Friday, October 30, 2015

EL MAL FARIO DE OAXACA.

El jueves 22 de octubre recibí un correo electrónico que a continuación transcribo: “Hoy nos despertamos en Oaxaca sin Juárez con la inesperada noticia de que Gabino Cué reculó en su empecinamiento para arrasar el Cerro del Fortín con su centro cultural y de convenciones, y se lo llevará a otra parte. Después de tirar quién sabe cuántos millones de pesos en una campaña para promover la construcción de ese adefesio; después de gastar cinco o seis millones más en una ‘consulta pública’ amañada e inútil; de pagar a un ejército de cetemistas durante cinco meses para mantener sitiado el cerro con todo y camiones de volteo que usaron como tanques de guerra, y de pagar a cobardes hackers para que amenazaran de muerte y calumniaran a Francisco Toledo y Sergio Hernández (opositores públicos al ecocidio), Cué y su secretario consentido Zorrilla tiraron la toalla y se van a otra parte con sus convenciones y su cultura (que quién sabe dónde iba a tener sitio en el armatoste). Celebramos la reculada del desgobernador pero tememos lo que su pobre planeación nos depare con este centro descentrado y desplazado. A lo mejor se le ocurre ponerlo en medio del Atoyac o sobre alguna pirámide de Monte Albán. […] Lo malo es que el estacionamiento para 600 automóviles se sigue construyendo donde arrasaron un parque infantil y un bosque, al pie del cerro. Ese lugar tiene mal fario. Ahí estuvo a punto de quedar embarrado bajo un coche el buen Oliver Sacks cuando estuvo en Oaxaca”. No es la primera vez, y por desgracia no será la última, que alguien menciona el mal fario de Oaxaca. Además de este corresponsal (quien debe permanecer anónimo, pues si personajes tan conspicuos como Toledo y Hernández corren serios riesgos a pesar de su gran visibilidad mediática cuando enfrentan y denuncian las aberraciones del poder político y económico, un ciudadano común y corriente puede ser destruido), en otros conflictos y otros espacios se ha invocado ese destino regional aparentemente inevitable, que la sabia autoironía del humor popular explica como un acto de compensación metafísico: si bien la divinidad otorgó a Oaxaca los bienes mayores de la feracidad inagotable, del talento artístico, de la belleza inmensa, también puso ahí a los oaxaqueños, a sus oligarquías autoritarias e ineptas, irracionalmente destructoras e insaciablemente corrompidas. Gabino Cué y su gobierno son otro fiasco, otro desengaño más de la “alternancia” política mexicana, en este caso hecha posible no por él mismo ni por sus méritos, que sólo consisten en haber sido el mediocre y servil delfín del ex gobernador Diódoro Carrasco, sino por el esperpéntico gobierno priísta de Ulises Ruiz y la insurrección popular de 2006 que su mal gobierno originó. De otro modo, sin el voto de castigo al PRI, el anticarismático Gabino Cué, un hombre cuyo talento es no tener ningún talento, jamás habría ganado la gubernatura oaxaqueña. En el largo relato de doce cuartillas enviado por el corresponsal anónimo, un “concentrado de infamias” como lo llama, queda claro que el escandaloso proyecto y las acciones para imponerlo destruyeron ya la escasa credibilidad que quedaba al gobierno de Gabino Cué y sus funcionarios-socios. Entre ellos, el empresario hotelero y secretario de Turismo y Desarrollo Económico José Zorrilla de San Martín Diego, uno de los propietarios del emblemático Hotel Victoria, situado a escasos cientos de metros de donde se proyectó construir el centro de convenciones y único establecimiento que contaría con acceso directo al mismo mediante un corredor especial. No alcanza el espacio de esta colaboración para consignar las múltiples atrocidades del asunto, como las del montaje de una consulta ciudadana cavernícola y antidemocrática que desde el Instituto Electoral oaxaqueño se fingió realizar por instrucciones de Gabino Cué. Baste decir que “en cuanto se difundieron los pobres y dudosos resultados de la consulta, en Twitter fue lanzado el hashtag #MuerteaToledoylosenemigosdelCCO, con un llamado especial a matar al septuagenario artista y a Sergio Hernández”, a pesar del resultado supuestamente favorable a la construcción en una zona de alta sismicidad y antiguo baluarte sacramental protegido desde la época de Lázaro Cárdenas. Gabino Cué dejará el gobierno históricamente deshonrado aunque impunemente enriquecido, luego de destruir un poco más a Oaxaca. Y luego nos preguntamos por qué la violencia popular, por qué el profundo hartazgo de la gente. Fernando Solana Olivares.

LA ELEGANCIA DE SALTER.

Susan Sontag dijo que James Salter estaba entre los pocos autores norteamericanos de quienes quería leerlo todo. Sus memorias, Quemar los días (Salamandra, 2010), escritas cuando el autor contaba 72 años, dan cuenta efectivamente de una escritura que al conocerse deslumbra y seduce como solamente suelen hacerlo las obras que serán canónicas, aquellas compuestas por una profunda extrañeza consistente en su atipicidad y por una gran belleza fundada en sus alcances estéticos. Diez días después de cumplir 90 años, el 19 de junio pasado, perfectamente lúcido y en plenas facultades, según recordó Sigrid Kraus, su perseverante y fiel editora en español, Salter murió en su casa de Long Island, Nueva York. Esa condición de poderosa longevidad lo acompañaría hasta su último día y sería un signo determinante de su escritura. El periodista Eduardo Lago conversó con él tres años atrás, cuando recién aparecía Todo lo que hay, su última obra narrativa publicada después de un silencio novelístico de 35 años. Y la descripción que hace de ese encuentro concuerda con la llamativa integralidad de la obra, de la vida y de la persona: “Su forma física era entonces perfecta. Era un hombre elegante, atractivo, no muy alto, de mirada intensamente azul y postura de una firmeza” que hacía recordar sus años de formación militar en West Point y su más de una década como piloto de guerra. Y Sigrid Kraus, por su parte, recuerda que Salter era “un hombre encantador, un auténtico gentleman, gran conversador, de una educación exquisita, que siempre mostraba un gran interés por todo lo que lo rodeaba”. Un hombre modesto, señala la editora, que prefería hacer preguntas a hablar de sí mismo. Dicho rasgo: preguntar al otro, a lo otro, en lugar de responder por ellos o contar las veleidades personales del ego protagónico, dificultó su reconocimiento en un mundo donde “hay que hacer más ruido (sobre uno mismo) para ser valorado”. Y sin embargo, esa modestia, una forma superior de la atención, fue la que le otorgó el don de la poderosa, elegante y sintética escritura plasmada en su pequeña (según los estándares comerciales del número y la cantidad) pero inagotable obra (según la verdadera naturaleza espiritual y hermenéutica del arte) de nueve y suficientes libros publicados. Para Lago, la obra de Salter representa el triunfo de lo que muy acertadamente define como “literatura en el sentido más auténtico, áspero e implacable”. Es decir, el registro de una vida vivida sin adornos retóricos o sentimentales provenientes del auto concepto personal, y sin concesiones al mainstream artístico predominante. Tan alta moral literaria corresponde a la literatura ejercida por autores como Hermann Broch, por ejemplo, quien buscaba una escritura adversa al kitsch de los efectos estéticos para entregarse a aquella donde sólo se intenta “el buen trabajo” de la descripción lingüística ceñida, exacta, icástica hasta donde sea posible. De ahí la rotunda sentencia flaubertiana: “La forma es al fondo lo que el calor al fuego”. En dicho sentido de elegancia ---no justificarse jamás, no cometer el costoso pecado de darle importancia a lo que no la tiene, no desperdiciar energía alguna en lo que no importa, ceder siempre en lo secundario para mantener la fuerza en lo esencial, todo desde el sabio fondo de aquella energía de precisión, claridad y cordura que se llama autodominio y aun ecuanimidad--- radica la manera con la que Salter escribe: una magistral estrategia de la condensación, del escorzo pertinente, del gesto cardinal. O una economía narrativa proveniente de la tradición literaria clásica: decir mucho con poco porque el lenguaje verdadero siempre connota y comunica, siempre dice lo que debe decir. “Tenía en mente echar una mirada atrás, hacer una última y plena confesión, por decirlo de algún modo. Me llamó la atención una frase de Jean Renoir: las únicas cosas importantes en esta vida son las que recuerdas. Ésa sería la clave. Debía ser un libro de simples recuerdos. Todo con la voz del autor, tal como él lo contaría”. Estas líneas de Quemar los días concentran el alcance de las quintaesencias obtenidas por James Salter, alquimista que disolvió lo mucho para coagularlo en lo poco, que redujo lo múltiple y disperso para elaborar la filigrana de la síntesis donde todo está pero no todo aparece: se re-vela, se muestra y se vuelve a ocultar. A veces la vida es buena: Salter y lo verdadero real. Fernando Solana Olivares.

EL PATRIARCA Y ANTÍGONA.

Un pasaje de la homérica biografía del capitán inglés Richard Francis Burton ---aventurero erudito del siglo XIX, traductor de Las mil y una noches, divulgador en Occidente del Kama Sutra y el Ananga Ranga, descubridor de las fuentes del Nilo y converso al sufismo místico hasta el final de sus días--- narra la situación de un niño yazidí que no puede salir de un círculo en la arena trazado intencionalmente con dicho fin a su alrededor. La anécdota cifra el modo característico de considerar a ese pueblo, un remanente de los cultos mesopotámicos a Zoroastro, cuyos magos, según dice la leyenda ideológicamente interesada, vieron apagarse el fuego sagrado que ardía en sus templos cuando nació Mahoma, el fundador del Islam, religión que consideraría a los yazidíes como herejes y adoradores del diablo y por ello los perseguiría genocidamente a lo largo de su historia. Burton, una paradójica mente abierta a pesar de encarnar el colonialismo anglosajón de su tiempo, creía que Dios se había retirado a su propio interior después de la creación, como lo postulaban los mismos yazidíes, y durante años se dedicó al estudio del Pavo Real Angélico, un ser benigno y angelical llamado Malak Tauus en cuyas manos había dejado Dios aquella creación. Tales doctrinas yazidíes le inspirarían la escritura de una “extraña elegía” llamada The Kasîdah (la cásida, composición poética arábiga y persa), en la cual reflejaría otras creencias de esa tradición devocional como la transmigración de las almas, conforme a un sincretismo religioso donde se mezclan el hinduismo arcaico, el zoroastrismo, el maniqueísmo, el nestorianismo, el islamismo y ciertas formas heréticas del cristianismo. Una religión hecha de préstamos, hurtos, interpretaciones e intercambios, como todas las religiones conocidas. Sin embargo, el interés acerca de este grupo asentado en la región que va desde Irak a Siria, Turquía y Armenia no estriba tanto en sus dogmas de fe como en el indomable heroísmo de las mujeres y niñas yazidíes esclavizadas por una de las últimas aberraciones islámicas, peor todavía que el retardatario grupo afgano talibán, el Estado Islámico (EI), aquel Islam que da miedo, según el escritor marroquí Tahar Ben Jelloum, pues trata de imponer el sangriento siglo VII en la época actual. En un reciente y conmovedor reportaje (Proceso 2031), Anne Marie Mergier cuenta la gesta de Jinan, una joven yazidí raptada junto con las más de cinco mil mujeres que hasta hoy lo han sido por el Estado Islámico, la cual vivió durante varios meses el intolerable infierno de la vejación, la tortura y la esclavitud sexual hasta que logró escapar junto con otras chicas de sus inhumanos y ellos sí demoniacos captores, y además tuvo la reciedumbre y el valor para dejar un paradigmático testimonio de ello en el libro Esclava de Daesh (como también se conoce al EI), publicado en Francia por la editorial Fayard. Dicha epopeya, una variante más de la tragedia femenina de Antígona ---que honra la libertad humana, dirían los clásicos, pues su protagonista lucha contra la fuerza superior del destino, y en el caso de la joven yazidí logra vencerlo--- adquiere un valor todavía superior por la determinación de Baba Sheik, el líder espiritual de los yazidíes, “quien rompió espectacularmente con siglos de implacable tradición patriarcal” que consideraba como mujeres deshonradas a las sobrevivientes de los múltiples genocidios perpetrados por el Islam contra ese pueblo, aquellas que ante el habitual destierro de la comunidad después de su calvario sólo tendrían dos opciones: prostituirse o suicidarse. Said Mahmoud, el guionista sirio que participó en la redacción del libro testimonial de Jinan, dijo a la reportera que el solemne pronunciamiento de Baba Sheik cambió el destino de las presas evadidas. El anciano patriarca “afirmó que todas las esclavas de Daesh eran heroínas de la resistencia, que honraban al pueblo yazidí y debían ser tratadas con respeto”. En el dolor nos hacemos, promulga el durísimo dicho sobre el orden de lo real. El mundo, las prácticas atávicas y los dogmas ancestrales están en movimiento precisamente ante esas fuerzas demoniacas que se empeñan en mantener su inmovilidad. El espíritu se mueve y las tensiones de la época llevarán a la autotrascendencia o a la autodisolución. No puede construirse el mañana, como afirma Ken Wilber, sobre las llagas del ayer. Fernando Solana Olivares.

Friday, October 09, 2015

FLAMEANTES PAPELES.

El discurso que ciega. “Estoy harta ---dice la politóloga belga Chantal Mouffe, autora junto con su esposo, el pensador argentino Ernesto Laclau, del influyente libro Hegemonía y estrategia socialista--- de que a todos los que tratan de cuestionar el consenso neoliberal y que afirman que hay alternativas, se les acuse de populismo. Es la manera de impedir que se piense diferente.” Para esta autora de 72 años, quien ha sido maestra de algunos ministros de Syriza, el partido de izquierda radical que gobierna en Grecia, y cuya obra ha inspirado a los fundadores del inesperado partido político español Podemos, la democracia tiene una necesaria e inevitable dimensión populista: debe responder a los problemas reales de la gente. Cállense los distintos. La filosofía de la victoria, una herencia del pensamiento hegeliano (“todo lo real es racional y todo lo racional es real”), entre otras fuentes, promulga como incuestionables aquellas formas y modos que hegemonizan lo real porque se imponen ideológicamente y triunfan. No otra es la doctrina de la gracia luterana que justifica la riqueza como un don de Dios a los suyos (el pueblo elegido) y explica la pobreza como un castigo divino (los jodidos inferiores): la tan anticristiana y hasta hoy triunfante ética del capitalismo. Y si en todas partes ---medios de comunicación, escuelas, iglesias, familias, gobiernos o asambleas generales de la ONU--- se repite lo mismo, silenciándose las perspectivas diferentes, el asfixiante pensamiento único es lo que predomina. No obstante lo que se oculta sigue estando presente, así sea en estado potencial. El señor de la disgregación. Aun Francisco, un Papa que parecía dispuesto a modificar la narrativa inmóvil y anquilosada de la Iglesia católica, incapaz durante milenios de ir más allá de los niveles míticos de dogmas ya desfasados, hoy defiende de nuevo la indisolubilidad del matrimonio, condena el divorcio y reitera que la familia se compone de un hombre y una mujer, ese “sueño de Dios para su criatura perfecta” que sólo se realiza en dicha unión y en ninguna otra más. Este es el uso específico de la religión como ideología, aquella falsa conciencia que es una mera servidora de la opresión ya denunciada por Marx como el “opio de las masas”, el estupefaciente de la razón. La sociología trascendental de Ken Wilber define la “legitimidad” de una religión en tanto satisface las necesidades psicológicas y sociales de una cultura. ¿Cuán legítima es la actitud excluyente de un credo que separa y no integra, de una devoción cuya deidad sus intermediarios dicen que dice: ésta sí es mi criatura y aquella no? El hambre posmoderna. Los que no entienden que no entienden ---quienes comparten el objetivo común de mantener el injusto sistema actual: políticos, financieros, empresarios, dueños de medios masivos de comunicación, intelectuales orgánicos, tontos útiles, oprimidos que admiran a sus opresores, etcétera--- hablan de la desigualdad económica como un mal inevitable, una característica del capitalismo que representa el defecto de su axiomática virtud. Aunque el sabio nunca convencerá al necio y el necio siempre refutará al sabio, y antes que los hechos predominan las interpretaciones, El hambre (Anagrama, 2015), un estremecedor libro de Martín Caparrós, documenta su geografía para mostrar lo que califica como “la mayor vergüenza de nuestra civilización”: cientos de millones de personas no comen lo suficiente en un planeta que produce alimentos de sobra pero los desperdicia, especula con sus precios y los eleva irracionalmente (“la especulación con el trigo mueve cincuenta veces más dinero que la producción de trigo”) o los convierte en agrocombustibles (“con los 170 kilos de maíz que se necesitan para llenar un tanque de etanol-85, un chico zambio o mexicano o bengalí puede sobrevivir un año entero”). El último koan. Lúcida cortesía del psicoanalista Aniceto Aramoni: “Agárrense de la brocha, porque vamos a quitarles la escalera”. Las oligarquías ya lo hicieron. Sin embargo la historia es como las olas de la marea: va y viene. Y aunque parezca que México es el único país donde la corrupción y la impunidad no se detienen (tal es la crisis profunda y quizá terminal de los derechos humanos: en esta sociedad no existe la justicia), alguna vez será diferente, así nuestra generación no lo vea. La utopía de la corrección todavía existe en lo posible. Fernando Solana Olivares.

Thursday, October 08, 2015

LUNA DE SANGRE.

Karl Kraus, ese gran escritor vienés, escribió en uno de sus memorables y lapidarios aforismos que “aparentar tiene más letras que ser”. Sabemos, desde los griegos, que el concepto más antiguo y difundido de Verdad concibe a ésta como una correspondencia exacta o una relación precisa. Por ello el Cratilo platónico define el discurso verdadero como aquel que dice las cosas como son, y al discurso falso como ese que dice las cosas como no son. En palabras de Aristóteles: “Negar lo que es y afirmar lo que no es, es lo falso, en tanto que afirmar lo que es y negar lo que no es, es lo verdadero”. Esta lógica antes fundacional e irrefutable ya no se considera así. Ahora la verdad consiste sobre todo en aquello que se afirma que es verdad. Y su repetición mediática y publicitaria, su sobresocialización incesante ---la delirante estrategia hegemónica de la modernidad que parodia Lewis Carroll en Alicia cuando la Reina afirma: “ya te lo dije tres veces, entonces es verdad”--- construye la noción compartida (o impuesta, para ser precisos) de lo que se debe considerar como tal. Desde aquella perspectiva originaria (“la Verdad es la conformidad entre el entendimiento y las cosas”, decía Santo Tomás), el prescindible y gratuito discurso del presidente Peña Nieto en las Naciones Unidas es evidentemente falso, cuenta mentiras o supuestas verdades que no son tales y omite abordar las urgencias del momento, los asuntos cardinales de esta hora sombría. Mientras el país vive una crisis extrema y quizá terminal de los derechos humanos, de la cual, por desgracia, los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos son un atroz episodio más, Peña Nieto describe un país que no existe y habla de un régimen responsable y solidario que sólo está presente en su dudoso decir. ¿Por qué miente el presidente? ¿Sabe que lo hace y su no persuasiva retórica obedece al mero pragmatismo político? ¿O de plano ha perdido irremediablemente el principio de realidad, una afectación propia de quienes perciben las cosas solamente a partir de la perspectiva sesgada y parcial de sus propios intereses? Los lingüistas distinguen entre el enunciado (el “yo digo”) y la enunciación (el “yo digo que yo digo”), para establecer la verdadera naturaleza de cualquier discurso, cuyo sentido cabal no está tanto en lo dicho como en aquel que lo dice. Así entonces, cuando Peña Nieto se refiere en la ONU al populismo ---un término intencionalmente denostado por el neoliberalismo salvaje y sus mecanismos de control ideológico al desmantelarse el Estado benefactor keynesiano--- y denuncia a aquellos individuos que “carentes de entendimiento, responsabilidad y sentido ético optaron por dividir a sus poblaciones […] quienes se aprovechan de sus miedos, ante los que siembran odio y rencor, con el único fin de cumplir agendas políticas y satisfacer ambiciones personales”, es patente que sin querer habla de sí mismo y de la decadente y facciosa clase política a la que pertenece. ¿Cuánto entendimiento hay en un régimen y su presidente que van de tumbo en tumbo ante su delicada y tan mal cumplida tarea? ¿Cuánta responsabilidad existe en un proyecto político esencialmente basado en mantener el poder por el poder? ¿Cuánto sentido ético hay en un régimen corroído por la corrupción sistemática y la impunidad crónica, orgánicamente incapaz del más mínimo atisbo de autocrítica, de reflexión inteligente, y que deja pasar cualquier incumplimiento e ineficacia de sus integrantes, los cuales nunca renuncian por más escandalosos y venales yerros que cometan ni son llamados a cuentas sus procuradores mentirosos y cansados, sus ejércitos y policías criminales, sus secretarios de Estado demagogos e inútiles? ¿No están todos en el ejercicio del poder con el único fin de cumplir agendas políticas y satisfacer ambiciones personales? Tal es la mediocre y pequeña dimensión presidencial: nadie da lo que no tiene. No importa que el país se le vaya deshaciendo entre las manos como patéticamente está ocurriendo, no importa que la violencia y la inseguridad escalen hasta niveles insólitos, no importa que la miseria nacional se profundice y crezca sin pausas y con prisa exponencial. A Peña Nieto sólo le importa frenar desde ahora a López Obrador. Es el empeño de las oligarquías cleptocráticas neoliberales que gobiernan. La mentira tiene más letras que la verdad. Fernando Solana Olivares.

Thursday, October 01, 2015

DE QUINCEY AL LADO.

En 1822 se publicó el libro Confesiones de un inglés comedor de opio y su autor, Thomas De Quincey, alcanzó un éxito inmediato. El opio no estaba prohibido por la ley en Inglaterra y ni siquiera, como contó hace años Luis Loayza, inmenso traductor al español y prologuista de De Quincey, era reprobado por la sociedad. Podía comprarse en las farmacias y a él acudían personas de toda condición. Iniciado en su uso a los diecinueve años en 1804, al principio con mucha prudencia, el opio terminó por dominarlo. Hubo “un año de aguas muy puras (como dicen los joyeros) engastado y como aislado en la melancolía brumosa y apagada del opio”, escribió De Quincey refiriéndose a 1817, y después cayó por un abismo de dependencia donde ingería cantidades enormes de droga que lo dejaban, según se sabe, incapaz del menor esfuerzo y presa de atroces padecimientos. Las terribles pesadillas de esos momentos están narradas en las Confesiones con toda la brillante y señalada prosa literaria de De Quincey, tanto que “en vez de ahuyentar, atraen”. Al comienzo tomaba tintura de láudano casa tres semanas, después una vez por semana y luego todos los días. En dos oportunidades llegó a ingerir dosis máximas: 320 gramos diarios u 8,000 gotas, cantidad que hasta ahora no se sabe superada por nadie, y aunque ésta sea puesta en duda por los especialistas, pues o De Quincey exageraba la dosis o ingería una mezcla adulterada de menor potencia, la homérica batalla para dejar el opio duró toda su vida y nunca lo logró por completo. Hasta el final debió tomarlo ya no como placer sino como costoso alivio ante los infernales sufrimientos de la desintoxicación. Ciertas líneas de 1844, entre otras, dan cuenta de esa batalla perdida: “Incoherencia infinita, cuerdas de arena, triste incapacidad de persuasión vital provocada por algún principio plástico, tal es el íncubo odioso que pesa sobre mi mente”, escribió el autor de Del Asesinato considerado como una de las bellas artes, Los últimos días de Emmanuel Kant o La rebelión de los tártaros --- este último traducido y analizado entre nosotros con la sabiduría de Salvador Elizondo, que veía una ejemplar velocidad de cremallera junto con una velocidad letárgica en el embrujante ritmo narrativo de De Quincey. Aun sin proponérselo, este hombre que nació dueño de rentas que luego perdería para que la pobreza y la precariedad le lanzaran dentelladas durante décadas, educado en Oxford, de modales impecables y altas relaciones sociales, quien pasaba por ser un caballero, dueño de una cortesía exquisita y una profunda ternura paterna con sus hijas, fundaría una corriente literaria y cultural determinante y revolucionaria, la de los paraísos artificiales, que ha desembocado en la posmodernidad. La genealogía que inicia este autor crónicamente endeudado, escritor en revistas de artículos de primera necesidad para ganarse el pan, y de los cuales saldrán sus canónicas obras maestras, es muy extensa: Baudelaire, Poe, Huxley, Benn, Michaux, Cocteau, Burroughs, Ginsberg, Benjamin, Breton o Parménides García Saldaña, entre tantos como a él debemos. La gran calidad de De Quincey no radica en ser un testigo privilegiado de su propia vida ---“va inventando su autobiografía en el ejercicio literario y casi podríamos decir con la pluma en la mano”---, sino en la calidad de su visión. A él le interesan, explica Loayza, aquellos instantes fuera del tiempo asociados en grupos de símbolos, en involutas, como el autor los llama, conjuntos que poseen la oscuridad que el término original significa, y que quizá aludan al poder de estilo que el opio a pesar de todo ofreció a su profunda imaginación creadora. De Quincey distinguía entre los “libros de conocimiento” y la “literatura de poder”, única que consideraba un arte pleno. La autobiografía convertida en visión poética y mutadas las dos en un sistema, es decir, en una visión unitaria, lo llevó a obtener conocimientos de otro carácter sobre lo humano, inseparables de los hechos que describe y de su forma verbal: “Aun los sonidos articulados o brutales del planeta deben ser otros lenguajes y cifras que en alguna parte tienen sus correspondientes claves ---su propia gramática y sintaxis; y de este modo las más ínfimas cosas del universo deben ser espejos secretos de las mayores”. Vivió una “Ilíada de males” de los que tuvo que dar cuenta. Fernando Solana Olivares.