Friday, October 27, 2017

TALLER DE CUENTO

La vida, al revés de lo que advirtió la sentencia, a veces sí es seria en sus condiciones. Las opciones este semestre eran dos: o vivir el aburrimiento profundo, cuando las cosas nos son indiferentes y distantes pero no nos dejan salir de ellas, del estar absorbidos por ellas, o bien aplicar la receta de Flaubert, esa que afirma que después de diez minutos de observación cualquiera es fascinante. Diez chicas, dos chicos. La materia ofrece cubrir varios créditos y resulta frecuentada. Algunos de los participantes han tenido contacto con la escritura creativa y otros no. Aparece un marco teórico de rigor. Y miren ustedes lo que es el cuento: brevedad, debe tener tensión e intensidad, ofrecer un final inesperado, abierto o cerrado, el cuento no lleva tiempo, ni explicaciones, sólo presenta imágenes y acciones. Un gran porcentaje de cuentos aparecen ante el autor en su parte final, y el juego consiste en contarlos desde su principio. Se deben conocer (haber imaginado) hasta los calcetines del personaje literario, aunque no se escriba nada de ellos. Hay comienzos narrativos a la mitad del asunto, in media res, como solían hacer los latinos. El cuento moderno empieza con Edgar Allan Poe. El cuento gana por knock out y la novela por puntos, según Cortázar. La primera idea es la mejor idea siempre y cuando no sea una ocurrencia. Etcétera. Luego, en otra clase, se habla de escritura desatada, la que Cervantes así califica, de virtudes teologales literarias como la levedad, la exactitud, la velocidad, la rapidez, la multiplicidad y la consistencia. El maestro provee a todos los asistentes al taller de una copia del magistral primer capítulo de Cinco esquinas, la última novela de Vargas Llosa (que el resto de la obra sea tan irregular sólo hace refulgir ese comienzo), y la clase deriva en una propuesta: ---Escriban un cuento inmoral. Haberlo dicho así es intencionado. Chicas universitarias de provincia, en vías irregulares de liberación. El término alude a atrevimientos personales y no a consideraciones morales, casi huecas ya para todas ellas. Es preciso y concreto: sí, lo guardado. En las sesiones siguientes comienzan a surgir las sorpresas y son leídos pequeños artefactos literarios que rozan lo asombroso. El primero es sobre Poli, una pequeña que sufre abusos sexuales del tío mientras la cuida. La niña es drogada cuando éstos se perpetran y son contados despiadadamente en catorce párrafos de dos líneas cada uno, lacónica economía verbal propia de un clásico. El final resulta pavoroso. Al ser entregada al padre y despedirse, el tío le dice a Poli que se verán mañana. Una vuelta de tuerca asfixiante: mañana y mañana y mañana volverá a pasar. No parece que su muy joven autora se dé cuenta cabal de lo que obtuvo. Ella no es de letras sino de historia, y explica con gran sencillez lo que hizo. Luego traerá otro cuento. También causará conmoción. Ahora el punto de vista ha virado y quien cuenta la historia de Luck, un perro atrapado en un derrumbe, es él mismo. Consigue una simpatía unánime de quienes escuchan la lectura. Termina y otra chica hace una exclamación admirativa. Mientras tanto ha habido suspenso y una incógnita: ¿Luck vive o no? Será leído otro cuyo título moraliza, pero no importa porque la pequeña estampa de un sacerdote que imparte misa, consagra la hostia e imagina estar fornicando con una jovencita a la que en ese instante le da de comulgar, logra un desdoblamiento formal dictado por los maestros y una profanación propia del género carnavalesco. Es compacto, fluido, eficaz. Y ligeramente perturbador, por el texto y por la autora. Uno más contará la trama de un hombre que está solo en un pueblo y al cual acuden los muertos todos los días, en otra caja de relojería narrativa que regresa sobre su eje, otro microlaberinto. Tiene la amable suavidad de la autora. En cambio, aquella chica de psicoanálisis naufragará en el intento cuentístico, barroco, mal contado y escrito, polimorfo perverso sin querer. Ella es alta y fuerte, su cuento no. Pero se alienta el intento. Otra contará, con habilidad que ha venido refinando, la visita a un baño de mujeres en Japón. El erotismo lésbico será tan fino como sutil: una alusión, un guiño. Ella viene de estar en Japón. A Robert Graves nada de todo esto lo admiraría. Son manifestaciones, presencias de la Diosa Blanca, diría. Tan frecuentes en el lenguaje y muy necesarias en los tiempos que vivimos. Sherezada cuenta para vivir. Fernando Solana Olivares

Friday, October 20, 2017

LO QUE VIO MURENA

Salvador Elizondo me contó que una vez al año, siempre por Muertos, leía Bajo el volcán de Malcom Lowry. Yo trato de hacer lo mismo con La metáfora y lo sagrado de H. A. Murena. Sus palabras iniciales me imantan: “Cualquier humano llega en determinado momento a la zona en que no hay respuestas. Se la encuentra a través de todo el camino: las pasiones, el pensar, el ocio, etcétera”. En esa zona se ha derrumbado, explica Murena, el sentido que atribuíamos a nuestras vidas. Se llega a ella por el triunfo o la derrota y cada quien lo hace según su particularidad. Murena llegó leyendo, pensando y escribiendo. Practicó con fortuna (obra variada e intensa, opina la crítica) la poesía, el ensayo y la novela, se entregó (o fue abducido) a “los frágiles y prepotentes” pensares de su época que, válgase el galimatías, lo pensaron con su perentoriedad, con su vacua caducidad, sus pre-juicios. De pronto se dio cuenta de todo esto. También de que su tiempo como ningún otro se había entregado al materialismo, a lo que llama, con justicia, “servidumbre al tiempo”. Tuvo otra idea poco frecuente: “que la única forma legítima de conocimiento es aquella similar a los ciegos: por el tacto”. Lo que intentó entonces fue ser “cada vez más anacrónico”, salirse del tiempo, buscando la dicha (ataraxia, proponen los griegos: ausencia de complicación) de desentenderse de él. En su conocimiento mediante el tacto, Murena afirma que el suyo consiste en la invención de metáforas. Comprende la metáfora como mostrar lo otro de lo mismo, llevar las palabras más allá de su inmediato significado, multiplicando la interpretación de las cosas, el modo de nombrarlas. Durante cuatro años, en el desorden de su habitación estuvo esperando un disco con un recital de textos del Corán dichos por el sheik Abdul Basset Abdul Samat. “Ayer llegó la hora. En el silencio de la casa solitaria ---escribe Murena--- sonó esa voz”. Sentado indolentemente, de inmediato se enderezó, con la certeza de que había entrado una presencia superior. Sintió ser poseído por los versículos que escuchaba, disuelto bajo los efectos del sonido, convertido en un entrecruzamiento de acordes, como escribe al recordarlo. El estado espiritual era el mismo que según él causa la lectura del Corán: sublimidad y violencia. Quince, treinta, no más de cuarenta y cinco segundos duran los textos dichos por el recitador. Pero los silencios después de cada recitación duran más que los textos mismos, indicando así las jerarquías, el valor que tiene cada cual. Murena reconoció el sonido de los instrumentos: violín, piano, tambores, trompeta. Todos ellos en la voz del cantor, quien es, escribe, todos los instrumentos. Tardó tiempo en salir del éxtasis y reflexionar sobre cosas anacrónicas como la valoración del silencio, el cual era hecho surgir por la voz misma, que “hacía sentir el Dios de todos”. Pensó que había asistido al origen del arte. Al canto como arte del tiempo y a la danza como arte del espacio. Consideró además la monotonía como una humildad espiritual mayor, un majestuoso gesto externo de la fe, una certeza de algo más en el mundo, sea cual fuera su narrativa, de algo no sujeto a la mendicidad del ser que llamamos tiempo. Y desde el arte, condenando las desviaciones contemporáneas ---arte de efectos, dudoso, gratuito---, acabó preguntándose cómo se hace posible la imposible vida humana. Después terminaría malogrado. Antes sin embargo lograría vislumbrar la otra orilla de las cosas, aquello que si se quiere es una certeza estable o representa un acto de profunda imaginación. Su libro es muy sabio y puede causar en el lector atento una iluminación profana, una intensa epifanía, aunque utilice términos enfadosamente asociados a los cultos devocionales. Tales términos, sacados de ese espacio reductivo, apuntan a otra dimensión verdadera que, aunque no se vea, no deja de estar. De un modo inesperado, aunque lógico, Murena celebra el arte romántico, que aspira a restablecer la unidad anulando la distancia, y se aparta del arte clásico, que quiere representar el mundo “tal como es”, según las estructuras racionales y los modelos que la teoría implanta. Y consigna la confusión de las lenguas en la Torre de Babel como una liberación de la locura del discurso único, un restablecimiento de la diversidad entre la gente gracias a un gesto amable de Yahveh. Ahora casi nadie lee a Murena. Su destino literario resultó desafortunado. Y cuál no. Fernando Solana Olivares

Friday, October 13, 2017

SU RECONSTRUCCIÓN

Tanta transparencia para que haya tanta opacidad. El saldo parcial del terremoto, ese movimiento inesperado y destructivo dictado por la impermanencia, alcanza desde el estado de gracia que Porfirio Muñoz Ledo percibió en la generosa solidaridad ciudadana, en gran medida juvenil y proveniente de una generación que parecía estar ensimismada, sumergida en cables, audífonos e intereses visuales, hasta el estado de vacío de la clase política que fue expulsada, exhibida, desprestigiada todavía más si esto era posible, a partir del movimiento telúrico; desde la irrupción del hampa urbana que a partir de las nueve de la noche asaltó ciudadanos y saqueó viviendas en las zonas afectadas, hasta los tres modos de organización predominantes en los sitios de rescate y ayuda: un desastre, un orden regular o una organización de excelencia; desde el ejército y la marina y el gobierno de la ciudad que llegan cinco horas después y lo hacen mal arruinando la buena autogestión, hasta las pacientes brigadas de jóvenes esperando por horas que les toque su turno para descombrar; desde los vecinos que cuidan sus puertas sin apartarse de ellas hasta la imagen de Las clasificadoras, quince mujeres de dieciocho a veintitrés años que cuidadosamente seleccionan y separan los objetos que van saliendo entre los escombros del edificio de Laredo y Ámsterdam. En la composición del paisaje está el no-Estado de Peña Nieto que exhibe sus límites, sus corruptas ineficacias. Nietzsche describió al Estado como “la bestia más fría”. El de este régimen no cubriría tal condición. Es un no-Estado en tanto no pone punto final a una guerra, como dicen los clásicos, pero también por su ausencia crónica de nociones éticas y de capacidades para atender el bien común, por esa carencia de perspectivas políticas que no fueran intereses de grupo y servicios a los grandes capitales económicos, sus patrones. El desastre lingüístico del presidente ---ahora propuso que los damnificados se organizaran en “tandas” (sic) para reconstruir sus casas y así hacerse cargo ellos mismos del asunto: subtexto, el gobierno se desmarca, aunque quizá asesore en la organización de las tandas---, su pobreza enunciativa, así represente sobre todo a la burbuja de poder en la que autistamente vive, reitera otra vez, por si hiciera falta, la profunda mediocridad del régimen político mexicano. Casi sin excepciones. Por eso el gobierno, los políticos, los partidos y las burocracias van por un lado y la sociedad por otro. Sería deseable, aunque la política nada más sea el arte de lo posible, que las nuevas generaciones tomaran las cosas en sus manos. Puede parecer una utopía realista pero no lo es porque la manifestación de lo colectivo, en esa escala y de esa manera, solamente ocurre en los estados alterados. En un sistema de opuestos complementarios siempre surge lo mejor al lado de lo peor, pero el estado heroico de las masas es intermitente. Ahí está de muestra la ácida disputa entre los partidos por los fondos electorales aplicados a la reconstrucción. Pelean la paternidad de la idea y la radicalidad de la medida en un montaje que sirve a todos los partidos para pescar algo en ríos tan revueltos, “posicionarse” ante la opinión pública y hacer demagogia electoral. Es un triste panorama. Sucederá un voto vindicativo. La sociedad los castigará en 2018. El eje de todo ello será efectivamente la corrupción. El gobierno cleptocrático, adicto a los negocios, seguirá en esa ruta de expoliación del país hasta el final de su periodo y hará todo lo posible para no correr un riesgo judicial en el próximo sexenio, intentando que un aliado suyo ocupe la presidencia. El sistema de intereses se moverá en dicha lógica y sólo podrá derrotársele con la irrupción en las urnas del voto mayoritario. El terremoto significó una catarsis, purgó a la sociedad de la aflicción y el temor, sobre todo de éste último. ¿Hasta dónde le permitirá ir políticamente? Si la fuerza colectiva de tales días aciagos, excepcionales, oscuros y también luminosos sale a votar, se decidirá una victoria cuya promesa será (no hay garantía de cumplirlo) otro estado de gracia. En esos jóvenes parece haber ya una nueva agenda perceptiva y humana, de organización común. Comparten los tropos esenciales: ayuda, solidaridad, pero su tiempo histórico es el de la incertidumbre, la dificultad. Las mentes cambian en el contexto y un principio de lógica admitirá sin duda que éstas son mentes nuevas. Fernando Solana Olivares

Friday, October 06, 2017

NI UNA MÁS / y II

Cuando se busca, se encuentra: siempre quedan pistas, señales, resonancias. En toda desfiguración surge la misma circunstancia que ocurre en el asesinato, donde la dificultad, como señala Freud, no reside en la perpetración del hecho, sino en la eliminación de sus huellas. Leyendo esta reflexión freudiana, Jacques Derrida ha propuesto una ciencia del acoso por el pasado no resuelto a la cual llamó fantología: detrás de la escena hay otra escena, en medio del suceso hay otra significación. Nuestro odio misógino oculta las huellas de un asesinato arcaico, de una desfiguración o dislocamiento cultural sucedido al final del periodo minoico y cuyas sangrientas resonancias siguen acosándonos hasta hoy, cuando alguna mujer podrá ser sacrificada en el demencial, demoniaco oficio del desafecto crónico al eterno femenino. La violenta sustitución de las instituciones matrilineales por las patriarcales y la falsificación de los mitos del origen para justificar los cambios sociales impuestos derivaron en los filósofos griegos y su nueva religión de la lógica y la racionalidad. La filosofía socrática desdeñó los mitos poéticos y dio la espalda a la diosa Luna, según documenta extensamente Robert Graves. El llamado amor platónico fue una mera evasión del poder de la diosa para entregarse a la “homosexualidad intelectual”, un aberrante afán del intelecto masculino para hacerse espiritualmente autosuficiente mutilando, y con el tiempo destruyendo, lo femenino. Ello condujo a la obsesión occidental por el ego y su dios, el monoteísmo, cuyo patrón de personalidad patológica proyectado en el ideal divino fundamenta el ego masculino: paranoico, posesivo y obseso del poder. De ahí, como observa Terence McKenna, que dicho modelo occidental sea la única formulación de la deidad que no tiene relación con las mujeres en ningún aspecto del mito teológico. Abónese al racionalismo socrático y a la misoginia hebrea esta supresión que el cristianismo eclesiástico convertiría en cultura y el capitalismo en sistema mundo global. Aquella “muy misteriosa matriz femenina” reverenciada por James Joyce abarca no nada más el modelo de las sociedades fraternas ancestrales, radicalmente distintas a las sociedades dominantes masculinas compuestas de guerra, discriminación y jerarquía, sino también un pacto esencial para la sobrevivencia humana con Gaia, la madre tierra, un organismo femenino que actúa como un sistema autorregulado y para el cual el pensamiento masculino dominante desde hace milenios ha resultado una insoportable y destructiva enfermedad. Todo tiene que ver con todo. Odiamos a las mujeres como odiamos a la naturaleza. La represión de lo femenino está asociada con el alcohol desde tiempos antiguos. No es circunstancial que la droga del ego, el alcohol, sea legal y esté fomentada en nuestras sociedades patrilineales, y no así las drogas vegetales, sustancias femeninas que expanden la conciencia, que disuelven o atemperan el neurótico y homicida sentido del yo. Hemos cosificado los biotopos, lo mismo que a nosotros mismos y a los demás. Y en este mundo de máquinas y cosas, nunca de organismos o de personas, las mujeres son consideradas así. El capitalismo ha normalizado la violencia ---su matriz conceptual contiene la violencia masculina de la acumulación nihilista, la explotación absoluta, la suicida rentabilidad. El capitalismo salvaje ha normalizado la violencia salvaje, y sus aparatos de hegemonización ideológica han colectivizado una didáctica de la violencia en la cual las mujeres y lo femenino llevan la peor parte. El Estado mexicano ha normalizado la violencia de género, entre aquellas que ejerce contra la sociedad como la represión, la corrupción y la impunidad. Protestar es siempre necesario, pero acaso se requieran transformaciones mayores para derrotar el infierno nacional de todos los días. Las culturas sólo cambian con las catástrofes, y la crisis de la conciencia masculina y sus miles de años de misoginia se asoman ya a su catastrófico final. Mientras tanto será necesario aprender qué y quien no es infierno, hacerlo durar y darle espacio. El voto electoral, entre ciertas tareas parcialmente indispensables, representa uno de esos espacios. El otro son los pequeños formatos que van desde el lenguaje hasta la memoria, desde la fraternidad hasta la tolerancia, desde la atención cognitiva hasta los vínculos con los demás. No se trata de empoderamientos, sino simple y llanamente de humanización. Fernando Solana Olivares