Friday, August 17, 2007

VIAJE A OAXACA / I

Los árboles de Oaxaca roban el alma. Y por árboles comenzó hace un año la profunda convulsión política, social, económica, cultural, plástica, guerrillera, insurreccional, represiva y plebeya ocurrida en esa ciudad. Un gran drama histórico mexicano de complejidad que condensa aquella espesa y dolorosa historia oaxaqueña vivida desde hace 500 años. Como en casi ninguna otra parte del territorio nacional, la Conquista ahí fue bárbara y sangrienta y peleonera desde que comenzó.
Oaxaca no era de nadie: la disputaban los mixtecos contra los zapotecos, dominados los dos por el imperio azteca que la consideraba entre sus espacios territoriales, cuando todos se congelaron al ver venir a las extraterrestres hordas españolas. Cortés se peleó con sus paisanos para hacerse marqués del Valle de Oaxaca, una joya que nunca llegó a disfrutar. Tampoco estuvieron serenos, a fin de cuentas, los vecinos que la fundaron hasta por tres veces desde los tribunales apoyándose en edictos reales contra el conquistador. A la vera de Monte Albán, una potente resonancia física y espiritual tan sombría como luminosa, Oaxaca siempre ha sido una encrucijada, un cruce de caminos, un inmenso mercado cuyos intercambios son múltiples. Sigue siendo de nadie y de todos. Acaso por eso resulta acremente disputada. Lo escribió Malcom Lowry en diciembre de 1937 desde la cárcel municipal donde conoció la noche más oscura de su vida: “No es el mezcal, es Oaxaca.”
Varios factores se conjugan: todas las montañas que le sobraron al Creador luego de hacer el planeta; todos los indígenas herederos y cruelmente despojados ---el genocidio de la explotación española llegó en muy pocos años a extinguir prácticamente los varones oriundos---; todos los caciques buenos y malos, entre los que ahora se encuentran filántropos y artistas; todos los pésimos gobiernos que pensarse pueda ---a excepción de Benito Juárez, quien parece haberlo hecho cabalmente bien---; todos los municipios estatales que conoce el país: 570, una cifra inabarcable, pues cuando se remienda la añeja problemática de uno se descomponen otros dos sin avisar.
Puede afirmarse que en Oaxaca están presentes todos los resentimientos de un mestizaje aún no digerido por el imaginario colectivo (uno puede ir a una boda y el anfitrión le espeta, con sorna aplicada a sí mismo, que él es europeo de padre y yope de madre, un término despectivo usado contra los indígenas). Todas las envidias simbólicas y prácticas configurándose como caracterología local (el conocido chiste advierte que del perol oaxaqueño lleno de chapulines no sale ninguno porque entre todos lo impiden, otro los satiriza que hasta el queso enredan). Y sin embargo, y sobre todo, también está toda la creatividad vital, todo el espíritu resistente de tanta gente extraordinaria que vive ahí. Lo que sigue es un diario de viaje por el paisaje oaxaqueño después de la batalla hecho apenas la semana anterior.

Miércoles 8. Así pues, no es la APPO sino Oaxaca. Y un crujido histórico cabrón y profundo que prefigura la forma de las cosas que vendrán. A diferencia de un grafito escrito en persa afuera de una casa de té en Kabul: Migozarad! (“Ya pasará”), no puede decirse lo mismo todavía en la Verde Antequera, donde continúan pasando cosas que ya están aquí. Quien diga que esto está resuelto, miente. O se equivoca, da igual.
Así como los pueblos tristes tienen muchas fiestas, los que están por estallar tienen muchas escenografías. Oaxaca siempre las ha tenido: es un inmenso teatro donde predomina ---hablo de su centro histórico--- aquel gusto exquisito que ha sido una de las grandes virtudes mecénicas de Francisco Toledo: detonar el impulso para recuperar una arquitectura extraordinaria. Un amigo común me propone reunirme con Toledo. Hace años tuvimos una diferencia que no ha habido ocasión de resolver. Aunque ya está resuelta, pues el tiempo todo lo cura. ¿Cuándo fue aquella vez que la cocinera juchiteca de Toledo colocó entre los dos una cabeza de buey guisada pero sanguinolenta, él pidió que a mí me dieran lengua y yo reviré diciendo que a él le dieran ojo y bebimos botella tras botella de mezcal y nos pusimos pedísimos y nos peleamos? Yo lo veía crecer en una prueba de fuerza que gracias a la Virgen de la Soledad, mi protectora criolla, resistí hasta el final. Algún día hablaré de ello.
Tendré tiempo de ver en otra ocasión al maestro y darle un abrazo. Que mucho sufrió en estos tiempos. Pero conserva sus buenos reflejos políticos e hizo lo correcto: fundar un comité de amnistía para los presos políticos de la reciente refriega. Es un estado policiaco el de Ulises Ruiz, de anónimas camionetas negras que levantan por las noches a los que repentinamente deciden ver como sospechosos. Se lo hicieron a un notable pintor oaxaqueño y a su esposa: vigilarlos noche y día durante semanas. Hace años que no los veo y por fin hablamos. Me cuentan el heroico escalofrío de su realidad.
Es evidente que no debo dar nombres. No solamente hay clandestinidad en las sierras, a las que sin duda se han ido varios, nadie conoce su número, sino una cauta y discreta clandestinidad pública. Como es un pueblo, aquí todo se sabe, y el terrible ulisismo del brutal señor de Chacaltongo, educado el sujeto en la premoderna aldea de Juchitán, está sostenido en un régimen policiaco que actúa fuera del estado de derecho, cada vez más muerto y envilecido. El diablo está en Oaxaca. Pero tratándose de distinguir qué y quién no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio, la gente común se atreve. Como los amigos con quienes estoy hablando.


Fernando Solana Olivares

Thursday, August 09, 2007

EL TRIUNFO DE FRANCO

En el nombre no está el destino, como Franco de Longis lo demostró el 9 de febrero de 1999 cuando cometió suicidio. No se dio aviso entonces de alguna carta póstuma y solamente sus íntimos sabrán si la hubo. De Longis se voló los sesos con una pistola Smith & Wesson heredada de su padre, un antiguo jefe de policía de Génova, ciudad donde nació y atentó contra su vida. La tarde del velorio lloviznaba y hubo resabios eclesiásticos, que al fin se resolvieron, para darle cristiana sepultura.
Paul Válery, autor que merecidamente alcanzó la fama literaria, a diferencia de Franco de Longis, según se verá, afirmaba que la creatividad poética consistía en “una percepción brusca del porvenir de una expresión, un ritmo o una idea.” Entendía la expresión “porvenir” como un valor utilizable. Y de Longis, que en su vida paralela era contador, conocía el valor utilizable de una cláusula que otorgaba desgravaciones fiscales a las empresas que regalaran libros cuyo precio no superara los 176 pesos, la misma cantidad que costaba su novela Il cerchio.
Pues de Longis era escritor en la otra mitad de su existencia, donde se dedicaba a falsificar las críticas a esa novela de la que afirmaba haber vendido miles de ejemplares en Italia y en Estados Unidos. Convencía a los incrédulos con recortes de prensa que llevaba consigo, en los cuales se le auguraba un sólido camino hacia el Nobel, se le calificaba de revelación literaria y se ponderaba su extraordinario talento prosístico.
Como una mentira llama a otra, Il cerchio había vendido ya varios miles de ejemplares, algunas librerías genovesas y romanas le había dedicado vistosos escaparates al libro, y las bien planeadas campañas del escritor y contable entre muchas empresas colocaron suficientes copias como para convertirlo en un best seller de mediana cuantía. La compra de espacios en los periódicos y el deslizamiento inteligente de boletines que parecieran notas multiplicaron las atribuciones de la novela (elogiada por Bassani y reseñada bombásticamente por The New York Book Review: las dos elaboradas falsificaciones hechas por el interesado) y favorecieron el éxito fugaz de Franco de Longis, escritor ávido de reconocimiento y consideración.
Sin embargo el suicidio llegó por el verdadero silencio crítico y no por el ruido mediático. De Longis creyó que simulando el éxito lo conseguiría. Química de similitudes: todo es cuestión de apariencia. Y entonces se dio a la tarea de dar a conocer masivamente su obra a través del simple expediente de aparentar con aplomo que ya era conocida. Así vendrían el reconocimiento de sus pares, la consagración en la república de las letras y la instalación perenne en el panteón literario de la memoría común, pues el idioma siempre es un patrimonio público.
El silencio unánime de los críticos alrededor de la obra reiteró a de Longis su nula importancia estética. Borgianamente se afirma que hasta en el peor de los libros existen frases extraordinarias. En El cerco eran terriblemente escasas. Decían quienes lo leyeron que fácilmente lo olvidaban, como si después de terminarlo hubieran leído nada. Entonces, con 52 años, el escritor fracasado procedió a terminar esta amarga existencia. Antes de hacerlo debió haber pensado en el destino sufrido: haber tenido la pretensión más no alcanzar el logro, el aguijón del anhelo y no el balsámico don.
Cuenta un viejo cuento inglés la historia de Enoch Soames, poeta que pactó con Mefisto el cederle su alma a cambio de regresar cien años después para consultar el catálogo de escritores en la Biblioteca Británica y cerciorarse así de su futuro literario. Al revisar el libro de autores canónicos aquel infeliz no se encontró en él más que como un poeta sin obra y recordado solamente por tal pacto mefistofélico. Algo parecido le ocurriría a de Longis: pasar a la posteridad por la audacia del engaño, no por el mérito de la creatividad propia.
Hay algo paradójico en esta historia pues prácticamente todo prestigio literario está sostenido en aquello que los estudiosos llaman la recepción de la obra en sociedad. Y esta recepción ---publicaciones, fama, reconocimientos--- es una construcción, es decir, una acción sobre el porvenir como un valor utilizable. Se sabe de prestigiados galardones literarios que se deciden mientras el autor escribe todavía la obra, la cual pasa por varias manos hasta ser publicitada como una genialidad que venderá cientos de miles de ejemplares. Es el mercado. De ahí que el yerro de Franco de Santis consistiría en haber hecho solo y su alma lo que los otros hacen en mafioso grupo.
Ni pensar que este frío contable ---condición gremial que pone en claro su inferioridad para ejercer la escritura: quien no crea, organiza--- fuese parte de un club de elogios mutuos, que conociera a la gente indicada para abrir las puertas de esas grandes editoriales capaces de promover cualquier mediocridad literaria como si fuera un tesoro cultural. Acaso el suicidio correspondió a una ignorancia que aquejó a de Longis: él nunca comprendió que se escribe para alcanzar otras cosas cuya utilidad comercial y hasta pública es inexistente. Por ejemplo, para alcanzar la liberación interior.
Hacia fines de ese gélido mes de febrero se dijo una misa por la memoria de Franco de Longis en aquella iglesia genovesa consagrada a Nuestra Señora de las Derrotas. La expresión de la imagen ahí es confortante, no atribulada. Muerte igualadora para los malos y los buenos. A dónde irán resulta ser la única diferencia.

Fernando Solana Olivares

Friday, August 03, 2007

HIPERLEYENDO DESPACIO

Me leo un cuento a mí mismo. O tal vez lo sueño. Pero no, pues es de Antuñano, un autor argentino del siglo pasado. Se llama “Polemistas”: “Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y de fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra ‘trara’ (un trípode de hierro para la pava del mate) no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito. ‘Pago la copa para todos’, le dice el santiagueño, ‘si escribe trara’. ‘Se la juego’, contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra. De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia: ‘Clarito, trara’.”
Comprendo entonces que Albarracín cometió un error táctico: involucró a los demás en el destino de la jugada. El viejo Álvarez estaba prejuiciado de antemano y muy claritamente iba a leer en cualquier garabato la palabra trara con tal de obtener la copa gratis. Puedo recordar a un tío paterno para ilustrar la fuerza de tales impulsos. Le llamaban La Perra porque era seguido por una cauda de gorrones a las varias cantinas en las que diariamente entraba. No había ninguna apuesta gramatical mediante dichas visitas, ninguna polémica tampoco, sólo el imperativo de gastar apresuradamente y entre ajenos la fortuna familiar.
Hubo tragos para todos los parroquianos, en un caso a cargo del derrotado santiagueño, en el otro a la cuenta de mi ebrio tío. Más bien era a la nuestra, ya que mi abuela adoraba a su hijo menor y complació siempre sus caprichos, aunque el futuro pecuniario de los descendientes quedara clausurado como quedó. Varios de mis parientes todavía lamentan esa dilapidación inútil y le atribuyen la causa de sus males. No entienden que comprender la pobreza es comprenderlo todo.
Volviendo al punto, la cantina se animó luego de que el perdedor de la apuesta ordenara la ronda de tragos para los presentes. Crisanto Cabrera se sintió a sus anchas y punzó al santiagueño: “¿Ya vio, amigo? Sí se puede escribir cualquier cosa.” El otro quedó sin ganas de seguir en el debate. Hizo un gesto seco y pretendió irse. Cabrera le cerró el paso y con buenas razones lo forzó a estar. Total se animó. “¿Sabe qué no puede escribirse?”, preguntó con el aplomo de antes. Alrededor de la barra varios oyeron la historia que a continuación contó.
“Un dios del Indostán, afligido por el celibato, solicitó a otro dios que le prestara una de sus 14,516 mujeres. Éste aceptó diciéndole que tomara aquella que estuviera desocupada. El dios célibe visitó 14,516 palacios y en ellos vio yacer el mismo número de veces al señor con la señora, cada una de las cuales creía ser la única en estar gozando de sus favores.”
El corro de bebedores se rió por mero compromiso masculino. La palabra yacer los perturbaba. Cabrera entró al quite: “¿Y luego, amigo? Si lo está hablando, es que puede escribirlo.” Su autoridad erudita en la escritura y la fonética, según el consenso parroquial al respecto, no dejaba lugar a confusión. Pero el otro porfió en sus argumentos. Explicó que las pocas palabras que había dicho contenían muchas cosas guardadas, desde los nombres de los dioses y de las 14,516 esposas, los modos de yacer con cada una, los términos de los miles de palacios, hasta la forma de las beldades, sus gracias respectivas, sus vestidos y joyas.
El viejo Álvarez, también analfabeto, se sentía culpable de favorecer en la apuesta a Cabrera, quien en secreto le antipatizaba, por causa de un miserable trago. Así que sentenció, con la misma voz de trueno de un rato atrás: “Está clarito, hay cosas que sin decirse se dicen, sí hay palabras que no se escriben.” El poder del consenso puede lo mismo cambiar de manos. Crisanto Cabrera sintió una punzada aristotélica: el drama trágico de perder lo que apenas hace un instante tuviera, la autoridad incuestionable en su materia.
Fue cuando cambió de táctica. “Entiendo, amigo, pero déjeme participar”, dijo a Albarracín y no a Álvarez, pues percibía que ese hombre no era confiable. Y contó la historia de un rey de Babilonia que mandó a sus grandes sabios y poderosos magos construir un laberinto donde cualquiera se extraviara. Invitó a su reino al rey de Arabia y mediante engaños lo hizo pasar al espanto que había urdido. Después de horas o acaso días terribles la intervención de Alá lo liberó. El rey ofendido marchó a su tierra, juntó sus ejércitos y regresó. Cuando hizo preso al babilonio lo llevó a sus desiertos y le dijo: tú me perdiste en un fatigoso laberinto de bronce, puertas y escaleras; yo te muestro ahora el mío, donde no hay puertas que abrir, escaleras que subir o muros que saltar. Ordenó abandonarlo en el desierto donde murió de hambre y sed.
El santiagueño creyó que ahora él llevaba la iniciativa en la polémica. Miró a Cabrera con cierta burla en los ojos y le pidió que se rindiera. Estoy seguro que ni mi tío ni mi abuela se rindieron en su afán de tirar el dinero de todos, Cabrera tampoco lo iba a hacer. “Se la juego a lo que quiera”, dijo Albarracín, viéndolo entercado, “que en lo que dijo faltan cuestiones: no está dicho cómo es un desierto, entonces hay palabras que no se escriben.” “Clarito está hablando”, dijo Álvarez, contento por haber cambiado de bando a tiempo.
Lo leí o lo soñé, no lo sé. Pero supongo que Cabrera no contestó el reto. Mi tío La Perra sí, en cambio. Aquél salió de la cantina y éste se metió a todas.


Fernando Solana Olivares