo comerciante de telas abre su tienda todos los días a la misma hora. Pocas veces llegan clientes porque Damasco, la legendaria ciudad donde vive, está en guerra. Pero él lo hace pues ahí están sus raíces y piensa que si las pierde lo perdería todo. Las jornadas se suceden solitarias y monótonas. Mañana abrirá de nuevo. Sin solución de continuidad, como dicen los clásicos, hasta que alguna vez todo termine y la tienda no vuelva a levantar su cortina. En tal perseverancia habrá un sentido. Nadie más que él lo conocerá. Marguerite Yourcenar terminó una mañana de verano su novela Obra negra y tendida en una hamaca repitió más de trescientas veces el nombre de Zenón, el médico protagonista de la obra que acababa de morir. Esa repetición fue una salmodia que se pronunció sola. La escritora se entregó al acto gratuito de la invocación, como el agua ocupa cualquier espacio porque se adapta a él. Tal era su sabiduría: amasar el pan, barrer el umbral, recoger madera muerta luego de las noches de mucho viento. Como si tuviera sentido, así lo adquiría. La penumbra envuelve los movimientos de esa modesta mujer que sale todas las madrugadas a barrer la acera de su casa. Su invariable regularidad es el reloj de los madrugadores del pueblo. Quienes se cruzan con ella van a sus oficios por razones personales. El viejo egoísmo humano se echa a andar para que el carnicero despeje su negocio, el panadero horneé a tiempo el pan y la lechería abra oportunamente sus puertas. Pero en ella no está en juego esa razón. Cuando alguien le pregunta por qué lo hace ahora sólo se ríe. Antes todavía explicaba lo que ninguno iba a entender: no hay un por qué. “Ningún alimento sano se atrapa con red ni trampa” escribió el visionario poeta William Blake en sus Proverbios del Infierno. Borges dijo de él que fue el menos contemporáneo de los hombres. Enfermo, el último de sus días lo pasó trabajando en una serie de ilustraciones sobre Dante. Su mujer lloraba junto a la cama donde yacía. De pronto le pidió que no se moviera y comenzó a dibujarla. La veía como un ángel y la representó con devoción. Luego murió. Con el tiempo aquel dibujo se perdería. Varias veces se ha dicho que fue encontrado. No hay tal. Su sentido fue efímero. Aquel músico asiste todas las noches a su taller de composición. Después de impartir largas horas de clase llega desfondado al pequeño departamento donde vive solo. Está componiendo una pieza instrumental a la que le dedica el par de horas diarias que todavía resiste despierto. Avanza con dificultad y cansancio en la obra, buscando combinaciones melódicas que no se le revelan. Apenas está escribiendo el inicio y sabe que no vivirá para terminarla. Pero cada vez que se encuentra con se comporta como si fuera a lograrlo. A veces actúa como si la hubiera terminado. Esas noches la termina. El ama de casa arregla todos los días su casa. La mira como un santuario y también como un quirófano. Sabe que la perfección no existe pero secretamente la está buscando. Cree encontrarla en los dobleces de las telas o limpiando el rincón que nadie ve. Después habla con las plantas y hace la comida. Algunas mañanas ha creído que la rutina es su tabla de salvación, que ordena el pensamiento frenético e induce tranquilidad. El marido y los hijos lo dan todo por descontado, la consideran simple y servicial. Un acto gratuito cuyo discernimiento nada más ella percibe. El mimo está en el crucero actuando para nadie. Un hombre detenido en el alto desvía la mirada, ignorándolo ostensiblemente. El otro está embebido en su teléfono celular. Sólo un par de niños lo observan desde la esquina. Empuja su pelota con dos bastones y la hace girar velozmente de uno a otro. Logra lanzarla y recibirla después sobre el pequeño círculo del bastón con pericia circense. Algunas otras fantasías con la esfera completan su espectáculo. El mimo no recibe nada. Dirige su caravana hacia los niños. Para él tuvo sentido. Trazando un retrato de Natalie Barney, la poeta y novelista avecindada en París, Marguerite Yourcenar reconoció su suerte al haber vivido en una época en la que noción de placer todavía era una noción civilizatoria pues ya no lo es, al lograr huir de las garras intelectuales de la modernidad sin haberse psicoanalizado ni convertirse en existencialista. Al no preocuparse por realizar actos gratuitos y permanecer fiel a las evidencias de su espíritu, de sus sentidos, de su “buen sentido común”. O por la proeza, siempre incomprendida, de llevar una vida libre según su voluntad. Gratuito significa hacer algo de balde o de gracia. La palabra gratitud está contenida en el término. De ahí que la tradición pietista luterana establezca que pensar es un equivalente de agradecer. La vida se regula en instancias que no son visibles. El utilitarismo es lo contrario de la gratuidad. Hoy el sistema-mundo castiga y desdeña los actos gratuitos. Todo tiene precio, todo debe reportar utilidad. Pero vivir no es útil o inútil. Sócrates quiso aprender a tocar la flauta antes de morir. No había un porqué, sólo un espontáneo hacer. Fernando Solana Olivares

Friday, December 07, 2018

EL COMIENZO DE QUÉ

La puerta y la llave. El punto final a la corrupción del pasado que propone López Obrador en la tribuna, su espacio más natural, es parte de una estrategia que roza lo brillante. Ofrece lo menos, que puede confundirse con lo más, en el ánimo de alcanzar lo más, cuestión que para muchos parece representar lo menos. La mañana ha sido vertiginosamente masiva: a la salida de su casa la gente lo rodea, lo manosea, no lo deja avanzar, confirmando aquella teoría histórica del cuerpo del dirigente, que siendo temporal y humano representa también un vínculo con lo institucional y eterno. Suceden a lo largo del trayecto tocamientos performativos del orden de “él te toca, Dios te cura”. Va a bordo de su modesto Jetta blanco, un elemento más de su franciscano carisma. Ahora está dirigiendo su primer mensaje a la nación y ya puso toda la rpresentación simbólica de cabeza. Los Pinos abren sus puertas al público, las estancias íntimas del poder quedan sometidas al escrutinio plebeyo. Un acontecimiento que sólo ocurre cuando un régimen queda abolido: exponer ante la mirada de todos las entrañas del animal político muerto. Parece haber una taumaturgia en lo que hace: des-simbolizar, deconstruir, cambiar el eje de significación de las cosas. Es cortés con el presidente saliente a quien menciona deferentemente al comenzar su discurso. Le reconoce su no intervención electoral. En seguida enjuicia crudamente y sin contemplaciones los treinta años de neoliberalismo depredador y corrupto que con él concluyen. El territorio de lo posible (pasado más presente viendo al futuro) sigue determinando la política. Aún con el viraje que ha tenido que dar López Obrador ante el ejército mexicano, los cadetes que detrás de él ahora lo representan son distintos e intencionales. Como si el ejército de estos tres jóvenes agraciados y gallardos fuera diferente al de apenas ayer. Otro eco intencional del maderismo que imbuye al presidente en su toma de posesión y un signo más de su esclarecida habilidad político-escénica. La sociedad es el resultado de un proceso de desarrollo, el producto de ello, y no una estructura mecánica que pueda diseñarse desde la frialdad y la distancia teórica. Tecnócratas y neoliberales están convencidos de esto último. Pero López Obrador cree en el proceso social, una fuente de legitimidad que él emplea con la seriedad de un hombre de poder. Acaso con la certeza de la experiencia alcanzada y del esfuerzo concluido que una vez más, paradójicamente, apenas empieza. Como si fuera un Ulises viejo y asendereado que se dirige a la nación, un Ulises mañero ---según lo designa el epíteto clásico--- llegando por fin, luego de obstáculos que se creyeron fatales, a una Ítaca perseguida a lo largo de doce años. El giro de ciento ochenta grados que este hombre trata de construir semeja una suma de cuentas largas y cortas, de cambios coyunturales y estructurales que para muchos representan un regreso al pasado. La historia enseña que las evocaciones al tiempo anterior no son para traerlo de vuelta, cosa imposible en sí. Corresponden más bien a la lógica de las mareas que van y vienen, de los asuntos sociales vueltos invisibles por los discursos dominantes, pero vivos y actuantes en una psique colectiva que para materializarlos requiere un catalizador: las intenciones que concuerdan con el pasado de una sociedad tienen capacidad para moldear su futuro. De San Lázaro, donde la idea-fuerza de la corrupción es el vértice de su persuasiva retórica, aquel tropo tan eficaz y sintético que ha ido construyendo un sentido común político de identificación masiva, caminando por un largo pasillo atiborrado de gente a los lados que repite la liturgia ritual de tocarlo, ahora López Obrador ingresa al Zócalo desde Palacio Nacional, el sitio de poder republicano restaurado hace unas horas, hasta el ungimiento que un México profundo, entre guelagétzico e indígena, le brindará. Si algunos ritos están vacíos de virtud, esta ceremonia, en un día de abrumadoras diferencias, parece pertenecer a otra cosa. Horas atrás eran las superestructuras formales quienes se mostraban. Aquí, en cambio, está aquella sociedad que el neoliberalismo quiso convertir en aislados individuos. El rito tiene esta vez un sentido etimológico: acción correcta. La consagración política se realiza y López Obrador se hinca ante quien hincado y casi llorando le entrega un bastón de mando aparentemente indígena. Si no era auténtico, ahí se autentifica. El cromático telón huichol, la pintoresca variedad mexicana sobre el escenario, un López Obrador transfigurado entrando a un portal de tiempo, el humo de copal purificador y disolvente de los volúmenes, la plasticidad móvil de hombres y mujeres en vestimentas étnicas, su gestualidad espontánea, la monótona lectura de cien compromisos oportunos/inoportunos. Deconstrucción, des-simbolización. Ninguna conciencia humana puede conocer el futuro. Aunque a veces surgen la puerta y la llave. Ciertos atisbos de lo que vendrá. Como aquí, cuando los volcanes llenos de nieve en el valle luminoso acreditan una tarde inesperada donde comienza qué. Fernando Solana Olivares