Monday, February 27, 2012

LA SANGRIENTA SIMPLIFICACIÓN.

Una y otra vez, como el terco martillo que golpea en el yunque sordo, la simplificante y maniquea visión policiaco-militar de la guerra contra las drogas es defendida por el gobierno calderonista, el cual irresponsable e impreparadamente la declaró hace seis años para obtener con ella una legitimación política que el resultado electoral nunca le otorgó.
Los últimos episodios al respecto confirman la carencia gubernamental de argumentos sólidos y de razones demostrables para fundamentar su tan devastadora perseverancia en el error. En el reciente foro internacional “Drogas: balance a un siglo de su prohibición”, el secretario de Gobernación fue increpado por dos asistentes que le exigieron, si no la verdad inteligente sobre el tema, cuando menos una renovación discursiva del guión de falsos lugares comunes y sentenciosos dogmas moralizantes que desde el Presidente hasta el último de los funcionarios repiten, a pesar de toda evidencia, sin rubor alguno y sin cesar.
Entre otros falsos silogismos, Alejandro Poiré aseveró que la legalización del consumo de algunos estupefacientes no terminaría con las organizaciones del crimen organizado pues éstas se han diversificado hacia otros delitos como el robo, el secuestro y la extorsión. No mencionó Poiré, desde luego, que la fuente principal de la capacidad económica y por ende corruptora de estos grupos se origina en la ilegalización de las drogas, en sí misma una criminalización, y que regular su consumo disminuiría radicalmente el hasta hoy incontrarrestable poder de dicho grupos.
Los griegos, hace miles de años, reflexionaron sobre el poder analítico de la segregación en partes. Y si bien es cierto que las formas del pensamiento y los procesos cognitivos utilizan modelos o conjuntos, es decir totalidades, para establecer sus supuestas certidumbres sobre la realidad, la lógica verdadera sabe que el concepto “todo” es una falacia. Como establecería cualquier buen manual filosófico, tanto los objetos como los problemas, y aun las relaciones personales, no son una entidad completa sino la suma de sus partes, que están en relación unas con otras. Si se modifica una de ellas, el resto del conjunto se verá sensiblemente modificado. De ahí que el término “originalidad”, que etimológicamente proviene de la palabra “origen”, consista en diseccionar las partes que componen una cosa. Solamente así se puede actuar creativamente sobre ella y modificarla.
La retórica totalizante del gobierno sobre el crimen organizado y las drogas responde a un engaño conceptual y operativo que oculta no solamente la incomprensión del problema sino la decisión de no resolverlo. Se sostiene, también, en aquellas tácticas de la manipulación mediática que pensadores como Noam Chomsky han sistematizado: la distracción mediante montajes teatrales encaminados a la construcción de una política del miedo; la creación de problemas para después ofrecer soluciones; el tratamiento de los ciudadanos como si fueran menores de edad e incapaces de decidir por cuenta propia; la utilización de los aspectos emocionales antes que de las capacidades reflexivas; el reforzamiento de la autoculpabilidad en las personas.
Desde 1974, cuando Richard Nixon declaró unilateralmente la guerra global contra las drogas a partir de una estrategia geopolítica imperial diseñada por las agencias de inteligencia estadounidenses, Milton Friedman protestó comparándola con la desastrosa prohibición del alcohol en los años veinte de ese mismo siglo, y propuso la inmediata legalización de todas las drogas. Este liberal extremo ---cuya doctrina de la superioridad de la opción individual sobre el orden decretado por el Estado derivó en el horror económico actual que conocemos como neoliberalismo--- anticipó entonces que la guerra contra las drogas causaría más víctimas que la droga misma y que la prohibición de dichas sustancias generaría una “prima de riesgo” tan ventajosa que haría prosperar económicamente a las mafias y a los carteles.
Friedman adujo entonces que los argumentos prohibicionistas sólo eran un intento a posteriori para dar una apariencia racional a una decisión irracional, y que el régimen de la legalización podría ser el mismo que se aplica al tabaco o al alcohol. Su efecto inmediato sería “la caída de precios” en vertical, arrebatando a las mafias criminales la fuente de sus inmensas riquezas. La legalización no haría milagros pero causaría muchas menos víctimas que la guerra contra las drogas y resultaría mucho menos mala que la prohibición. Se liberarían enormes recursos que podrían destinarse a la prevención efectiva del consumo de drogas y al combate contra las adicciones. En su argumentación señalaba que era la misma burocracia de Estado la parte más interesada en la prohibición (“un interés material, bajo la cobertura de una legitimación moral”), y que manipulaba a la opinión pública y utilizaba hechos y fondos monetarios para sostener tal combate mediante la imposición de “un clima de terror intelectual y moral”.
El error conceptual de Friedman provino de no percibir que la guerra contra las drogas es un dogma de fe que tiene visos de cruzada religiosa. ¿Cómo discutir racionalmente lo que en su origen y consecuencias es irracional? ¿Cómo convencer a aquellos cuya finalidad es hacerle creer a la sociedad que su sabiduría y eficiencia radican en el propio acto de prohibir?
Los simplificadores que dicen salvarnos están destruyendo a este país. ¿Cuántos miles de muertos más faltan para terminar con el engaño? Lo verá sólo quien sobreviva a este horror.

Fernando Solana Olivares.

Tuesday, February 21, 2012

EL PRESENTE DEL PASADO.

El tiempo se compone de tres tiempos encabalgados: el presente del pasado, el presente del presente y el presente del futuro. Tal definición, que proviene de San Agustín, alude a los mecanismos psíquicos de la persona, la cual vive entre el recuerdo nostálgico y la expectativa ansiosa, pero también abarca los procesos temporales que denominamos historia, esa construcción de la memoria común e ideológica ---siempre una versión de los vencedores--- que antes de ir y venir como las olas de la marea o de marchar hacia adelante en su trayectoria imparable, hoy confirma seguir estancada y pudriéndose en una misma condición.
El bicentenario del nacimiento de Charles Dickens, y con él la relectura de sus novelas, demuestra la circunstancia inmóvil o retroactiva de la época moderna y de su monstruosa secuela: la tardomodernidad. “Dickens en el invierno de nuestro descontento”, titula José Emilio Pacheco su insuperable y más reciente Inventario (Proceso 1841). “Dickens sigue diciendo la verdad”, cabecea El País (8/II/12) una larga nota londinense de Benjamín Prado.
Más allá de la imperfección literaria que le achacan los críticos puristas, por encima de su melodramática narrativa y de sus concesiones a un gusto sentimental de clase donde se olvidan los matices propios de lo humano, obviando la febril opulencia de su éxito editorial y la endiablada compulsión por publicar sin pausas y con prisas, la obra narrativa de Dickens es el fresco punzante del fracaso civilizacional contemporáneo, de la injusticia orgánica y de la desigualdad creciente, la vívida historia trágica de la exclusión de las mayorías como sistema social. “Para fortuna suya y desgracia nuestra ---escribe Pacheco con su proverbial agudeza---, Dickens es actualísimo. La vida se ha vuelto el melodrama de los melodramas pero, a diferencia de ellos, en este mundo los malos llevan todas las de ganar”.
¿Cuándo fue que se malogró la historia moderna, aquella que exaltó la libertad, la igualdad y la fraternidad como derechos humanos perentorios establecidos por la razón, la que hizo del progreso una falsa deidad y del desarrollo material un engaño fáustico preñado de dolor, explotación e infelicidad? La historia, como diría Murena, es un criptograma. Quizá exista una interpretación valedera, pero hasta ahora ignoramos esa clave única para su entendimiento cabal. Y antes de elucidarla, la crónica postdickensiana de estos días resulta una pesadilla globalizada donde el caos de la violencia directa o difusa y el nihilismo del sinsentido avanzan por doquier.
Solamente entre autores marginales y corrientes de pensamiento distantes del racionalismo materialista moderno puede encontrarse una formulación de las causas profundas de estos tiempos terminales que la doctrina hindú designa como la “edad de sombra”. Dicha doctrina afirma que la duración de un ciclo de humanidad, un Manvantara, cuya lapso abarca un periodo que se estima en 26,000 años, se divide en cuatro edades, aquellas que la antigüedad occidental llamaba de oro, de plata, de bronce y de hierro o Kali-Yuga, la edad actual.
La razón de que este desarrollo cíclico se cumpla en un sentido descendente, yendo de lo superior a lo inferior ---una negación radical de la idea de “progreso” tal como se entiende en la modernidad---, es porque “el desenvolvimiento de toda manifestación implica necesariamente un alejamiento cada vez mayor del principio del que procede”, según afirma René Guénon en uno de sus libros oraculares, La crisis del mundo moderno.
Esa caída es definida por este maestro espiritual atípico, rey secreto de la filosofía perenne, como una acentuada materialización, un predominio creciente del “reino de la cantidad”, una “densificación” cada vez más equidistante de términos y nociones que nuestra ignorancia racionalista no puede ni quiere comprender: espíritu, metafísica, contemplación, inteligencia pura o intuición intelectual.
“Más nos hundimos en la materia, más se acentúan y amplían los elementos de división y oposición”, afirma Guénon, quien denuncia al mundo actual como la extendida instantaneidad, la agitación incesante, el cambio continuo, la velocidad creciente, todo ello una dispersión en la multiplicidad que ya no está unificada por la conciencia común de ningún principio superior o estable, y en el cual guías ciegos conducen a los demás que también están ciegos.
Satán, en hebreo, significa “adversario”, el que trastorna todas las cosas y las pone al revés. Sin indicarla directamente, Charles Dickens retrató una y otra vez la condición “satánica” de la modernidad, este tiempo invertido donde la riqueza proviene de la miseria, la justicia representa una cámara de los horrores, la infancia significa una intemperie desdichada, la codicia resulta un mérito darwiniano y el gobierno y sus burocracias son, como lo ilustraría en Tiempos difíciles, aquellos cuya tarea es “hacer lo que sea necesario para que nada se pueda hacer”.
Y si acaso, Dickens solamente erró al postular una cierta confianza en lo peor de lo humano, haciendo que el avaro Scrooge se arrepintiera del helado egoísmo de su ambición. Hoy los malos ---que en la inversión de valores predominante son culturalmente admirados--- no solamente ganan siempre, sino que no se arrepienten jamás. Son sordos ante la advertencia del autor de David Copperfield: cuando los pobres se multipliquen en la sociedad y se haya arrancado de ellos todo idealismo y esperanza, “cuando se encuentren a solas con su vida desnuda, la realidad se convertirá en un lobo y os devorará”.

Fernando Solana Olivares.

Friday, February 10, 2012

LA PATOLOGÍA DEL PENSAMIENTO.

Creemos saber en nuestra profunda ignorancia. Suponemos ignorar en nuestro profundo saber. Ahora vivimos lo que Edgar Morin llama la inteligencia ciega, pues mientras se adquieren conocimientos sin precedentes sobre el mundo físico, biológico o antropológico, en todas partes progresan el error deshumanizante, la banalidad y la barbarie, la estúpida y maniquea reducción.
Los pensadores como Morin se remontan al origen del racionalismo occidental en el siglo XVII para desmontar ese modelo, un “paradigma de la simplificación” que si bien permitió los enormes progresos del conocimiento científico y de la reflexión filosófica, asimismo dio lugar a los demenciales fenómenos ecológicos, políticos, económicos y sociales característicos de la modernidad. Tales errores fatales, que hoy ponen en duda la sobrevivencia de la civilización y con ella la de la propia especie humana en el planeta, provienen de un pensamiento parcial y separativo “incapaz de concebir la conjunción entre lo uno y lo múltiple”. Provienen de esa inteligencia ciega o patología del pensamiento que según Morin destruye los conjuntos y las totalidades, aísla a los objetos de sus ambientes, a las personas de sus circunstancias concretas y no puede concebir el lazo inseparable entre el observador y la cosa observada.
Las realidades clave son desintegradas, afirma este autor, al grado de que las ciencias humanas prescinden hasta de la misma noción de lo humano. Ahí está el despiadado e inmoral ejemplo griego para demostrarlo, uno de los más recientes genocidios económicos del neoliberalismo financiero parasitario que aún disfraza el alcance de su verdadero significado: la existencia de poblaciones prescindibles, sacrificables ante conceptos tan abstractos, sesgados y relativos, tan ideológicos como “déficit público”, “rentabilidad” o “competitividad”. Poblaciones prescindibles que si en el pasado sólo habitaban el distante y subdesarrollado mundo de las periferias geopolíticas, actualmente están ya en el corazón mismo de las regiones prósperas, de los centros planetarios del poder.
Mientras los medios masivos de comunicación producen la cretinización popular, las universidades producen la cretinización de alto nivel, aquello que Morin, con otros pensadores, llama el oscurantismo científico de los “especialistas ignaros”: una visión mutilante y unidimensional que cancela las vidas y confisca los futuros de millones de seres humanos, multiplica el derramamiento de sangre a través de la violencia específica y simbólica y así disemina el sufrimiento para casi todos en cualquier lugar.
Se nos ha dicho, escribe este autor francés que no casualmente se unió a la Resistencia tras la invasión nazi a su país (“su estilo de ‘resistente’ no lo abandonará en el resto de su vida”, observa Marcelo Pakman, enfatizando la independencia intelectual con la cual Morin rechazará tanto los discursos totalizantes de cualquier signo como el autoritarismo conceptual reduccionista), “que la política debe ser simplificante y maniquea: lo es, ciertamente, en su versión manipulativa que utiliza a las pulsiones ciegas”.
Pero la verdadera política, la única urgentemente necesaria para estos tiempos oscuros y terminales, requiere lo que Morin ha designado como el conocimiento (o pensamiento) “complejo”, un término vuelto peyorativo por la idiotización hegemónica. Lo complejo es, etimológicamente, un tejido (complexus: lo que está tejido en conjunto), representa una suma de constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados entre sí que contiene la paradoja de lo uno y lo múltiple: “el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro mundo fenoménico”. Eliminar la complejidad es simplemente volvernos ciegos. Su contrario es la simplicidad, una intención desesperada para diseñar una realidad mecánica y controlable, propia de todo tipo de poder, desde el familiar hasta el religioso, desde el económico hasta el militar.
Esa es la patología moderna del pensamiento que deriva hacia las sociedades totalitarias: una hiper-simplificación donde se oculta y niega la complejidad de lo real. La transformación planetaria de la política como espectáculo, la destrucción de la sociedad civil, el simulacro de la cultura tardomoderna, la disolución de los valores éticos y filosóficos, la degradación de las estructuras del interés colectivo, el vaciamiento moral generalizado, la despersonalización y el empobrecimiento de la experiencia humana, la virtualidad electrónica existente, el tratamiento infantilizado de las audiencias, el travestismo del ciudadano vuelto consumidor, todo ello es parte de esta imparable marcha hacia la narcotización global.
Decían los situacionistas franceses, con los cuales Morin está intelectualmente vinculado, que la tarea contemporánea de la conciencia humana es “reconstruir la vida, rebatir el mundo”. Tal es el empeño necesario que a fin de cuentas llevará a las personas a conseguir lo que Walter Benjamin llamó iluminaciones profanas: “hacer estallar las fuerzas ocultas, contenidas o constreñidas en las cosas y los humanos, y poner en contacto el mundo de nuestros objetos y nuestros deseos con la transformación de nuestro entorno”. Tal es la versión complejamente inteligente del Arca colectiva que sobrevivirá al desastre: imaginar la nueva tierra donde el nihilismo inhumano simplificador y reductivo por fin sea derrotado y la cultura produzca otra vez esperanzas legítimas, certezas tangibles, un sentido de la existencia que de nuevo pueda llamarse común.

Fernando Solana Olivares.

Sunday, February 05, 2012

NUESTRAS CONTAMINACIONES / y II.

El budismo no es otra cosa que un vehículo necesario o un método específico para alcanzar una determinada condición. Uno de sus libros esenciales, definido por los estudiosos occidentales como “la joya de la literatura budista”, el Dhammapada (literalmente “camino de la verdad”), inicia la primera de sus estancias o versos de este modo, en traducción del poeta Alberto Blanco: “Somos lo que pensamos. Todo lo que somos surge con nuestros pensamientos. Con nuestros pensamientos construimos el mundo. Habla o actúa con mente impura y los problemas te seguirán como sigue la carreta al buey ensimismado”.
Tal énfasis en la condición mental del individuo como el factor principal y determinante de su existencia cotidiana y concreta, del sufrimiento e insatisfacción de la misma y del proceso operativo que conduce a su eventual transformación, es único en la historia religiosa o espiritual que conocemos. Ninguna otra doctrina contiene una metodología empírica y personal parecida para que se comprendan, y así se desmonten, los presupuestos culturales admitidos acríticamente, aquellas proposiciones hegemónicas acerca del modo en que supuestamente funciona el mundo, eso que Greil Marcus llama “estructuras ideológicas percibidas y experimentadas como hechos naturales”.
Y asimismo para conocer y superar las estructuras cognitivas que se imponen automáticamente en el proceso de percepción y lo contaminan con elementos provenientes de la mente de aquel que percibe. Las cuatro Nobles Verdades budistas condensan, entre otras cuestiones esenciales, la enseñanza ---o “la transición”, como le llama Alfredo Aveline--- que permite pasar de una búsqueda externa en el mundo hacía una exploración interior de la mente, constructora invariable de la experiencia existencial que tomamos como ya dada por el mundo “exterior”. En la preceptiva budista, según explica este autor, no hay diferencia sustancial entre las opciones cognitivas internas o externas, “porque toda experiencia concreta es siempre mediada por la mente, siendo en suma una experiencia mental abstracta también”. De ahí que el budismo no distinga, al ser comprendido lo anterior, entre realidad “externa” e “interna”, pues ambas están fundidas y objetivamente son indistinguibles.
El término “contaminación” es utilizado en el sentido de “perturbación involuntaria y automática del proceso de comprensión, debido al surgimiento de ideas e imágenes mentales provenientes de experiencias anteriores y que atribuyen sentidos cognitivos previamente condicionados a las experiencias sensoriales y abstractas de la mente humana.” La memoria responde a patrones asociativos, de ahí que veamos lo que siempre vemos, vivamos lo que siempre vivimos, sintamos lo que siempre sentimos. Acaso pensando en ello fue que Albert Einstein mencionó aquella locura humana que pretende cambiar las cosas actuando, sin embargo, como invariablemente lo acostumbra hacer. El budismo tibetano afirma que caemos en los mismos agujeros simplemente porque frecuentamos una y otra vez la misma acera.
Atribuimos una realidad concreta única a aquello que surge en nuestra mente a partir de los estímulos sensoriales. Asumimos automática y condicionadamente que lo percibido existe en sí mismo, más allá de nuestra percepción, con la cual no creemos que interactúe, es decir, no advertimos que nuestra percepción es una “forma condicionada de relación con un objeto”. El ejemplo de ello se desprende del mundo psicológico: un maestro ve alumnos, un vendedor clientes, una madre hijos, un marido a una esposa. Al proceder así, cada quien opera en “cuadros referenciales” específicos, en contextos cognitivos adecuados a la función que se está cumpliendo pero a fin de cuentas parciales.
Si aquello que es percibido lo es por la mente, el budismo propone un método para conocer, formar y liberar la mente, pues afirma que si ésta es comprendida todas las cosas lo son. El sendero operativo se compone de actitudes morales y mentales que deben desarrollarse simultáneamente por el practicante, el llamado Noble Óctuple Sendero: recta comprensión o visión, recto pensamiento o motivación, recto modo de expresión, recta acción, recto modo de vida, recto esfuerzo, recta atención y recta concentración.
Esta es la llave que abre la puerta de la transformación personal y permite el único milagro que el budismo reconoce, el cambio de actitud. De ahí que Dogen, uno de los patriarcas históricos de budismo Zen, haya dicho: “Estudiar el camino del Buda es estudiarse a uno mismo. Estudiarse a uno mismo es olvidarse de uno mismo. Olvidarse de uno mismo es actualizar la totalidad”. Actualización que requiere no la creencia narcotizante sino el conocimiento empírico, no la afirmación dogmática sino la comprensión crítica, no el extravío personal en nebulosas instancias metafísicas sino el esfuerzo concreto y el autodominio en la vida cotidiana de cada quien. Nadie salva a nadie: tal logro es una tarea intransferible y específicamente individual que se realiza en la experiencia directa del practicante para superar las restricciones perceptivas del pensamiento que interpreta equivocadamente, discrimina y divide la realidad.
La creatividad significa cambiar, poner en duda, transformar el punto de vista propio que llamamos percepción: psicología de la mutabilidad. Desarrollar una mente controlada pero flexible significa comprender que este mundo es relativo y que en él no hay dolor que evitar ni placer que buscar. Solamente experiencias cognitivas determinadas por su interpretación.

Fernando Solana Olivares.