Friday, August 24, 2012

LA CACERÍA DE ASSANGE.

Julian Assange mucho tiene de mutante. O lo es. Dice el Kama Sutra que si quieres conocer las causas, observa los efectos. Si quieres conocer los efectos, observa las causas. “Publicamos todo lo que llegaba a nuestras manos en cumplimiento de nuestro principio de transparencia. ¿Cómo hubiéramos podido aplicarlo de otro modo? En caso de no haberlo hecho, se nos hubiera recriminado de parcialidad. Nos daba igual que afectara a la izquierda o a la derecha, a personas simpáticas y a tontos: simplemente, lo publicábamos todo”, escribe Daniel Domscheit-Berg, primer e importante colaborador de Assange, en su libro testimonial Dentro de WikiLeaks. El acto más atrevido de esa secuencia inédita: publicarlo todo, sin atender la norma liberal de la información privada, hecha funcionalmente para proteger los secretos del poder, fue la publicación electrónica de papeles diplomáticos y militares de la diplomacia imperial estadounidense y de gobiernos mundiales e información reservada sobre su brutal guerra en Afganistán e Irak. La transparente e inédita secuencia empezó tiempo atrás, aun en 2007, cuando Domscheit-Berg inició su colaboración con WikiLeaks y entró a un proyecto cuyo objetivo principal era actuar “como mecanismo de control del poder ejercido a puerta cerrada”. Crear una plataforma de transparencia donde no hubiera ésta. Le pareció una idea tan simple como genial. Provenía de quien Domscheit-Berg describe así: “En mi vida he conocido a nadie como Julian Assange. Tan liberal. Tan enérgico. Tan genial. Tan paranoico. Tan obsesionado por el poder. Tan megalómano.” Pelearán, desde luego, y al cabo de tres años el colaborador será despedido, victimizado por el singular personaje que no dejaba que nadie se metiera con él, ni que nada lo apartara de su trabajo. En noviembre de 2007 aparecieron en wikileaks.org los manuales utilizados en Guantánamo por los estadounidenses que mostraban las violaciones de los derechos humanos y de la Convención de Ginebra en los campos de prisioneros de Cuba. Esto convenció a Domscheit-Berg de la independencia y autenticidad del proyecto, pues él como muchos hasta entonces creía que el sitio ocultaba un servicio de inteligencia secreto internacional, un honeypot, una plataforma para divulgar información y atrapar a los delatores. Autocrático e intransigente, distante, durante tres años Julian Assange nada personal preguntó a Domscheit-Berg. Para éste Assange no sólo era el fundador de WikiLeaks sino también Mendax, uno de los hackers más grandes, miembro de Subversivos Internacionales y coautor de un libro de culto, Underground. Sabía de su amplia cultura, de su variedad y claridad opinativas, miraba su utilitarismo en las relaciones personales, mediante el cual consideraba el valor de la gente según pudiera ayudarle o no para sus fines. Decía lo que pensaba sin que le pidieran su opinión. Nunca cedía. La primera batalla de WikiLeaks fue contra uno de los establecimientos bancarios privados más importantes de Suiza, la banca Julius Bär, dedicada a blanquear fortunas de millones de dólares de clientes de todo el mundo a través de una sofisticada ingeniería financiera. Siguió la publicación de la Biblia secreta de la Cienciología; el manual de una hermandad estudiantil norteamericana, documentos relacionados con el memorándum de entendimiento en Kenia; correos electrónicos personales de Sarah Palin, candidata a la presidencia; una lista, que luego se ampliaría, de miembros del partido neonazi británico BNP; un informe sobre asesinatos de la policía keniata; documentos sobre la corrupción en Kosovo; más de 6,700 informes del Servicio de Investigación del Congreso; el banco de datos de los patrocinadores del senador Coleman; una lista de grandes deudores del banco islandés KB; mensajes de buscapersonas del 11-S; el expediente contra una empresa farmacéutica alemana y otra de peajes; los diarios de guerra de Afganistán y de Irak; los telegramas diplomáticos. El 20 de agosto de 2010 se emitió una orden de captura en su contra, se entregó a la policía londinense, fue detenido y liberado bajo fianza. Desde entonces la cacería político-policiaca anglosajona no cesa. Hizo lo único posible para librarse de ella. Que el digno Ecuador lo acoja y la pérfida Albión lo deje salir. O que se esconda y escape. Representa el paso siguiente para reconstruir la civilización: un mecanismo de control del poder ejercido a puerta cerrada. Un nueva manera, una plataforma de transparencia. Buena suerte, Julian Assange. Fernando Solana Olivares.

Friday, August 17, 2012

EL ÁCIDO DE HUGHES.

Hace unos días murió el escritor y crítico de arte australiano Robert Hughes. Vitriólico y mordaz, despiadado y agudo, a veces injusto pero casi siempre exacto, adjetivalmente autoritario y reflexivamente democrático, intransigente en sus celebratorias filias y satírico en sus rotundas fobias, ningún otro crítico como él evidenció para el gran público en nuestros tiempos, lo mismo desde su muy leída columna publicada en la revista Time durante décadas que en sus libros, ensayos o documentales televisivos de la BBC, la corrupción terminal del arte posmoderno y su usurpación por artistas menores e intermediarios como galeristas, curadores y brokers, su envilecimiento por mercados financieros y publicitarios. Las opiniones de Hughes fueron polémicamente legendarias: Pollock, Hopper, Morley o Bacon representan, aun con matices respecto al último, el verdadero y auténtico arte contemporáneo; Warhol y Lichtenstein son artistas decadentes e industriales que se autopromueven elaborando en serie hallazgos fortuitos y aislados; Newman y Rothko resultan dudosos al depositar su valor estético en vaguedades metafísicas; De Chirico y Magritte aciertan en su obra temprana y después se condenan a la autoparodia; Schnabel y Koons no son artistas sino una estafa producto de corredores de bolsa para hacer negocio; Basquiat sólo alcanza dos méritos: ser negro y morir joven de una sobredosis. En cuanto a éste y su temprana consagración, Hughes desarrolló una serie de objeciones que suman todos los registros de aquello que percibía en el arte muerto de la época: la idea racista de la negritud como una instintividad naif al modo del buen salvaje, y por ende una condescendiente suspensión de los juicios culturales predominantes; el fetiche mercadológico de la juventud como un valor en sí mismo; la novedad considerada como virtud en lugar de entenderse como la compulsión consumista del mercado; la operación tan usual que confunde la crítica del arte con la promoción destinada a convertirse en una moda; la obra artística entendida como inversión financiera y con ello la abolición del tiempo reflexivo, único factor histórico que sitúa el valor cultural de un objeto estético; la fascinación pública por el talento autodestructivo. En alguno de sus ácidos textos contra el neo-expresionista Schnabel, Hughes señaló que la pérdida del arte contemporáneo había consistido en el abandono del rigor formativo del dibujo, el menosprecio de ese “largo forcejeo con el inflexible tema real”, la ruptura cultural con la monótona dedicación del aprendiz que una y otra y otra y otra vez practica los rudimentos de su arte. Para Hughes, como para tantos más conocedores de cualquier disciplina artística, solamente ese dominio, producto de la renuncia y aun del sacrificio, otorgaba el talento y hasta “el derecho a la radical distorsión en el marco de una tradición continuada”. Ahora, en cambio, bastaba el vitalismo propio, la arbitraria voluntad de “ser artista” para obtener tal condición, que quedaba acreditada no por el arte mismo sino por la insaciable ignorancia del mercado, por el ego del artista, por el sentimiento dominante en la cultura contemporánea: nuestro insano y decadente placer de la ausencia de significado. Diría Elémire Zolla que entre los anales clínicos y la historia del arte moderno la distinción sólo la determina el marchante. Y también los críticos e historiadores del arte ---no Hughes, desde luego, el inflexible y riguroso---, quienes al intentar encontrar significado en la falta de significado “pueden asemejarse a la rama de la sofística dedicada al elogio de las moscas”. En la era moderna es el marchante, el galerista, quien impone qué se pinta y cómo. El comprador le cede su parte en el juego gracias a la estupidez inducida mercadológicamente y el pintor a causa de la necesidad. Hoy el arte ha dejado de ser un talismán definido mediante su naturaleza singular e incomparable, es decir, incomprable, para subordinarse al paradigma de la mercancía. En dicha cosificación, cuyas consecuencias civilizacionales son graves y reveladoras, el marchante y el mercado “han ganado la partida”. Robert Hughes luchó contra el vaciamiento de sentido característico de la modernidad. No se lamentó ante ello (entre su crítica fundamental se encuentra un ensayo clave: La cultura de la queja) sino que crudamente lo mostró. Elaboró una forma superior de la resistencia pensante: el rey va desnudo o la economía de la verdad. Fernando Solana Olivares.

Friday, August 10, 2012

CUANTO DURE EL TIEMPO / y III.

El discurso público predominante ---una operación ideológica de alcances planetarios que ni siquiera se reconoce como tal--- ha consistido, afirma Morris Berman, en un insistente ensalzamiento de las bondades del capitalismo depredador antikeynesiano, cuya técnica de implantación hegemónica en las mentes y en los corazones de la gente consiste en la invariable repetición de dichas bondades supuestas a través de los medios masivos de comunicación e entretenimiento al servicio del pensamiento corporativo internacional, de los gobiernos subordinados a una política económica y social impuesta por los centros foráneos del poder, de los intelectuales serviles ante el statu quo y del sistema escolar global. Una saturación orwelliana que hace recordar aquella perspicaz observación del historiador Arnold Toynbee: “es precisamente en la fase de declive de una civilización cuando suena con mayor estruendo el tambor de la autocomplacencia”. Sin embargo, y a pesar de su victoria posmoderna (la historia va y viene como las olas de la marea, advertía Vico), el capitalismo depredador neoliberal no resiste la razón moral y humana del proyecto keynesiano, adverso al crecimiento económico como un fin en sí mismo porque lo concibe solamente como un medio para crear una forma de vida civilizada, en la cual el dinero deba servir a la humanidad y no al contrario, donde el capital financiero deba servir a las metas económicas y no regirlas, como ahora lo hace. Berman anota la irrefutable declaración de Keynes acerca de que el amor al dinero es una forma de enfermedad mental. Para nuestra desgracia, esa oscura y criminal patología hoy se ha vuelto una ética idiosincrática. En este sistema del horror económico especulativo, una “extraña dictadura” que se impuso silenciosa e inadvertidamente, como lo ha señalado Viviane Forrester, cuyas características son el megaenriquecimiento de los ricos y el empobrecimiento sistemático de las mayorías planetarias, cuyas constantes intencionales “son la inestabilidad y la volatilidad”, no solamente de los mercados y las economías sino de las sociedades y las personas, experimentos como el de Bárbara Ehrenreich en 1998 confirman la total inhumanidad del tiempo histórico. Según consigna Berman, esta economista trabajó durante tres meses ganando el salario mínimo estadounidense para saber si con tal ingreso era posible equiparar los gastos con los ingresos. Su conclusión resultó devastadora: “Se requeriría de una palabra mucho más fuerte que disfuncional para describir una sociedad donde unos cuantos comen en la mesa mientras que el resto lame lo que cae al suelo: psicótica, sería mucho más acertada”. La publicidad, esa “retórica de la democracia”, se llena la boca con frases como “el efecto civilizador del mercado”, apunta Berman: “Sí, todo esto es muy cívico. Me recuerda una famosa frase pronunciada por Louis Brandeis hace más de cien años: ‘Podemos tener una sociedad democrática o podemos tener la concentración de una gran riqueza en manos de unos pocos. No podemos tener ambas’.” Con el abrogamiento imperial de Bretton Woods y el Consenso de Washington a que dio lugar, la globalización impuesta ya tomó la decisión: “no elegimos la democracia”. Voces tan ortodoxas como la del Nobel en economía Joseph Stiglitz (“La globalización parece reemplazar a las viejas dictaduras de élites nacionales por nuevas dictaduras de las finanzas internacionales”), o la del analista Robert Blecker (los volátiles flujos de capital especulativo han alimentado crisis, colapsos y pánicos financieros, mientras la respuesta neoliberal consiste en culpar a las víctimas “al tiempo que insiste en que acepten más políticas similares a las que las han conducido a su situación actual”), dibujan un síndrome de Estocolmo planetario, un mundo al revés donde los oprimidos admiran a los opresores pues creen que alguna vez llegarán al mismo bienestar dónde ahora están ellos. Muchos elementos quedan fuera de tan rápida glosa del imprescindible análisis hecho por Berman sobre la ley de la selva de esta atroz y espectacular “modernidad líquida”: el papel de la tecnología del microchip, el paradigma de la mercancía, del aparato y la globalización, el dilema entre la libertad negativa y la libertad positiva, las prácticas centrales propias de las escasas personas “de excelencia”, etcétera. Pero encontramos lo que buscamos: el texto sobre la Edad Oscura está a la mano. Su método es: “Sólo relaciona”. Fernando Solana Olivares.

Friday, August 03, 2012

CUANTO DURE EL TIEMPO / II.

El diagnóstico de Morris Berman sobre la época es perentorio y concluyente ---una perspectiva crítica del pensamiento intelectual que dice la verdad y cumple con su función histórica siendo fiel a su origen ilustrado---: no existe escapatoria colectiva a esta forma de vida posmoderna más que un colapso total, no hay otra manera de que pueda transformarse porque no tiene la voluntad, los recursos y la conciencia para hacerlo. No es capaz de autocorregirse salvo por la vía que suele colapsar a las civilizaciones. Así como todos los cuerpos caen, las civilizaciones también. Todo lo compuesto: seres, mundos, culturas, ha de perecer. A menos que la naturaleza se interponga ---por ejemplo, con el calentamiento global, un tema franca, nihilistamente ignorado por gobiernos, sociedades y empresas del capitalismo salvaje---, el sistema seguirá hacia una mutación tóxica que Immanuel Wallerstein (El futuro de la sociedad capitalista), citado por Berman, anticipa mediante dos escenarios negativos probables a corto plazo y uno positivo aunque idealista: un neofeudalismo donde se ha abandonado por fin la patológica acumulación por la acumulación, pero en el que habría una restauración rígida de las jerarquías sociales como estabilización política, o un fascismo democrático que divida al planeta en una élite del 20 % y un resto dominado de 80% ---Wallerstein indica que ese fue el proyecto de Hitler, quien cometió el error de construir una élite muy reducida. El tercer escenario es el de un orden mundial descentralizado e igualitario, el cual no dice cómo podrá alcanzarse. Sólo aventura que quizá dentro de cien años veremos este horror socioeconómico actual (desde el siglo dieciséis hasta la fecha) como un experimento erróneo e inestable al fin superado por formas civilizacionales más estables. ¿Cúales? A saber: la anticipación sociológica todavía no vislumbra el diseño global de lo nuevo. Acaso una república planetaria superior como la de Issac Asimov en su trilogía de Fundación. Para el momento actual, aquellos que quieran salvarse nada más pueden hacerlo a través de la comprensión. Y resulta fascinante, además de indispensable, saber cuándo y cómo todo esto comenzó. Dos componentes esenciales acuden al origen de la tardomodernidad financiera: la derrota de la economía keynesiana y la revolución tecnológica. Esa derrota de un capitalismo que produjo el Estado de bienestar y fomentó en los gobiernos una política de empleo, salud y educación, ocurrió en el unilateral rechazo norteamericano al acuerdo económico internacional celebrado en Bretton Woods el 22 de julio de 1944, el cual estableció un sistema de tipos de cambio más o menos fijos entre las monedas mundiales y controles a la movilidad de capital internacional. Su perspectiva, señala Berman, “se fundamentaba en la protección y el bienestar humano; daba primacía al pleno empleo y a los programas de bienestar social sobre la liberalización de la moneda y del comercio”. Su autor principal, John Maynard Keynes, había publicado en 1936 su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, una alternativa no revolucionaria al marxismo que determinó la economía mundial de la posguerra y produjo, hasta 1971, cuando Richard Nixon lo abrogó unilateralmente, “un extraño momento de cordura en el que la protección social prevaleció sobre la lógica de mercado”, como escribe Berman. El historiador económico David Felix afirma que “ningún periodo de longitud comparable, pasado ni presente, se acerca a la elevada producción y a las tasas de crecimiento de la productividad, a los bajos niveles de desempleo sostenidos y a la equidad en la distribución de la era de Bretton Woods”. Desde 1947, sin embargo, había surgido un proyecto destinado a la restauración del capitalismo financiero, del liberalismo extremo del laissez-faire sin regulación de ningún tipo, predominante en el siglo XIX y conducente a la Depresión de 1929. Estaba ideológicamente fundado en una escuela de pensamiento económico que consideraba cualquier tipo de intervención estatal o planificación económica como pasos directos hacia el totalitarismo político. Su manifiesto “extraño y maniqueo”, fundamentalista hasta un extremo neo-religioso, se llamaba Caminos de servidumbre y había aparecido el mismo año que se firmó Bretton Woods. El autor era Friedrich von Hayek, economista austriaco. Berman consigna que Keynes alguna vez se refirió a la teoría de Hayek como “uno de los embrollos más escalofriantes que he leído”. Margaret Tatcher, en cambio, declaró sin ningún escalofrío que el libro de Hayek era su Biblia. Fernando Solana Olivares.